Recuerdo que, mientras estábamos en la capilla, en los soporíferos rosarios y novenarios de todas las tardes o en el víacrucis de los viernes, se oía a intervalos el griterío de los vencejos que sobrevolaban el patio del colegio cazando insectos.
Cuando yo era niño vivía en un pueblo de la Alpujarra y la primavera, año tras año, era un auténtico derroche de flores y perfumes.
Comenzaba siempre con la floración de los almendros, seguían los habares, naranjos, cinamomos, jazmines, cerezos, azucenas… y terminaba con las últi-mas flores de las celindas. Toda una delicia para la vista y el olfato. A medida que avanzaban los días las tardes se iban haciendo más largas y soleadas y, hacia finales de marzo, comenzaban a llegar los primeros vencejos y golondrinas. Era agradable la vida, y aquellas tardes soleadas invitaban al paseo y la excursión por los campos verdeantes, sembrados de trigos y cebadas, aquí y allá salpicados de enrojecidas amapolas y amarillentos jaramagos.
Cuando a poco de cumplir los once años, entré en el internado de Almería una de las carencias que, después de la ausencia de libertad, más lamenté fue comprobar que en el colegio, para desgracia nuestra, no había primavera. ¿Cómo iba a entrar allí la primavera si el patio central estaba todo cubierto de cemento y el otro patio, el de los recreos, estaba más pateado y trillado que una parva? ¿Qué podía crecer y florecer allí dentro? Nada, absolutamente nada. Con todo, recuerdo que, mientras estábamos en la capilla, en los soporíferos rosarios y novenarios de todas las tardes o en el víacrucis de los viernes, se oía a intervalos el griterío de los vencejos que sobrevolaban el patio del colegio cazando insectos. Era, junto el aumento de las horas de sol y moscas, el único atisbo de que había llegado la primavera. Oyéndolos yo los envidiaba. Hubiera querido ser pájaro, uno de esos vencejos o golondrinas que pasaban volando y piando, para ser libre y no tener que rezar el rosario, ni tener que confesar, ni cantar todos los días “El Cara al Sol” brazo en alto. Pero sólo era un niño, un niño interno en un colegio de frailes, al que tan sólo le quedaba la libertad de la imaginación, lo único que no habían podido robarme los frailes y, por más que lo deseara, jamás podría convertirme en vencejo ni golondrina.
Unos años antes y otros después, pero siempre a finales de marzo o abril, llegaban las vaca-ciones de Semana Santa. Un pequeño alivio para descansar y reponer fuerzas. Cuando volvía a mi pueblo la primavera estaba en todo su apogeo. El campo verde, con los trigos que aún no habían comenzado a espigar, los almendros, ya sin flores, pero verdes y cargados de allozas. Había geranios florecidos en casi todas las ventanas y balcones y el aire estaba cargado del aroma de las plantas silvestres que florecían en los cerros y lomas que rodean el pueblo. Era una delicia ver a las chicas que, al atardecer, salían a pasear por la Calle Real o la Plaza o ir al campo a buscar hinojos, espárragos silvestres y collejas; pero esa delicia siempre se me iba de las manos en seguida. La semana santa era la semana más corta de todas las semanas del año. Al menos eso me parecía a mí. Había que volver al internado, otra vez las misas, los rosarios, las clases. Otra vez la ausencia de todo cuerpo femenino. Otra vez los senos, cosenos, hipotenusas y la madre que los parió. Lo peor era que, como yo empezaba ya a entrar en la adolescencia y sentía la llamada de la naturaleza, cada vez que oía al fraile la palabra seno, olvidándome de las matemáticas, mi imaginación echaba volar y se paraba en los otros senos, los auténticos, los de Lolita, María, Carmen…
La verdad es que el matemático que tuvo la peregrina idea de colocarle a tal operación el muy sugeridor nombre de “seno” acertó por completo: es, en medio del enorme erial de números, ángulos, líneas y quebrados de los tratados matemáticos, la única palabra dulce y agradable. En la escuela de mi pueblo, aún incluimos los chicos otra todavía más erótica y sugerente: en cuanto el maestro nos pasaba a la enciclopedia, lo primero que todo el mundo hacía era ir a la parte de geometría, buscar la palabra “cono” y colocar sobre la castísima n, la pecadora tilde que la convertía en ñ. ¡Esa eñe que distingue nuestra lengua de todas las demás lenguas del mundo, también distinguía la figura geométrica de la otra palabra que nosotros queríamos evocar. Yo entonces era muy creyente –idiotamente creyente- y nunca me atreví a colocar la tilde sobre la n, no por falta de ganas, sino porque siempre me decía lo mismo: “¿Y si la dichosa tilde me cuesta pasarme toda la eternidad en el infierno?”. Mi enciclopedia debió morir virgen como una monja de clausura. Pero eso era en la escuela de mi pueblo, en el colegio no había nadie que se le ocurriese tal temeridad. No quiero pensar la que se hubiera armado si en alguno de los registros que hacían los frailes, siempre buscando fotos de artistas de cine o cartas de amor, alguno hubiese dado en el libro de geometría con tal provocación.
Por suerte para nosotros el último trimestre era el más corto de todos. Prácticamente solo comprendía mayo y veinte y dos días de junio, el último ni siquiera completo. Sin embargo, aunque todo el mundo se marchaba el veintidós de junio a sus casas, a nuestros padres los frailes siempre les cobraban hasta el treinta. Hubo más de un osado que. entre bromas y veras, preguntó a los frailes cómo podía ser que un colegio tan cristiano robase a nuestros padres nada menos que ocho días de internado, que, sumados a las vacaciones de Navidad y Semana Santa, que también las cobraban como si estuviéramos dentro del colegio, sumaban más o menos el importe de un mes. La respuesta de los frailes siempre era la misma: se trataba de cantidades muy pequeñas para nosotros, pero, sumadas unas con otras, muy importantes para el colegio, que le permitían comprar material, hacer obras y ayudar a las misiones. Éramos niños y nos bastaban esta sarta de mentiras y verdades a medias para dar por buena la respuesta. Pero los frailes eran muy cucos y a continuación de la explicación, siempre añadían: “Claro que, si hay alguno que no quiere regalar al colegio la semana que queda de junio, no tiene más que quedarse aquí hasta el día treinta”. Sabían muy bien que nadie iba a aceptar semejante opción.
Cuando llegábamos a casa ya era verano. Otra vez el terruño, otra vez la libertad, otra vez la dicha de estar en el mundo.