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Esta campaña da miedo hasta a Cristo

La Cofradía de la Buena Muerte es una revientaplanes. Es cierto que con ese nombre no se puede ser muy jaranero, pero le ha faltado osadía para permitir uno de los actos más memorables de la campaña electoral que acaba de empezar. A pesar de que son 50 provincias, de que todo se puede dilucidar por un puñado de escaños y de que dos semanas no dan para tanto, Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal iban a coincidir el Jueves Santo en Málaga para asistir a la procesión conocida porque el Cristo es trasladado por un grupo de legionarios. Por Dios, por España y por sus santos cojones, que para eso son legionarios.

Hubiera sido una estampa magnífica. Cristo en la cruz, Casado, cofradía, turistas, Abascal, legionarios, alguna cruz gamada (como esa que se le escapó a uno de ellos hace unos años), estandartes, señoras mayores, Rivera, el obispo… Sólo hubieran faltado Arrimadas y la marquesa Cayetana peleando en una esquina para ver cuál de las dos es la más española.

La cofradía organizadora del acto ha llegado a la conclusión de que es mejor que el trío de líderes de la derecha no aparezca en la procesión, porque su presencia suponía mezclar política y religión de forma flagrante, como si esos dos conceptos no hayan estado íntimamente ligados desde el siglo IV, cuando el emperador Constantino decidió que el cristianismo debía estar unido al ejercicio del poder. En el mundo contemporáneo, la Iglesia ha optado por disimular. No mucho.

Desde el punto de vista de los intereses de la cofradía, la decisión es comprensible. Pensando en el espectáculo que se espera de esta campaña, es una pérdida que hay que lamentar. Nada se podía descartar. Que Abascal apareciera con su caballo o se abrazara a los legionarios. Que Casado, inmerso en la hipérbole desatada en la que vive desde hace meses, se subiera a horcajadas al Cristo como Slim Pickens en ‘Teléfono rojo, volamos hacia Moscú’. Que Rivera intentara poner al crucificado la camiseta de la selección de fútbol.

No cantarán tampoco juntos, con varios botones de la camisa desabrochados y la cabeza tirada hacia atrás, «Soy un novio de la muerte que va a unirse en lazo fuerte con tal leal compañera» –la canción que promovió el tuerto y manco Millán Astray como himno oficioso de la Legión–, porque tampoco es muy alentador en campaña entonar que uno está convencido de su muerte inminente y que acude a ella con la sonrisa en los labios. Aquí nadie se da por muerto. Hasta Casado dice que no piensa en dimitir, incluso aunque sufra la mayor derrota encajada nunca por la derecha en España desde que los cortesanos descubrieron que Carlos II el Hechizado no podía tener hijos.

Estos días se puede leer en los medios artículos con comentarios de dirigentes (anónimos) del PP que cuestionan la hiperactividad de Casado. Es el mismo riesgo que Pablo Iglesias y Albert Rivera desdeñaron en su momento en plan ‘eso no puede pasarme a mí’, hasta que terminaron pagando el precio de tanta sobreexposición.

El problema de Casado es que cuanto peor le va en las encuestas, más acelera y con más velocidad coge las curvas. Ha prometido en Marca que si es elegido presidente, la selección de fútbol jugará partidos en Euskadi y Catalunya, como si eso fuera una decisión que tome habitualmente el Gobierno. También dice que «se prohibirá por ley pitar el himno», como si el Gobierno pudiera controlar la mente de 50.000 personas reunidas en un estadio (otra cosa es cómo se castigue y ahí los tribunales ya han dejado claro hasta dónde se puede llegar).

La última es del viernes: enarbolar el riesgo de corralito si Pedro Sánchez sigue en Moncloa. El FMI prevé un crecimiento del 2,1% para España este año, pero ya se sabe que ese organismo está en manos de Torra y los separatistas (quizá sólo de los segundos; Torra ya sólo controla su horario de comidas).

La estrategia de Casado es una mezcla de insuflar miedo y estimular sexualmente al votante más duro de derechas, ese que se mantuvo fiel al PP durante décadas y que ahora ha decidido votar a quien más le atrae, no al que mejor cuida su bolsillo y sus prejuicios. Lo dijo Casado hace unos días en una entrevista en El Confidencial. Yo soy más de Vox que todos los de Vox. Donde llega Vox, yo Vox y medio. O, por limitarse al entrecomillado: «El partido ahora lo dirige una persona que no tiene ningún complejo para reivindicar las cuestiones que supuestamente el votante de Vox solicita».

Como a Slim Pickens, a Pablo Casado sólo le puede parar el suelo. El problema es que está bastante duro.

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