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Enjauladas. Notas sobre los errores en la discusión de un burka que es mucho más que indumentaria

Burka por aquí, burka por allá: pronto nos hemos hastiado del asunto. Los confiados ciudadanos metropolitanos eran al comienzo de la opinión de que se trataba de una clásica serpiente de verano: puesto que en Alemania se ven tan pocas portadoras de niqabs y de burkas, hagan el favor de dejar el asunto en manos de las parroquias locales.

Nada podría estar más alejado de la verdad y de la razón.

Pues quien crea que de lo que aquí realmente se trata es sólo de lo adecuado de la extensión de una indumentaria al espacio público, o –en pésima disyuntiva— de la libertad de “vestir como se quiera”, no ha entendido –acaso porque no quiere entender— que el burka es sólo la punta más extrema y ahora claramente divisable de un gigantesco iceberg.

No es “el Islam” en su conjunto, ni en absoluto se trata de todos los musulmanes, pero lo cierto es que determinadas corrientes islámicas, hábilmente plantadas en el escenario como la punta de lanza de los Justos, quieren averiguar realmente si están en condiciones de imponer a escala planetaria sus normas: primero, a sus partidarios; luego, a todo el mundo.

Imperialismo moral y tolerancia

Ese imperialismo moral quiere medirse con todas las concepciones de valores –o retóricamente afirmadas o prácticamente vividas— que hayan salido de Occidente. Y en aras a su idea de lo Justo, está dispuesto a entrar en un conflicto, cuya relevancia y cuya intensidad no le van a la zaga a la querella de las investiduras en la Edad Media o a la disputa cultural de los tiempos de Bismarck. La ofensiva global islamista obliga a una disputa cultural, quiéranlo o no los no musulmanes.

Y esa ofensiva cuenta con insospechados auxilios. Si la disputa sobre el burka se ve como una prueba de fuego para calibrar la disposición de la izquierda y de los liberales de este país a resistir contra tendencias barbarizantes, a uno le entran los sudores fríos. Porque son ahora las izquierdas y los liberales quienes  se atienen del modo más terco, y contra toda evidencia, a la idea de que con unas cuantas consideraciones sobre las sensibilidades individuales de las portadoras de burkas y niqabs está todo dicho sobre el asunto. A lo sumo, se deja asomar una cierta relevancia social del problema aludiendo a la capacidad de la sociedad para tolerarlos.

No sería en absoluto factible prohibir el burka y el niqab; las intervenciones eventuales mediante multas monetarias no valdrían la pena; las mujeres forzadas a llevar burka o niqab ya no podrían salir de sus domicilios; a fin de cuentas, habría libertad de culto, un valor constitucional.

Pero un argumento se impone en todos estos comentaristas y tertulianos por encima de cualquier otro: el de la voluntariedad. Si las portadoras de burkas y niqabs declaran que nadie las obliga a llevarlos (véase, por señalado ejemplo:“Für Bank-Überfälle ist der Niqab ziemlich unpraktisch” [El niqab es bastante poco práctico para atracar un banco”]), los ardidos amigos de la libertad dan la discusión por terminada. Y para rematar, amalgaman el clima de excitación provocado en Francia por el “burkini” con el debate sobre burka y niqab: fin del análisis.

Prisioneras

En la grosera autocertidumbre de estos defensores liberales y de izquierda de la libertad no hay mucho que rascar. Que en este país haya una larga y exitosa tradición de resistencia a estilos de vestir inhumanos, es cosa que está lejos de interesarles. La prohibición de exhibiciones públicas de cruces gamadas y SS rúnicas no puede, según ellos, aplicarse en ningún caso a la variante islamista del extremismo inhumano.

En lo que hace a la factibilidad de las prohibiciones, el escritor Felix Bartels ha observado lo siguiente:

“La deficiente eficacia o aplicabilidad de las prohibiciones es un argumento carente de todo sentido. Por dos razones (…) El que la violación, pongamos por caso, estuviera prohibida, no ha cambiado nada en la circunstancia de que haya habido violación, porque en las situaciones en las que se dio hubo otras cosas de transfondo que la idea de una posible condena.

“Sin embargo, a nadie en su sano juicio se le ocurriría la idea de volver a despenalizar la violación. Pues las leyes tienen, en segundo lugar, no sólo una función práctica ligada a la persecución del delito; una sociedad expresa también, a través de esas leyes, dónde está y adónde quiere ir.”

Las concretísimas rejillas textiles de las portadoras de burka o el angosto visor frente a los ojos de las portadoras del niqab no mueven a estos espíritus libres liberales a pensar que las mujeres afectadas no necesitan ser confinadas a una exclusiva existencia domiciliaria, porque llevan siempre consigo la cárcel incorporada. No otro es, precisamente, el objetivo de esa indumentaria.

Dígase de pasada: la pedante suficiencia del juicio sobre las impericias administrativas en Francia no podría ser, de nuevo, más alemana. Si aquí hubiéramos tenido en el año pasado atentados islamistas causantes de cerca de 200 muertes, habríamos asistido a una cacería en masa de presuntos musulmanes por el centro de todas las ciudades alemanas, y no sólo de quienes simpatizan con el terror o lo apoyan.

El Argumento Real: la libre voluntad

Pero el más necio de los argumentos es, naturalmente, el Argumento Real. Los liberales descubren sin que les tiemble el pulso voluntariedad precisamente allí donde falta su más elemental presupuesto social, y es a saber: la posibilidad, para un sujeto autónomo, de elegir sin castigo entre alternativas. Tiene razón Felix Bartels cuando escribe:

“Con el burka o con el niqab, en cambio, la mujer no sólo se convierte en propiedad del varón, sino que se le arrebata aquello que ante todo puede llamarse humano: su particularidad, su individualidad, y la posibilidad de mostrarse a sí propia, es decir, de socialización sin mediaciones.”

El burka y el niqab niegan directamente y tajantemente cualquier concepto razonable de autonomía y libertad. Tomar en serio el (presumido) asentimiento de las afectadas a este tipo de mutilación, trueca el discurso de la libre voluntad en su contrario. Lo que convierte a los liberales y a las izquierdas postlaicas en cómplices de un terror que genera a la fuerza ese tipo de libre voluntad.

Sólo quienes niegan la existencia de tal terror pueden tomar las declaraciones favorables de sus víctimas por moneda de ley. Por esta vía, al terror realmente existente vienen a añadir el escarnio siniestro de la libertad simulada. A este teatro de títeres de cachiporra le ponen la corona aquellas “feministas” tan prestas –con razón— a descubrir en un carrera de hambre entre jóvenes anoréxicas los efectos dañinos de las imágenes comercialmente prefabricadas del cuerpo femenino, como luego incapaces de adivinar el menor atisbo delocura religiosa o presión social de grupo en la “inspiración” por amigas de una musulmana dispuesta a enfundarse un niqab.

Como los antivacunas: incapaces de reconocer un peligro

El fundamento de la oposición política a las prescripciones indumentarias del yihadismo es el reconocimiento de que se trata de una enfermedad psicosocial religiosamente inducida, que convierte particularmente a las mujeres en víctimas y victimarias a la par. Pero nuestros desconcertantes librepensadores se comportan como los enemigos de las vacunas inmunizadoras frente a las enfermedades infecciosas: incapaces de reconocer el peligro, se convierten en portavoces del libre arbitrio individual frente a un problema que sólo puede encararse socialmente.

No sólo las enfermedades infecciosas y la necedad médica son contagiosas. También lo son las enfermedades sociales, ya sea en zonas nacionales, ya sea en zonas islamistamente “liberadas”.

Lo que aquí se ve, si bien se mira, es la miseria ideológica de esos “ilustrados” enemigos de la prohibición del burka que han abandonado cualquier compromiso serio con la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad emboscándose, en cambio, en sofistiquerías cada vez más artificialmente excogitadas para presentar como oro lo que no son sino desechos de tienta. Han llegado tan lejos, que presentan ahora la auto-opresión como prueba fehaciente de auto-determinación.

Una reedición del viejo chiste sobre la salida de la cárcel de un matemático: astuto, el buen hombre decidió definir todo lo que estaba fuera de su celda como “interior”, llamando “exterior” a la superficie de su celda. Orwell asoma, pero las risas se apagan.

El Estado constitucional laico y democrático, no es, desde luego, el punto final de la evolución social, según suele entenderse a sí mismo de muy buena gana. Y no lo es, sobre todo, cuando su propia Constitución es el capitalismo. Pero es un progreso civilizatorio frente a la barbarie teocrática, sobre todo cuando ésta abraza al capitalismo y lo engalana con el teatro histérico de cielo, infierno, ángeles y profetas.

Prohibiciones inteligentes e inteligentemente aplicadas

Quien quiera defender al Estado constitucional laico y democrático frente al imperialismo moral de la teocracia –de toda teocracia—, no podrá eludir las prohibiciones inteligentes e inteligentemente aplicadas. Se puede, sería incluso deseable, que esa defensa procediera sin policía, sin represión y sin tribunales de justicia, pero antes tendrían que volver los tiempos en los que los deseos eran de alguna ayuda.

Una posición de izquierda sobre este asunto tiene que despreciar al burka, no a sus portadoras. Lo que incluye llamar por su nombre y con toda claridad a la irresoluble contradicción entre declaraciones de libre voluntariedad de estas y su automutilación religiosamente motivada.

Las izquierdas, los liberales y en primer lugar las feministas deberían luchar para que en el centro de la querella del burka y el niqab se situaran los derechos humanos de las afectadas. Podrían seguir el ejemplo de las activistas de Terre des Femmes, que hacen exactamente eso, y no precisamente desde hace sólo cuatro días.

Ni que decir tiene, eso tendría por consecuencia el que las ideas inhumanas de la extrema derecha, según las cuales los inmigrantes de otros “círculos culturales” serían incapaces de evolucionar y desarrollarse, seríanterminantemente rechazadas.

Además, una posición de izquierda, ilustrada, sobre el asunto tendría que insistir en que una prohibición de los símbolos y de los medios auxiliares de la opresión bárbara carece de sentido, si no da a las víctimas de esa opresión una oferta alternativa. El ofrecimiento de apoyo a los disidentes de la escena política de ultraderecha es cosa universalmente aceptada en la sociedad, aun si las dificultades del trabajo con estas gentes a menudo dejan corta cualquier descripción que pueda hacerse de las mismas.

Por qué debería negarse apoyo a los y las disidentes de la escena yihadista, es cosa que resulta harto misteriosa. De hecho, ya se ofrece ese apoyo a muchas mujeres musulmanas que huyen de la opresión bárbara de sus familias: se las acoge en hogares de mujeres víctimas de maltrato. Que ese hecho apenas goce de conocimiento y celebración públicos, no resulta menos misterioso.

Las izquierdas laicas e ilustradas tendrían que hacer algo aquí. Y deberían, naturalmente, apoyar también a los musulmanes y exmusulmanes que, sabiendo muy bien qué significa el imperialismo moral en su variante islámica, están dispuestos a aportar documentación públicamente útil, no pocas veces con peligro de la propia vida. Gentes, por ejemplo, como Nasser Dashti, Rana Ahmad y la propia Mina Ahadi.

Como puede apreciarse, se trataría de un complicado trabajo en varios frentes. Pero, frente al islamismo, el apaciguamiento de los relativistas culturales no es una alternativa.

(Sarre, 1967) estudió filosofía y literatura en la Eberhard Karls Universität de Tübingen. Culminó sus estudios universitarios con un trabajo sobre las Minima Moralia de Theodor W. Adorno. Desde 1994, se dedica a escribir como profesional libre. Además de novelas de ciencia ficción y poesía, escribe columnas y ensayos políticos y crítico-culturales en revistas digitales alemanas como Telepolis y Futurezone, así como en el semanario Jungle World.
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