Han hecho bien los gobiernos europeos en aprobar un proyecto de Constitución en cuyo preámbulo no se mencionen las «raíces cristianas» de Europa, como pedían algunos dirigentes y exigía el Vaticano.
Desde luego que el cristianismo es un componente central de la tradición y la cultura de Occidente, pero, de este modo, la carta fundamental de la naciente Europa unida subraya el carácter laico del Estado y enmarca la religión y la vida espiritual de los europeos en el ámbito que le corresponde: lo privado.
Gracias a que existe esta frontera entre lo público y lo privado Europa es democrática. Y debido a que ella no existe o es extremadamente laxa y porosa, y permite que la religión invada el Estado y éste se inmiscuya en la vida privada, es que vastas regiones del mundo -los países islámicos, principalmente- tienen dificultades enormes, insuperables, para evolucionar desde el despotismo autoritario a la sociedad abierta.
Por definición, toda religión -toda fe- es intolerante, pues proclama una verdad que no puede convivir pacíficamente con otras que la niegan. Durante muchos siglos el cristianismo lo fue, tanto como el islamismo radical, y combatió a las otras religiones -al error- con la espada y con la buena conciencia de quien se sabe aliado de Dios y portaestandarte de la absoluta, integérrima verdad. Ateos, judíos, mahometanos, paganos, y más tarde protestantes, pagaron carísimo profesar falsas religiones y adorar dioses fetiches, y millones de ellos fueron forzados por el terror a convertirse a la verdadera religión. Durante muchos años, y hasta hace relativamente poco tiempo, mientras fue religión de Estado, el catolicismo legisló y estableció normas de conducta estrictas en la vida privada de las personas, ni más ni menos como en los Estados fundamentalistas islámicos donde impera la sharía, aunque es justo señalar que, con toda su ferocidad represora en materia sexual, el catolicismo no llegó nunca a los extremos discriminatorios y denigrantes contra la mujer del islamismo.
La omisión de la influencia cristiana en la Constitución de la Unión Europea, de otro lado, va a facilitar la incorporación a ésta de Turquía, un país que, aunque constitucionalmente laico desde la revolución de Kamal Ataturk, tiene una población que en su inmensa mayoría profesa la religión musulmana. Para poder integrarse a Europa, una aspiración compartida por las principales fuerzas políticas y apoyada, sobre todo, con pasión por las capas más modernas de la sociedad turca y las más empeñadas en que Turquía perfeccione su deficiente democracia y alcance unas cotas de legalidad y libertad comparables a las de los países más avanzados de Occidente, los gobiernos turcos han dado pasos muy importantes, tanto económicos como políticos, a fin de ser elegibles como miembros de Europa. Desde la abolición de la pena de muerte hasta el respeto al pluralismo político y a la libertad de prensa, pasando por la independencia de los jueces ante el poder político, la disciplina fiscal y la supresión de las trabas para que la minoría kurda pueda tener escuelas que enseñen su lengua y desarrollar su cultura sin censuras, en los últimos diez años Turquía ha sido, de lejos, la sociedad musulmana que más avances ha hecho en el camino de la democracia. Que los logros, pese a ser bastantes, sean aún insuficientes, no está en duda. Pero, precisamente, nada puede estimular mejor la modernización de Turquía que sentirse bienvenida en el concierto de la Europa que nace. Una Europa, no lo olvidemos, plural, cultural y políticamente hablando, en la que, dentro de un denominador común democrático, deberán poder coexistir no sólo culturas, lenguas y tradiciones, sino también religiones.
No es necesario destacar la importancia que tendría para todo el mundo islámico, y, muy en especial, para el conformado por los países árabes, el ejemplo de una Turquía capaz de conciliar sin traumas la fe en el Corán y la cultura democrática, es decir, de un país musulmán que haya conseguido, como la Europa cristiana, seguir aquel proceso de secularización -de privatización de la religión- que hace posible el arraigo de la libertad en un país.
Un Estado laico no significa una sociedad atea o agnóstica, ni mucho menos un Gobierno enemigo de la religión, como han insinuado algunos de los defensores recalcitrantes de la mención en la Carta fundacional de la Unión Europea de las raíces cristianas de Europa. Significa simplemente que el Estado se compromete como tal a respetar todas las religiones que profesen los ciudadanos y a no identificarse con ninguna en especial, deslindando con toda precisión lo que la fórmula bíblica llamó tan bien el mundo del César y el mundo de Dios. Mientras no traten de impedir las creencias y prácticas religiosas de los demás, los ciudadanos son libres de adoptar la fe y ejercer el culto que les plazca.
Todos los grandes pensadores de la libertad, de Kant a Hayek, de Adam Smith a Popper, de Tocqueville a Isaías Berlin, han señalado, con prescindencia de sus propias actitudes en materia religiosa, que una rica e intensa vida espiritual es un requisito indispensable para que una democracia funcione, y, también, que nada reemplaza a la religión como fermento y patria de la espiritualidad. Esta es, también, mi profunda convicción. Sólo a una minoría, y creo que muy reducida, de personas, la cultura, las ideas, las artes, la filosofía, bastan para suplir a la fe religiosa como alimento espiritual y para infundirle esa seguridad mínima respecto a la trascendencia sin la cual es difícil, acaso imposible, que una sociedad despliegue toda su energía creativa y viva en un clima de armonía, confianza y orden que le permita aprovechar todas las oportunidades que ofrece la libertad. La mejor prueba de que así son las cosas es el fracaso sistemático de todos los intentos históricos, empezando por la revolución francesa y terminando por las revoluciones soviética y china, para desarraigar la religión de los espíritus y reemplazarla por una ideología materialista. Al final, estas revoluciones desaparecieron o se convirtieron en caricaturas de sí mismas, y la religión, que había sobrevivido en la catacumba, renació con tanto o más vigor que antaño. No se puede erradicar a Dios del corazón detodos los hombres; muchos de ellos, acaso la gran mayoría, lo necesitan para no sentirse extraviados y desesperados en un universo donde siempre habrá preguntas sin respuestas. Pero, así como no se puede acabar con la religión, sí se puede, y éste es el gran triunfo de la cultura de la libertad, desestatizarla y confinarla en el ámbito de la vida privada, de manera que la libertad pueda desarrollarse y los ciudadanos estén en condiciones de desplegar todas sus potencias creativas sin los frenos y limitaciones que una religión identificada con el Estado inevitablemente impone, recortando, a veces hasta límites intolerables, la soberanía humana.
Es natural e inevitable que, en un Estado laico, las organizaciones religiosas traten de influir en la dación de las leyes, de modo que éstas coincidan con, o reflejen, las convicciones, modos de conducta y prejuicios que las animan. Y en muchísimos casos esta propensión no es írrita, sino benéfica, para el funcionamiento de las instituciones democráticas. Pero, en ciertos asuntos, como el divorcio, el aborto, la eutanasia, los matrimonios entre gays y lesbianas, no lo es y surgen desavenencias y polémicas. Bienvenidas sean, pues la esencia de una sociedad abierta es el debate y el constante cuestionamiento de las normas que regulan la marcha de la sociedad en pos de su mejora.
Ahora bien, así como la obligación de un Estado laico es no invadir la vida privada de las personas -su vida familiar, sexual, espiritual y religiosa-, también lo es, en caso de conflicto con las organizaciones religiosas, hacer prevalecer la propia noción de bien común, respaldada por el mandato cívico depositado en los órganos soberanos de la vida pública, el Parlamento y el Gobierno, resistiendo las presiones confesionales. Así como, en el pasado, el divorcio y el aborto provocaron controversias apasionadas, es obvio que algo semejante ocurrirá a raíz del anuncio, hecho recientemente por el ministro de Justicia español, de que el Gobierno de España propondrá una reforma del Código Civil a fin de autorizar el matrimonio entre parejas del mismo sexo, con todos los derechos y deberes, incluido el de la adopción de menores. Si esta ley es finalmente aprobada por las Cortes, España será el tercer país del mundo, luego de Holanda y de Bélgica, en legalizar la unión y el derecho de adoptar niños a las parejas homosexuales. Desde mi punto de vista, es un avance en materia social e institucional, pues corrige una situación de discriminación e injusticia para con una minoría víctima de persecución y prejuicios seculares, que debe ser celebrado.
Contrariamente a quienes piensan que, con un paso tan audaz, se va a dar un golpe de muerte a la familia, al matrimonio, el efecto será, probablemente, el contrario. Lo cierto es que si hay algo que en la sociedad moderna está en crisis es la familia, y, muy especialmente, el matrimonio. Cada vez se casa menos gente y, sobre todo entre los jóvenes, las uniones de hecho, alianzas transitorias y a menudo muy precarias, son lo más frecuente en todos los sectores sociales y el número de divorcios aumenta en tanto que el del matrimonio tradicional disminuye. No es difícil imaginar que si en algún colectivo social la idea del matrimonio formal, legitimado por la autoridad, despierta una poderosa ilusión y una voluntad de que tenga éxito, dure y sea capaz de resistir todas las pruebas, es entre quienes, como los gays y lesbianas, desean tanto salir de los márgenes a los que han sido empujados a vivir e ingresar a formar parte de la vida normal. No se alarmen los que tienden a identificar a los gays con los grupos exhibicionistas y carnavaleros que hacen sus provocaciones callejeras el Día del Orgullo Gay: me atrevería a apostar que si, de aquí a veinte años, se hace una encuesta, los resultados probarán que los matrimonios más sólidos y conservadores en la sociedad española serán los de las parejas de lesbianas y gays.