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El autor analiza la problemática que existe con el español en Cataluña y explica que la Generalitat fundamenta toda su idea de identidad en el idioma, una herramienta ya capital en la era de Pujol al frente de la Autonomía
Un 20 de abril de 1792, en pleno apogeo revolucionario, Condorcet presentaba ante la Asamblea Nacional francesa su precursor Informe y proyecto de decreto sobre la instrucción pública. Desde entonces, nadie que se preocupe seriamente por esa cuestión puede obviar la esencial función política que la escuela debe cumplir: la formación de ciudadanos. Condorcet, el último de los grandes filósofos ilustrados, destacaba ya en el primer párrafo de su intervención que la escuela debía «ofrecer a todos los individuos de la especie humana los medios de (…) conocer y ejercer sus derechos, de comprender y de cumplir sus deberes». No tuvo suerte su proyecto, pero meses después el Decreto Bouquier estableció por primera vez en Europa un sistema de educación pública, laica, gratuita y universal, y fijó como primeros libros de enseñanza la Declaración de los Derechos y la Constitución.
Dos siglos más tarde, la influencia de la tradición educativa republicana se hacía patente en la Constitución española, cuyo artículo 27.2 declara que el objeto de la educación será «el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales», eso que luego Tomás y Valiente llamaría el «ideario educativo de la Constitución», ya se ve que de carácter explícitamente político. Porque no nacemos ciudadanos, necesitamos de una institución que nos civilice y así nos haga miembros de una comunidad política igualitaria, plenamente conscientes de pertenecer a ella, de cuáles son los valores que la inspiran y cuáles los derechos y obligaciones que la ciudadanía conlleva. Esta es la función política de nuestras escuelas.
Viene esto al caso del debate sobre el uso vehicular del español en el sistema escolar de las comunidades autónomas bilingües, avivado por la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que obliga al Govern a garantizar ese uso y lo fija en un mínimo del 25% de las horas lectivas, incluyendo al menos la docencia de una asignatura no lingüística de carácter troncal o análogo. La reacción del Gobierno catalán fue inmediata: primero anunció su intención de no cumplir la sentencia y luego aprobó un decreto-ley y promovió una ley autonómica con el fin de legitimar jurídicamente ese incumplimiento. Ahora, el tribunal se dispone a presentar una cuestión de inconstitucionalidad relativa a ambas normas, asumiendo que en efecto impiden la ejecución de su sentencia, pero dudando de que sean conformes con la Constitución, algo que tendrá decidir el TC. Este lleva décadas afirmando que el español debe ser vehicular, como consecuencia de su carácter de lengua oficial del Estado. Veremos de qué manera afecta esta doctrina a la validez de las normas impugnadas.
Más allá del escueto razonamiento del Constitucional, en este debate los argumentos a favor y en contra suelen ubicarse en el terreno de lo pedagógico: se discute sobre si ese uso vehicular contribuirá más o menos a que todos los alumnos adquieran un conocimiento adecuado de las dos lenguas oficiales o sobre si la inmersión en una lengua no materna es más o menos beneficiosa o perjudicial para los niños. Pero siendo muy importantes, los argumentos pedagógicos no son los únicos a tener en cuenta. También están los políticos, con frecuencia ignorados o incluso rechazados, pero que son tanto o más pertinentes, sobre todo para quien se considere heredero de los ideales de la Ilustración y de la Revolución francesa. Debemos preguntarnos si el uso normalizado y cotidiano del español en la enseñanza contribuye o no a la formación de ciudadanos.
Mi impresión es que sí, por una razón muy simple: la ciudadanía es lo común, puesto que a todos nos iguala, y, en cuestión de lengua, el español es lo común. En un Estado social y democrático de derecho, la ciudadanía expresa una igual condición política, jurídica y social: una igual titularidad de la soberanía y de los derechos fundamentales y una igual sujeción a las leyes. Por eso, fomentar la virtud ciudadana tiene que pasar por hacer ver y por valorar lo que nos une, o lo común, frente a lo que nos diferencia, o lo particular.
En este sentido, tener una lengua común es un elemento privilegiado para pensarnos como conciudadanos que comparten un mismo proyecto colectivo. Los republicanos franceses bien lo sabían y sus esfuerzos hicieron para conseguirla, puesto que carecían de ella. En nuestro caso, y como la lengua común ya la tenemos, de lo que se trata es de que todos los niños del país sean conscientes de su valor a través de su uso escolar cotidiano, compartido en su caso con el uso de la lengua propia en igualdad de condiciones, y así se fortalezca lo común en ellos, y así lleguen a ser ciudadanos.
Esta relevancia política de la escuela, y de la lengua, no la ignora desde luego el nacionalismo catalán, ni ninguno. Aunque también serviría para acreditarlo, no hace falta remontarse hasta el Programa 2000 de Jordi Pujol. Baste recordar el último discurso de Navidad del actual presidente de la Generalitat, donde dejó dicho que la escuela pública es «el núcleo de la nación catalana». A mí me parece que es esta vocación política de la escuela, más que cualquier razón pedagógica, la que justifica la inmersión a los ojos de todos aquellos que quieren que Cataluña sea una nación política no sólo pensada, sino efectiva. Con idéntica intención, las recientes instrucciones dictadas por la Generalitat para la organización del próximo curso académico dejan claro que sólo el catalán será vehicular y que sólo el catalán será usado en las actividades escolares de todo tipo (a salvo de las dedicadas al aprendizaje de las otras lenguas). Si queremos saber el porqué de esta insistencia en el monolingüismo escolar, hemos de fijarnos en los «objetivos prioritarios del sistema educativo» tal como se recogen en esas instrucciones. Entre ellos se cuenta el de apoderar al alumnado como «ciudadanía crítica en una sociedad democrática», cosa que está muy bien; pero reparemos en que esa sociedad es, y se dice expresamente, la catalana, y el país que se quiere hacer próspero y cohesionado es Cataluña, y advirtamos que la «comunidad nacional» de la cual la educación es «realidad fundamental» es esa misma, y que, en fin, detrás de todo ello se encuentra la «voluntad de conformar una ciudadanía catalana identificada con una cultura común, en la cual la lengua catalana devenga un factor básico de integración social».
El sentido político que estos pasajes atribuyen al uso de la lengua catalana es evidente, pero también lo es que la comunidad a la que se aspira excluye voluntariamente a la gran mayoría de los niños españoles, que no la hablan. En lógica consecuencia, el español ha de ser arrinconado en la escuela, pero no porque esta lengua no sea común a todos los catalanes, que lo es y lo seguirá siendo, sino porque a través de ella la comunidad que se promovería no es la catalana, sino otra mucho más amplia, que la incluye y recibe otro nombre.
Es más: cuando la sociedad es bilingüe, una escuela monolingüe, además de anómala, supone un trato desconsiderado para los niños que tienen como primera lengua aquella que la escuela no usa. Verán que la suya no cuenta como la otra en el ámbito público, como si fuera menos importante o valiera menos, o como si sólo hubiera de servir para el ámbito privado, puesto que no es la que hablan sus profesores ni la que aparece en sus libros escolares. Dudo mucho que haya buenos argumentos pedagógicos para sostener esta discriminación. En cambio, sí hay un argumento político para rebatirla: a todas las personas, también a los niños, hay que tratarlas con igual consideración y respeto. En eso consiste la justicia, la virtud política por excelencia, y también la escuela está sometida a sus requerimientos.
A la hora, pues, de asignar un rol mayor o menor al español en las escuelas de las Comunidades Autónomas bilingües, lo relevante no es sólo lo pedagógico sino también lo político, que se resume en estas preguntas: ¿qué ciudadanía queremos que la escuela contribuya a construir? ¿Hasta dónde queremos que abarque, y a quiénes queremos que incluya y excluya, nuestra concepción de lo común? En la España actual, estas preguntas no parecen ociosas, sino muy oportunas.
Ricardo García Manrique es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Barcelona.