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Eutanasia, ejemplo de dignidad humana

Tras la aprobación de la ley reguladora de la eutanasia, el pasado mes de marzo, se están conociendo los primeros casos de su aplicación y las reacciones que ha provocado en el personal médico y de enfermería participante. Sus testimonios muestran que la eutanasia ha estado en el lado opuesto a ese hemisferio oscuro y criminalizado donde algunos la situaron durante la discusión parlamentaria de la ley. Las precauciones legales han blindado de jueces y médicos el proceso a seguir para su autorización. No es la fría mano del desalmado la que sorprende con premeditación a la figura débil e incapacitada del doliente. No es el atractivo de cualquier herencia la que mueve los hilos de la aprobación legal en interés del legatario. Es la reflexión compartida y el consenso de que la persona solicitante goza de capacidad para decidir y de argumentos para sostener su elección. Un delicado cedazo, tejido de consideraciones médicas y jurídicas, somete a escrutinio la solidez de lo esgrimido por el demandante de eutanasia. Y un proceso, humano y respetuoso, es el que se desencadena a continuación para hacer valer la voluntad de quien desea volar de la vida.

Las razones son siempre contundentes y reclaman respeto a la dignidad de hombres y mujeres. Vivir no es únicamente pensar y disponer de un corazón latiente. Ser persona conlleva la experimentación de la libertad, de la autonomía personal, del bienestar, del amor. Cuando el cuerpo pierde las funciones animadoras de aquella libertad y se convierte en una carcasa postrada, en un dispensador permanente de dolores o en un implacable moldeador de deformaciones, lo que la mente percibe es el avance de la reclusión, el encadenamiento al sufrimiento, el desdibujamiento de lo que, en el pasado, fue molde cognitivo del auténtico yo personal.

El transcurso del tiempo ha supuesto, en casos como los anteriores, un creciente desapego hacia ese estilo forzado de vida que tanto derrota la autoestima. Que tanto añade de obligaciones a las personas queridas. Que tanto cercena la relación interpersonal, más allá del círculo inmediato. Que tantas fronteras eleva a la búsqueda de nuevos placeres por quienes se sienten incapacitados para ampliar las esferas de los quereres y las sensaciones físicas.

Ahora, con la aplicación de la eutanasia, lo que se altera es el control de esa crueldad que ha inyectado en los sufrientes sus aflicciones interminables. Un dominio cuya inaceptabilidad se refuerza ante la pretensión, por sus sustentadores, de que una divinidad misericordiosa sea, al mismo tiempo, una entidad necesitada de dolor humano. El Dios del Viejo Testamento refulge en las palabras de quienes invocan resignación, paciencia y el respeto a un pretendido plan divino. Las palabras de quienes invocan una correspondencia exclusiva entre el momento final de la vida y la voluntad de un ser superior se derrumban cuando la ciencia nos explica, con pelos y señales, las relaciones causales que desembocan en el último suspiro. Un conocimiento que nos permite desafiar las normas de quienes abogan por el sufrimiento, físico y psicológico, como peaje obligado que algunos seres humanos deben pagar por el derecho a una vida recortada, limitada y abonada de tristeza.

Ahora, tras conocer el microcosmos de la eutanasia, sabemos que quienes la han recibido experimentan la dulzura del descanso. Para sí mismos y para quienes, con afecto pero sacrificio, les han cuidado durante décadas. Sabemos que, al menos una vez en sus existencias, se han sentido ciudadanos plenos y que esa plenitud es la que ha acogido la decisión más importante de sus vidas. Sabemos que la recepción de la muerte ha sido tanto una despedida anhelada como la llama de un último grito de libertad. Y no sabemos, pero podemos intuir, que las fuerzas de la bondad humana han salido fortalecidas.

Conocemos, de igual manera, que los profesionales que han participado de forma directa en la materialización de la eutanasia han experimentado un intenso vendaval de sentimientos y una lluvia emocional que subraya la calidez y proximidad extendidas hacia los reclamantes de este derecho final. Los han conocido de cerca, cuando no los conocían desde mucho tiempo atrás. Han acompañado a las familias y han sentido la exteriorización de sus afectos. Se han sentido parte de la humanización del adiós y, al mismo tiempo, han experimentado la emoción que ese adiós suscita en toda persona sensible. La relación con otros seres humanos, incluso cuando es profesional, no puede evitar que se establezcan corrientes de empatía que levantan cierto velo de duelo cuando llega el momento de la última despedida. Una experiencia de trabajo y humanidad que aúpa la necesidad de proteger a estos profesionales de las invectivas y amenazas que puedan asaetearles en el futuro, procedentes de dogmáticos y fanáticos diversos. Aunque sólo sea porque su labor eleva la dignidad humana al recuperar la capacidad de decisión de los más débiles y evitarles la pena del sufrimiento de por vida.

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