Recientemente, aseguraba Zenon Grocholewski, Prefecto para la Congregación Pontificia para la Educación Católica, que “no debe ser el Estado el que dicte qué contenidos éticos se deben enseñar a todos”, sino que debe “respetar el derecho de los padres a determinar la educación ético-religiosa que quieren para sus hijos, en base a los “sanos principios de la democracia”, y más aún: “debe ayudar a los padres a educar a sus hijos según su conciencia”. Añadía el politico vaticano que “de modo análogo se mueve alguna corriente política, hoy en el poder, porque busca imponer a todos la propia concepción relativista sobre los comportamientos ético-morales”.
Es fácil percibir, en estas declaraciones, la pretensión de que lo ético va inexorable y exclusivamente unido a lo religioso, intercalando curiosas alusiones ornamentales a la democracia que no resisten un análisis objetivo. Pero lo más paradójico de la argumentación que esgrimen los católicos militantes contra la Ley de Educación para la Ciudadanía es la permanente alusion al relativismo. Para ello, parten de la convicción de que la verdad absoluta está contenida en su ideario doctrinal, que es inalterable y eterno.
La actuación política tiene siempre un contenido moral. Es obvio que las leyes democráticas tienen referentes éticos relacionados con la sociedad y con el momento histórico-cultural en el que surgen. La finalidad de cualquier ley democrática es facilitar a las personas una convivencia social justa. Su existencia tiene como objetivo definir derechos y obligaciones, facilitando la administración de justicia. Si “hacer justicia” es dar a cada uno “lo suyo”, según la definición clásica, habrá que determinar qué es lo que puede pertenecer privadamente a un ciudadano y cuáles son los límites de su derecho en aras de la convivencia en sociedad. Y es aquí donde adquiere especial relevancia el concepto que se tenga de “la verdad”, ya que una ley no puede ser justa si se basa en un análisis falso de la realidad.
La postura católica considera que lo ético es que las leyes y los actos humanos se ciñan a lo que la ICAR sostiene que es la verdad absoluta, inalterable y eterna. No les vale ninguna postura disidente y, por eso, los “contenidos éticos” de la enseñanza estatal, a los que alude el Prefecto Grocholewski, son relativistas e inaceptables para los católicos. Para llegar a tal conclusión introducen elementos tan aleatorios como son la “fe” y la “Revelación”, esta última recibida a través de unos cuantos humanos supuestamente privilegiados, coincidiendo en eso con quienes predican otras creencias y otras revelaciones…
Por ello, es esa postura católica la más relativista. Sus puntos de referencia para cualquier análisis son (o dicen que son): un dios personalizado (uno y trino), antropomórfico por excelencia, que reproduce el modelo satrápico de Mesopotamia y Caldea y que habría dictado su “plan universal” a través de algunos mortales. Cuando conviene, es todo “amor”; pero cuando conviene otra cosa, es todo “justicia”. Las definiciones corren a cargo de quienes dicen ser sus intérpretes autorizados.
Lo cierto es que el acceso humano al conocimiento ha sido y sigue siendo gradual. Esa progresión va diseñando sucesivos paradigmas culturales y el de nuestra civilización no es el de la caldea, la egipcia o la india clásicas. Nuestro tiempo es el de la civilización cibernética, el de la relatividad y la mecánica cuántica. Las verdades que nos revelan la Naturaleza y la Física son las únicas “revelaciones” universales y no son absolutas, sino orientadoras de la búsqueda emprendida. Curiosamente, dos cosas opuestas pueden ser ciertas y simultáneas, como señaló Heissenberg.
Las leyes democráticas tienen que contemplar toda esa pluralidad cultural y buscar la realización de la Justicia en cada caso, sin perder de vista el bien común. Nuestros ciudadanos tienen derecho a aprender eso y el Estado tiene el deber de facilitárselo.
Amando Hurtado es licenciado en Derecho y escritor