La ICAR pontifica contínuamente respecto a conceptos éticos circunscritos a un paradigma de la vida y del mundo que pretende inamovible.
Su ética, supuestamente “revelada”, pretende situarse fuera del espacio y del tiempo, pero corresponde a espacios y tiempos culturales perfectamente identificables en la trayectoria histórica humana. Les costó mucho admitir que era ético pensar que la Tierra es redonda y que gira en torno al Sol. Les resulta aún inadmisible aceptar que la vida es un proceso evolutivo y que Darwin tenía razón al afirmar la evolución de las especies. Consideran inmorales la eutanasia, el aborto, el divorcio, la homosexualidad o el preservativo y aseguran que sus criterios dogmatizados son infalibles…
Por definición etimológica “ethos” significa hábito, en el sentido de aquello que es característico o habitual. La Ética, como materia de estudio, sería aquella parte de la Filosofía que estudia las características anímicas que impulsan nuestros actos. Pero esos impulsos, que la costumbre logra convertir a menudo en “principios” normativos, obedecen con frecuencia a un conocimiento limitado o falso de la naturaleza, dentro de un modelo cultural determinado. Decía bien André Gide que “la costumbre viene a ser una segunda naturaleza”, refugio comfortable de la ignorancia.
La validez universal de los principios éticos dependerá, ante todo, del concepto que se tenga del universo y del puesto que se atribuya al Hombre en él. Un mejor conocimiento progresivo de las leyes de la Física (= Naturaleza) universal permite acceder a un mejor conocimiento de lo humano y de los humanos, pudiendo “educar” nuestros impulsos éticos sintonizándolos con ese universo al que pertenecemos. Una concepción del mundo que trate de ignorar las leyes universales, las falsifique o se empeñe en sustituirlas por “creencias” subjetivas, no podrá sustentar indefinidamente una moral universalmente válida.
Pensar que el cigoto que puede evolucionar en una matriz humana – o el feto – es ya un ser humano, equivale a confundir los cimientos de un edificio con éste. Si bien parece difícil precisar rotundamente a partir de qué momento las múltiples combinaciones moleculares de cualquier orden pueden considerarse formas de “vida” (hasta las piedras pueden ser remotos proyectos de vida), no es difícil asegurar que cualquier tejido celular, animal o vegetal, es una expresión de vida tal como la entendemos comúnmente. Pero los tejidos vivos que van asociándose gradualmente para llegar a configurar una estructura humana no son personas.
Lo cierto es que el óvulo fecundado, el cigoto e incluso el feto son partes del cuerpo de la mujer preñada. Por eso, nuestro más que centenario Código Civil, en su artículo 29, establece que únicamente tras el nacimiento existe la persona. Cuanto ocurra durante la gestación que pudiera ser favorable a las personas sólo podrá aplicarse al hombre o mujer efectivamente nacido (como ocurre respecto a las herencias de hijos póstumos) y el artículo 30 añade que únicamente se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno. Por lo tanto, aquí no cabe calificar de atentatoria contra ninguna “persona” una intervención quirúrgica solicitada libremente sobre su cuerpo por una mujer embarazada. La elucubraciones metafísicas no pueden pretender sustituir o desautorizar la legalidad en un Estado de Derecho aconfesional. ¿No es precisamente esa confusión de Derecho y Religión lo que nos disgusta de los Estados islamistas?
El peor error de la Iglesia vaticana estriba en condenar o descalificar, moral y socialmente, a quienes no admitimos su magisterio “infalible” permaneciendo abiertos a otros criterios éticos. A criterios no metafísicos, sino sencillamente filosóficos. No carecemos de ética quienes no “creemos” en la resurrección de los muertos, por ejemplo, aunque nuestros conceptos del bien y del mal se sitúen en un paradigma cultural diferente al que propone el Vaticano. Y no somos inmorales quienes aceptamos el aborto en la forma legal ahora existente o en la que regirá, si se aprueba la mesurada reforma que propone el Gobierno.
Hay una ética humanista que propugna la protección a ultranza del ser humano y de sus derechos, desde su nacimiento hasta su muerte natural o voluntaria. No queremos creer que este mundo tenga que ser, para siempre, un “valle de lágrimas” en el que hayan de prosperar forzosamente gestaciones no deseadas de futuros niños, condenados, por aberraciones fetales u otras fatales circunstancias, al sufrimiento de la malformación, de la enfermedad incurable, del abandono, de la miseria o del hambre, contemplados metafísica y cínicamente como consecuencias de una voluntad “divina”.
Creemos que hay que amar y proteger la vida de todos los hombres y mujeres nacidos y ese respeto profundo es el que hace posibles los avances de la Biogenética, cuya finalidad y justificación moral es la dignificación de la vida humana. Por analogía, es igualmente ético defender la existencia de todas las especies vivas, incluídos los pequeños linces de la pancarta que esgrime hipócritamente la muy nacional-católica Conferencia Episcopal Española. ¡Cómo no!.
Amando Hurtado es escritor y licenciado en Derecho