A la muerte del dictador, estaba en vigor el Concordato logrado por el régimen franquista con el Vaticano en 1953. Como es conocido, la Santa Sede se mostró remisa en un principio a suscribir aquel acuerdo porque aún pesaban sobre la memoria reciente los Pactos de Letrán firmados con Mussolini y el Concordato Imperial con Hitler. Sin embargo, Franco otorgó ventajas al Papado que este no pudo resistir: confirmó la confesionalidad del Estado y devolvió a la iglesia todas las prerrogativas arañadas por las sucesivas reformas liberales.
La UCD, el partido de aluvión que a caballo entre el viejo y el nuevo régimen gestionó la transición, fue consciente de que la nueva Constitución de 1978 no era compatible con aquellos acuerdos, y el Gobierno de Adolfo Suárez negoció con Roma un nuevo marco jurídico con la ayuda del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, un personaje abierto que fue presidente de la Conferencia Episcopal entre 1971 y 1981, el período clave de la mudanza desde la dictadura a la democracia. El entonces ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja Aguirre, perteneciente al sector cristiano de la UCD, dirigió las negociaciones, que fructificaron en cuatro acuerdos firmados en la Ciudad del Vaticano el 3 de enero de 1979, seis días después de que el Rey sancionara ante las Cortes la Constitución de 1978.
Aquellos acuerdos, aún vigentes, se inscriben con gran dificultad en el marco del artículo 16.3 de la Constitución, que, tras disponer que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», ordena a los poderes públicos mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones. En cualquier caso, el anacronismo es flagrante: por ejemplo, el tercer acuerdo se dedica a regular «la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y el servicio militar de clérigos y religiosos». Los otros tres versan, respectivamente, sobre asuntos jurídicos, educativos y culturales, y económicos. El último de ellos prevé una suficiencia financiera de la Iglesia que no se ha producido. El proyecto de ley de libertad religiosa, anunciado por el Gobierno para esta legislatura y postergado por la crisis, pretende poner al día una relación que nadie discute, pero que necesita evidentemente ser actualizada.
Esta obsoleta normativa institucional no ha sido obstáculo para que la Iglesia y el Estado hayan conseguido una relación pacífica tanto en las cuestiones formales como financieras. La pugna, que sí ha existido, ha sido ideológica, dada la pretensión impenitente de cualquier credo religioso de imponer sus criterios morales a la ley civil. Consecuentemente, las fricciones han versado sobre el divorcio, la interrupción del embarazo, las técnicas de reproducción asistida, la investigación con células madre, etcétera. En cualquier caso, la tensión, gestionada por interlocutores experimentados -políticos de la talla de Alfonso Guerra y María Teresa Fernández de la Vega se han encargado, entre otros, de las relaciones-, se ha mantenido en el ámbito del respeto y la cortesía, incluso en los momentos en que los desencuentros han sido más descarnados.