El entonces presidente del Gobierno de la II República sabía que las creencias de una sociedad no se modifican a base de decretos y que el oscurantismo sembrado durante siglos estaba fuertemente enraizado en la cultura popular y en la mente de la mayoría de los españoles. El cambio sólo sería posible después de largo tiempo, tras un incremento considerable del desarrollo y, sobre todo, del nivel cultural de los ciudadanos.
El sentido de la frase, por supuesto, era otro. Evidenciaba tan sólo que la Constitución de la Segunda República española debía acabar con siglos de un maridaje espurio entre la Iglesia y el Estado. Se pretendía romper la identificación artera entre el corpus civium y el corpus fidelium, que la jerarquía eclesial había procurado siempre mantener. Era el Estado español el que había dejado de ser católico para convertirse en laico, aconfesional, ya que la religión, cualquier religión, también la católica, constituía exclusivamente un asunto de conciencia de cada ciudadano.
Aquella noche histórica del 13 de octubre de 1931, con la pretensión de que el Estado español dejase de ser católico, tan sólo se adoptaban —eso sí, por primera vez en nuestro país— los presupuestos del Estado liberal, que resultan totalmente incompatibles con el Estado confesional. Sociedad política y confesión religiosa pertenecen a mundos distintos. La primera pertenece al ámbito de lo público, de lo coactivo. Nadie puede desentenderse de las leyes civiles y a todos obligan por igual; por lo que éstas deberán tender al mínimo, únicamente aquéllas imprescindibles para la convivencia. Las confesiones religiosas, por el contrario, pertenecen al ámbito de lo privado (lo que no quiere decir individual), al ámbito de la voluntariedad, no se obliga a nadie a pertenecer a una determinada iglesia, ni a seguir su doctrina y mandamientos, a no ser que la Iglesia utilice al poder secular para imponer de forma obligatoria sus creencias. Las iglesias pretenden estar en posesión de la verdad; mientras que el Estado liberal no sabe de verdades, sino de opiniones, de la opinión de la mayoría.
Quiéranlo o no los señores obispos, ahora el Estado español tampoco es católico, confesional, por lo que no pueden aspirar a que su verdad, su moral y sus normas se trasformen en leyes de obligado cumplimiento para católicos y no católicos. Impónganlas en buena hora a sus fieles, si es que se dejan, porque quizás su drama radica precisamente en eso, en que, aun cuando hay muchos que se definen como católicos, son pocos los dispuestos a seguir las reglas de la Iglesia si ésta no recurre al poder secular para imponerlas. Parece que el 77% de los españoles se declara católico, pero no llegan al 15% por ejemplo los que acuden a misa los domingos, práctica considerada siempre como mínima dentro de los preceptos católicos. Sería sumamente ilustrativo conocer el porcentaje que sigue la doctrina de la Iglesia en materia sexual y familiar.
El Estado español es aconfesional y, por tanto, no parece que exista obligación alguna —ni siquiera que sea conveniente— de que el presidente del Gobierno, en su condición de tal, asista a actos religiosos, por mucho que los presida el supremo líder de una determinada confesión. Discrepo en muchas cosas de Zapatero, pero no veo ningún motivo censurable en su ausencia de la eucaristía celebrada por Benedicto XVI el domingo pasado en Valencia. Como expresión de cortesía y si se quiere de buenas relaciones diplomáticas con un jefe de Estado extranjero (dualidad equívoca, y ambigüedad peligrosa), es suficiente con que el presidente del Gobierno haya recibido al Papa en el aeropuerto, y que lo haya visitado en el palacio episcopal.
Este comportamiento es tanto más lógico en cuanto que toda la visita papal se ha proyectado por los organizadores como acto militante en contra de la política gubernamental. Bien es verdad que el Papa al final no se ha prestado a ello, pero no cabe demasiada duda de que los actos se habían programado con carácter poco universal, más bien con un maridaje casi total con un determinado partido y los grupos más conservadores del catolicismo español. La pitada y los abucheos que recibió el presidente del Gobierno a la entrada del palacio episcopal indican a las claras lo que le esperaba de haber asistido a la celebración eucarística. La Iglesia española es muy libre de situarse donde le apetezca, pero entonces que no pretenda contar con todos. Masoquismos, los mínimos.
El Estado español no es confesional, no es católico, por ello está poco justificado que con dinero público se financien acontecimientos religiosos. Existe la sospecha de que la Generalitat Valenciana ha sido demasiado pródiga a la hora de destinar recursos a la preparación de la visita de Benedicto XVI. Por supuesto que para justificarlo se acudirá al turismo y a la proyección internacional de Valencia, pero permanece la duda de si lo que subyace en realidad no es la intención de financiar la propagación y exaltación de una determinada ideología.