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España se queda sin curas

El otrora vivero espiritual de Occidente, que surtió de vocaciones a medio mundo y evangelizó América y gran parte de Africa, está exangüe. “Una viña devastada”, como dice el propio Papa. No hay relevo para los curas. Los jóvenes no quieren ser funcionarios de lo sagrado. Y la institución, profundamente clericalizada, se resiste a buscar otras alternativas, como la del sacerdocio de la mujer o la de los curas casados.

A Benedicto XVI le gusta el símil de la viña. Se presentó al mundo como “el humilde jornalero de la viña del Señor” en su solemne proclamación como sucesor de Juan Pablo II. Y recientemente volvía a recurrir a él en tono casi dramático. “La vida cristiana occidental es más vinagre que vino. Una viña devastada por los jabalíes”. Y añadía: “El rebaño de Dios se encuentra a merced de los lobos del desierto”.

¿Estaba pensando el Papa en España? La Iglesia española se queda sin pastores. Ya sólo vive de las rentas del pasado. Los datos hablan por sí solos. España cuenta todavía con 18.000 sacerdotes diocesanos. Pero los que fallecen duplican a los que se ordenan. No se garantiza ni siquiera el reemplazo generacional. La edad media del clero diocesano es de 67 años y el 40% tiene más de 75 años. Dentro de diez años, el número de curas quedará reducido a la mitad.

Si los curas son pocos y viejos, los religiosos y las religiosas tampoco presentan mejor cara. Las congregaciones religiosas han perdido más de 50.000 miembros desde el final del Vaticano II (1965). Los jesuitas han perdido en todo el mundo más de 15.000 sacerdotes desde los años 50, un 40% de sus efectivos. Y los franciscanos, un 24% desde mediados de los 70. Y lo mismo ha pasado entre las congregaciones femeninas. Por ejemplo, las Hijas de la Caridad han disminuido un 38% desde el año 1974. La media de edad de los religiosos españoles es de 68 años. Conventos cerrados y monasterios vacíos. Y los pocos que quedan abiertos se mantienen gracias a las monjas importadas de Asia, África o Latinoamérica.

Pocos, ancianos y, además, cansados y desanimados. Antonio Martín fue consiliario de la HOAC de Madrid durante décadas. A sus 80 años recién cumplidos ha vuelto a Palencia, su diócesis de procedencia, y se ha encontrado “con un clero muy desalentado”. Y el propio plan pastoral de la Iglesia asturiana constata “el cansancio, el desánimo y la desorientación que afecta a muchos sacerdotes”.

En la época del móvil, de los sms y de las líneas ADSL, el único que parece encontrar problemas para llamar es Dios. Los jóvenes no le descuelgan el auricular. Llamadas perdidas. Las vocaciones al sacerdocio han descendido un 25% en los últimos 15 años. Los seminarios españoles tienen 1.481 aspirantes a curas, mientras en 1990 había 1.997. El 25% de los seminaristas abandona y, además, ocho de cada cien son extranjeros. Más de la mitad de los seminarios españoles corren el riesgo de cerrar. En Vitoria no tienen ni un solo seminarista. Y en todo el país hay más de 15 seminarios con menos de 5 seminaristas.

Quizás porque, como certifican los estudios de la Fundación Santa María, “el sacerdocio es para los jóvenes el oficio de menor utilidad social después de la carrera militar”. “Vivir como un cura” ya no es sinónimo de buena vida. 600 euros al mes de media no dan para mucho. Además, el celibato y el compromiso para siempre asustan a las jóvenes generaciones. Y a los padres les llena de orgullo que les salgan hijos ingenieros, pero siempre que no sea para construir el Reino de Dios. “Para ser sacerdote hoy día hay que tener agallas”, asegura el obispo emérito de Vic, monseñor Guix.

Campanerismo.

Escasean tanto los curas y los candidatos a sustituirlos que entre el 10 y el 15% de las parroquias ya no tienen párroco. Para paliar esta escasez, la Iglesia, poco dada a la autocrítica, se resiste a revisar el actual modelo de cura y cae en lo que los antropólogos llaman “campanerismo”, el síndrome que impide ver más allá del campanario de la parroquia o de la torre de la catedral.
Y lo máximo que se les ocurre a los obispos es buscar parches.

Por ejemplo, las diócesis, por vez primera en la historia reciente de la Iglesia, están concentrando a los curas y unificando las parroquias en “unidades de acción pastoral”. Se concentra a los curas en las cabeceras de las comarcas. Les llaman comunas de párrocos. Uxío García dirige el equipo de Vilalba, el pueblo de Rouco, y junto a otros dos curas jóvenes, atienden 21 parroquias. Siempre pendientes del móvil, que se ha convertido en el nuevo breviario.

Para tapar huecos, los curas no se jubilan, a no ser que los retire la enfermedad. José Manuel Díaz sigue oficiando misas y atendiendo a sus feligreses de Caldones (Asturias) con 92 años. “No hay quien me quite la sotana”, dice resignado.

Preguntas retóricas.

“¿Tiene algún sentido seguir invitando a los jóvenes a ser sacerdotes? ¿No es un voluntarismo ciego pretender lo que parece moralmente imposible? ¿No es necesario condensar nuestras energías en arbitrar otras fórmulas de servicio a la comunidad eclesial?”, se pregunta el obispo de San Sebastián, monseñor Uriarte. Por ahora, retóricamente. Porque la Iglesia no quiere oír hablar de alternativas que cuestionen el actual modelo clerical.

Como el sacerdocio femenino, por ejemplo. María José Arana, teóloga y religiosa del Sagrado Corazón, lleva unos 40 años reivindicándolo. “Las mujeres no podemos estar en el último peldaño y de rodillas. Hay que entrar en el sacerdocio, para hacerlo más cercano e integrador”, dice.

El ex vicario general de San Sebastián, José Antonio Pagola, lo tiene claro: “La igualdad de género en la Iglesia es una asignatura pendiente. Si la Iglesia no quiere desaparecer, tendrá que optar por el sacerdocio femenino”. Pero en Roma, el tema sigue siendo tabú.

Y lo mismo ocurre con los curas casados. Casi tantos como los que están en activo. Más de 15.000 sólo en España. Muchos con nostalgia del altar volverían a ejercer sin dudarlo. El celibato se lo impide. Algunos siguen oficiando, pero de tapadillo. Julio Pinillos lleva más de 40 años de lucha por el celibato opcional y por un sacerdocio entendido “como un ministerio más de la comunidad”. Está casado y tiene dos hijas. Sostiene que el “binomio curas-laicos está destinado a desaparecer, porque es un modelo agotado”. Julio celebra misa en la parroquia de San Cosme y San Damián de Vallecas y nadie se escandaliza por eso.

Como dice Domingo Alonso, sindicalista y miembro del Consejo Pastoral de su parroquia, “Julio es un cura más de la comunidad, que tiene una fe y una espiritualidad muy firmes”. A su juicio, la Iglesia jerárquica se resiste a aceptar a los curas casados y a las mujeres sacerdotes, “porque es una estructura de poder y, como tal, funciona en contra del Evangelio”. Y añade: “¿Cómo es posible que la jerarquía acepte a los curas que mantienen relaciones sexuales a escondidas, pero no admita a los que fundan una familia?”.

Y él mismo, laico comprometido con su parroquia desde 1973, responde: “La doble moral de la Iglesia. ¿Por qué el obispo de Tenerife acaba de ordenar como cura católico a un pastor anglicano casado y a Julio no se le admite?”. Y el de Tenerife no es el único caso de cura católico casado.

Oleksander Dorykevych es un cura ucraniano casado y con dos hijos, que vive y oficia en España. Y el Vaticano se lo permite.
En el fondo, la Iglesia tiene miedo a aceptar otras formas de ministerio sacerdotal, que se añadan a la actual. Por ejemplo, el sacerdocio no célibe, el acceso de la mujer al altar, la promoción de los laicos que ejerzan casi todas las funciones que hoy desempeñan los presbíteros o un diaconado permanente mucho más extendido. Un modelo de Iglesia diferente.

Pero, como señala el teólogo Jesús Martínez Gordo, con la resistencia al cambio de modelo la Iglesia “corre el riesgo de ser un residuo desechable, difícilmente reciclable y condenado a una irrelevancia tan dulce como segura y mortal”. A su juicio, el futuro está en “comunidades evangelizadoras” que “actúen como fermento en la sociedad”. Levadura en la masa, que dice el Evangelio.

Religiosa párroco

Algunas monjas ejercen de párrocos, pero sin decir misa ni confesar. Ignacia Andrés de las Dominicas de la Anunciata forma, con dos compañeras monjas, una comunidad de monjas-párrocos de la zona de Pesoz (Asturias). Su labor es celebrar cuando no están los curas y “acompañar hasta el final a los pocos que quedan”. “La gente nos adora y nos dice que nuestra misa es mejor, porque es más corta, más familiar y más dialogada”. Sor Ignacia pide “mayor protagonismo para la mujer en la Iglesia, tal y como lo está consiguiendo en la sociedad civil”.

Diáconos casados

La Iglesia echa mano también de diáconos casados. Fernando Martínez Sabroso está casado y tiene 3 hijos y 4 nietos. Se ordenó diácono permanente en 1986 (“de los primeros”) y, hoy, a sus 62 años, se ocupa de su familia, es párroco de Arganda del Rey, vicepresidente de Cáritas española y delegado episcopal de pastoral social de Alcalá. Dice que los diáconos no son “sacristanes ni curas de segunda”, sino ministros de la Iglesia “muy bien aceptados por los fieles, porque nos ganamos la vida y, además, tenemos más experiencia que los curas en el ámbito matrimonial”. La solución a la crisis vocacional la ve en “el testimonio de los laicos”.

La capellana del Pirineo

En muchas diócesis, equipos de laicos sustituyen misas por liturgias seglares. A Victoria Farré la llaman la “capellana” del Pirineo y ejerce como tal en Benifons (Huesca). Todos los domingos, se pone una camisa blanca de manga larga y un gran crucifijo por encima, se va a la iglesia y oficia la liturgia de la Palabra. Con su homilía y todo. Al final, da la comunión a los fieles. Casada y con tres hijos, a sus 60 años, Victoria suspira por un relevo. “Que vengan curas, aunque sean de fuera o aunque sean casados, porque la misa sin cura no es lo mismo”, dice.

Curas importados

En vacaciones de veranos la costa levantina se puebla de turistas y de curas temporeros. Sacerdotes de África o de Latinoamérica, que, año tras año, vienen a echar una mano y ganarse un dinerillo. Pero también hay curas importados residentes en España. Más de 2.500 en todo el país. Desde hace trece años, el ruandés de la etnia hutu Isaías Niyonsaba ha venido ejerciendo de cura en Navarra. Primero en el valle de El Roncal y, ahora, en Tafalla. Aquí se siente muy querido y no le gusta que le llamen “cura importado”, porque la Iglesia es “universal”.
En cambio Slawomir Harazimowicz, cura polaco que lleva ya seis años en la diócesis de Segovia, se ríe cuando le llaman importado, “como los grandes futbolistas”. Sus parroquianos de Sepúlveda le quieren y le miman. En cambio, a algunos curas, al principio, “les costaba aceptar mi presencia, porque ponía en entredicho la vitalidad de su trabajo pastoral y vocacional”. En cualquier caso, el cura polaco reconoce que la presencia de curas importados “es sólo un parche, porque los curas tienen que ser nativos”.

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