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Eutanasia, la coartada del debate siempre diferido

Está claro que mientras no lo autorice la Conferencia Episcopal, el PP no dará jamás ningún paso en el sentido de modificar el marco legal de la eutanasia

Es una constante, un lugar común: cada vez que surge en los medios de comunicación el tema de la disponibilidad de la propia vida, la respuesta política prácticamente unánime consiste en enfocar el problema asignándole la consideración de un asunto necesitado de debate.

Evidentemente, una cuestión que requiere un debate clarificador es, por propia naturaleza, una cuestión a resolver, no decidida; un asunto que necesita madurar socialmente. Un asunto, por ello mismo, cuya solución está distante en el tiempo. No antes de que exista ese consenso social que parece requerirse en una decisión de tal trascendencia.

Tan reiterada es esa respuesta, que parece obviamente encaminada a conseguir un objetivo premeditado: trasmitir y sembrar en la sociedad civil la idea de que no hay una opinión pública formada al respecto, que se precisa una reflexión conjunta y, sobre todo pausada, tranquila, sin prisas sobre los pros y los contras de legalizar las conductas eutanásicas. Poniendo mucho énfasis en los peligros y riesgos de tal legalización, especialmente cuando se opina desde la derecha política.

El argumento descubre su carácter falaz e interesado cuando, tras pontificar que las conductas eutanásicas son asunto controvertido y necesitado de un profundo debate, se sentencia con todo desparpajo que por ahora no es el momento de abrir tal debate, que los ciudadanos no estamos preparados aún para enfrentarlo serena y seriamente.

Se cierra así un círculo en el que la eutanasia se presenta como un problema grave (trascendente en sus consecuencias, posibles o previsibles según sea el opinante), que precisa de un debate intenso y serio cuyo momento de inicio no ha llegado aún porque la sociedad no está preparada para celebrarlo. La contradicción que esconde tal pseudoargumentación es que, si realmente se considera un asunto trascendente y se diera el caso de un insuficiente consenso entre la ciudadanía o su insuficiente preparación, sería razón de más para abordarlo cuanto antes mejor; los debates constructivos son formadores.

Pero el caso es que todas las encuestas, tanto las realizadas por el CIS en 2002 y 2009 (encuestas 2.451 y 2.803), la primera a iniciativa del Senado y la segunda, del entonces ministro de Sanidad, Bernat Soria, como las varias llevadas a cabo por la OCU, coinciden en la existencia de un gran consenso ciudadano en que la eutanasia debe ser objeto, no ya de debate, sino de regulación legal. Consenso que no difiere según la opción política o religiosa de los encuestados y, es importante resaltarlo, incluye mayoritariamente a los médicos también, aunque con porcentajes menos abultados que los de la población general.

Llegados a este punto no cabe sino preguntarse si verdaderamente es la ciudadanía la que no está preparada para enfrentarse al debate sobre la eutanasia o más bien la clase política (al menos la que ha gobernado hasta ahora en España) la que necesita de maduración al respecto. Porque lo cierto es que, a pesar de que el programa electoral del PSOE para las Generales de 2004, precisamente en el capítulo relativo a sus propuestas sobre derechos civiles (pg. 33) prometía “la creación de una Comisión en el Congreso de los Diputados que permita debatir sobre el derecho a la eutanasia y a una muerte digna, los aspectos relativos a su despenalización, el derecho a recibir cuidados paliativos y el desarrollo de tratamientos de dolor”, propuesta programática que certificaba la trascendencia que para el partido socialista tenía la cuestión de la eutanasia, tan sólo seis meses después de ganar las elecciones, la promesa era desmentida por la ministra Salgado y, para más escarnio, lo hacía desde Holanda donde, a la sazón, se iniciaba el debate, hoy concluido felizmente, sobre la extensión de la eutanasia a menores maduros.

A la vista de los datos, hay que admitir que la postura de presentar el derecho a disponer de la propia vida en situaciones de terminalidad o grave sufrimiento como un asunto pendiente de debate no es otra cosa que una frágil coartada dilatoria para los dos partidos que hasta el momento se han alternado en el gobierno de España. Una treta para no tener que definirse ante sus electores respectivos.

Está claro que mientras no lo autorice la Conferencia Episcopal, el PP no dará jamás ningún paso en el sentido de modificar el marco legal de la eutanasia o, peor aún, que caso de modificarlo sería, como en el caso del aborto, para retrotraernos antes de 1995 en que el Código Penal despenalizó algunas conductas eutanásicas (las antes llamadas, pasiva e indirecta) y castigarlas como un homicidio sin atenuantes, al modo del franquismo.

Respecto a la posición del PSOE, permanentemente instalado entre la indefinición y el temor a la jerarquía católica, no estaría de más que, aprovechando la campaña a las elecciones europeas reflexionase sobre la oportunidad de llevar al marco europeo el reconocimiento del derecho a disponer de la propia vida. Reflexionar sobre el hecho de que los derechos sanitarios tal como los conocemos hoy en día, incluidos los relativos al final de la vida, tuvieron su origen en acuerdos de consenso europeos.

Si desperdicia la ocasión europea, la alternativa de legalización podría muy bien venir, como ocurrió en Bélgica en su día, de la necesidad de formar un gobierno multicolor con partidos que han propuesto reiteradamente en el parlamento la derogación del artículo 143.4 del Código Penal. En una circunstancia así, no podrá alinearse con el PP, como hasta ahora, para rechazar la despenalización y, mucho menos aún, para pretender que sigue haciendo falta debatir nada. Sólo tienen que mirar a Holanda, Bélgica y Luxemburgo; en esto también, está todo inventado.

Luis Montes Mieza es médico y presidente federal de la Asociación Derecho a Morir Dignamente

Fernando Soler es médico y secretario de la Asociación Derecho a Morir Dignamente de Madrid

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