El cardenal Daniel Sturla ha vuelto a reivindicar que los colegios católicos reciban apoyo financiero del Estado.
Para ello recurrió a un sofisma: “Muchas ONG reciben dinero del Estado en el ámbito de la educación informal. ¿Por qué no puede también beneficiarse la educación formal?”, haciendo alusión a los Centros CAIF; a un objetivo compartible: beneficiar “…en especial los chicos de contextos socioeconómicos desfavorecidos” y a una propuesta concreta: “en el mundo existe una infinidad de formas…como los centros privados concertados en España o el sistema de “vouchers”, como en Chile.”
El Plan CAIF, creado en 1988, constituye una política pública intersectorial entre el Estado, organizaciones de la sociedad civil y las Intendencias, cuyo objetivo es garantizar la protección y promover los derechos de los niños de hasta 3 años, priorizando el acceso de aquellos que provienen de familias en situación de pobreza y/o vulnerabilidad social. Nada tienen que ver con la formación educativa formal que en Uruguay es obligatoria a partir de los 4 años.
Por otra parte, no se entiende de qué manera beneficiaría a “…los chicos de contextos socioeconómicos desfavorecidos”, que el Estado financie colegios católicos del Centro, de Pocitos o de Carrasco. La única forma de hacerlo es focalizar el financiamiento estatal, sin que sea necesario hacerlo en colegios católicos.
Por último, tanto los centros privados concertados de España, surgidos como complemento a una red pública que no era capaz de atender la ampliación de los años de escolarización obligatoria, como el sistema chileno de vouchers, que no ha contribuido a la equidad y a la calidad educativa, están siendo cuestionados y revisados.
En cualquier caso, el planteo del cardenal Sturla apunta a dinamitar un aspecto clave de la enseñanza, planteado por José Pedro Varela en “La Educación del Pueblo” (1874) y recogido en la legislación de “Educación Común” de 1876: que la educación no tiene por fin afiliar al niño a una religión sino prepararlo para la vida social y ciudadana.
Con esa premisa, la ley 3.441 promulgada el 6 de abril de 1909, dispuso que“…queda suprimida toda enseñanza y práctica religiosa en las escuelas del Estado”, consagrando así la enseñanza laica en Uruguay, lo que fue definitivamente confirmado en la Constitución de 1918 y ratificado por las posteriores: “Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay…” y que“…El Estado no sostiene religión alguna. …”, declarando asimismo que quedan “…exentos de toda clase de impuestos a los templos consagrados actualmente al culto de las diversas religiones” (artículo 5º).
La laicidad se convirtió así en un principio fundamental de nuestra ideología y praxis republicana y democrática, que al decir del constitucionalista Dr. Miguel Semino, debe ser entendida, a diferencia del laicismo francés que es neutral, como abstencionista, ya que el Estado uruguayo no profesa, sustenta o enseña religión alguna, pero tampoco las coarta, al punto que la referida exoneración de impuestos puede ser vista como una manera de subvencionarlas.
Esto lleva a que la laicidad, en Uruguay, no deba ser entendida como antirreligiosa, puesto que aquí está consagrada la libertad de culto, sino como anti dogmática, ya que lo se procura es que el Estado no interfiera en la libertad de conciencia del individuo.
Y la única forma de asegurarlo es que la separación absoluta entre Estado e Iglesia se consagre también y fundamentalmente, en el ámbito de la educación.
Las creencias religiosas son parte del ámbito privado de las personas, por lo que el Estado nada tiene que hacer al respecto, salvo permitir, como lo hace, que si los padres desean educar en el marco de una religión positiva a sus hijos, lo hagan.
En este punto, conviene controvertir otro recurso que se viene utilizando para erosionar la educación laica: distinguir entre laicismo y laicidad.
Según el diccionario de la Real Academia, el laicismo es la “doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa”, mientras que la laicidad es el “principio de separación de la sociedad civil y de la sociedad religiosa”.
Queda claro entonces que lejos de ser antagónicos, son términos conceptualmente complementarios, siendo el laicismo la doctrina de la laicidad
En definitiva, si el Estado no tiene ni sostiene religión alguna, la escuela pública debe abstenerse de toda enseñanza religiosa; si la escuela pública es sostenida por todos a través del pago de impuestos, no corresponde que con ellos se contribuya a la enseñanza y sostenimiento de todas o cualquiera de ellas.
Pero además, si la educación tiene por fin preparar al niño para la vida social y ciudadana, la escuela pública debe formar en los principios éticos y morales comúnmente aceptados y no en los dogmas de una religión determinada. Esto no quiere decir, sin embargo, que en la escuela pública se promueva el ateísmo, ya que desde el momento que él es también una toma de posición con respecto a la religión, no corresponde que el Estado lo sostenga.
Finalmente, es conveniente aclarar otro malentendido, muchas veces malintencionado: la enseñanza laica no supone ausencia de valores sino que defiende y promueve valores tales como la libertad, la tolerancia, el respeto, la responsabilidad, la dignidad humana, la igualdad, la solidaridad y tantos otros que hacen al espíritu democrático y republicano.
Y en ese sentido, es conveniente que el laicismo, en tanto doctrina, amplíe el radio de acción de la laicidad, extendiendo la prescindencia del Estado a todo ámbito en los que su intromisión conduzca a reducir y/o alterar la libertad de conciencia, la convivencia pacífica y la democracia.
Nada de lo dicho obsta, naturalmente, a que se realicen cambios en la organización, la gestión y la currícula de la educación pública. Los malos resultados que se obtienen, la alta deserción que se observa y las inequidades existentes entre diferentes centros educativos obligan a tomar decisiones al respecto.
El cardenal Sturla dijo que su planteo es “una antiquísima aspiración” de la Iglesia en Uruguay. Aceptarlo sería desconocer el rico proceso de más de 50 años que llevó a la separación del Estado y la Iglesia (todas ellas) en la Constitución de 1918, pero sobre todo implicaría desandar una historia de más de 100 años de libertad de conciencia y tolerancia, de laicidad, base de la convivencia democrática y pacífica que ha caracterizado a la República. Sería atentar contra el espíritu laico que es -y debe seguir siendo- la forma de ser de los uruguayos.