Muchos de los que se oponen a conceder a los docentes estatuto de autoridad pública (casi siempre porque la propuesta proviene de fuera de su clan) sentencian que "la autoridad no es algo que pueda conferirse por decreto sino que hay que ganársela". Y se quedan muy orondos después de proferir lo que en la mayoría de los casos es una obviedad y, en el que nos ocupa, también una sandez. Sin duda la auctoritas del maestro -o sea, el espontáneo respeto y casi veneración a su figura y a su magisterio- es cosa que algunos conquistan merced a sus dotes personales: habilidad para comunicar, simpatía, equidad, etc… En una palabra, carisma: algo que no siempre dan la experiencia ni la buena voluntad. Estupendo para quien lo posee y para los afortunados que han disfrutado de profesores así.
Pero el carisma no basta, porque hay buenos profesores que no lo tienen… así como también alumnos y padres refractarios ante él. Y ni las clases van a suspenderse ni las escuelas cerrarse o convertirse en un infierno por la falta de carisma.
También la armonía conyugal (o entre padres e hijos) es cosa que no puede ordenar un juez, pero por si acaso es bueno que haya una legislación bien clarita contra el maltrato. Carismática o no, la figura del profesor debe ser reforzada: dotarla de rango de autoridad pública no es sino institucionalizar el respaldo social que siempre merece. Se establece que en su caso, como en el de otros servidores públicos, los menosprecios y agresiones tienen mayor gravedad que las rencillas privadas porque implican la obstaculización de un propósito común y necesario para toda la ciudadanía. No solventa desde luego todos los problemas de la escuela pública actual, pero colabora a mejorar el estatuto de quienes más directamente los padecen.
Claro que en nuestro país ese objetivo social no es aceptado sin abundantes discrepancias. Algunos creen que la enseñanza no debe ser -en el terreno moral y cívico- más que una reiteración ampliada de las doctrinas que profesan los progenitores, sean cuales fueren: los maestros sólo son unos empleados al servicio de los prejuicios familiares. Ni educación para la ciudadanía, ni ciencias del mundo contemporáneo, ni formación sexual obligatoria, nada de lo que pueda alterar sacrosantas supersticiones caseras. Para otros, separar a los varones de las hembras da mejores resultados académicos (quizá debiéramos extender la receta a la sociedad entera, quién sabe si hallaríamos así el paraíso) y no faltan defensores de que los niños no deberían ir a la escuela a corromperse y perder el tiempo, porque como en el hogar no se aprende en ninguna parte. Invocar cualquier tipo de consideración socializadora o de los derechos de la comunidad a la formación de quienes van a gozar de sus garantías democráticas les parece a esos pedagogos disociativos una imposición totalitaria.
Tampoco ayuda precisamente la visión que dan del asunto algunos desgraciadamente populares espacios televisivos. Por ejemplo Física o química cuenta historietas picantes de sexo o drogas (física o química, ya digo), pero nada digno de mención en cuanto a la enseñanza misma. Cualquier bedel espabilado de instituto podría haber asesorado a los romos guionistas. Y para que hablar de Curso del 63, que presenta una visión de la autoridad que responde al modelo del Nerón de Quo Vadis? más que a nada conocido en el mundo real. Se ha dicho con razón que toda exageración es insignificante y esa caricatura lo es: claro que los zangolotinos deambos sexos que forman el talludito alumnado virtual de ese falso internado son de tal índole que despertarían ansias tiránicas en el mismísimo Gandhi… Si se comparan esas parodias con La clase y otras aportaciones del cine francés al mismo tema, sobran mayores comentarios.
En estos tiempos, convendría recordar a monsieur Germain. Fue el maestro de Albert Camus en la escuela primaria y, muchos años después, el destinatario de la primera carta que su antiguo alumno escribió al ganar el Premio Nobel: "Cuando me dieron la noticia, mi primer pensamiento, después de mi madre, fue para usted. Sin usted, sin esa mano afectuosa que tendió al niño pobre que yo era, sin su enseñanza y su ejemplo, nada de todo esto habría ocurrido". La historia podemos leerla en El primer hombre, poco más que un borrador pero infinitamente significativo y conmovedor de la obra póstuma de Camus. Allí se narra la atroz miseria de los primeros años del escritor, hijo de un soldado francés caído en la Primera Guerra Mundial y de una menorquina afincada por necesidad en una aldea argelina. Sin libros, sin radio, sin cultura de ningún tipo, casi sin lenguaje más allá de las voces elementales: el niño solitario fascinado por la madre iletrada desesperadamente melancólica y por la fuerza abrumadora del sol africano.
Pero allí estaba el señor Germain, que se fijó en su "pequeño Camus" y le guió con severa benevolencia. Un maestro a la antigua, que no dudaba en castigar las infracciones con golpes de regla en las posaderas… sin excluir de esos correctivos a su preferido. Pero también el salvador que convenció a la familia de la importancia de que el niño continuara en el Liceo de Argel sus estudios (a pesar de los sacrificios económicos que implicaban) y así le rescató para la palabra liberadora. Es fundamento de la integridad humana y creativa de Camus no haber olvidado ni renegado nunca de esos humildes orígenes.
El señor Germain era sin duda un maestro con auctoritas, ganada tanto por su equidad y sabiduría como por el respeto de los alumnos y sus familias, ese respeto que sienten los desfavorecidos por la enseñanza cuya importancia emancipadora valoran tanto como otros más acomodados la desprecian. Y todo ello en un contexto de enfrentamiento colonial y pluriétnico nada favorable a fáciles armonías…
Tras el Nobel, Louis Germain escribió una larga carta a su cher petit. En ella recuerda episodios del pasado, pero acaba centrándose en alarmas del presente (estamos en 1959). Informa a su antiguo alumno, "en tanto que profesor laico", de las amenazas que ve cernirse sobre la escuela pública. Deja claro que -como Camus atestiguaba- siempre mantuvo una escrupulosa imparcialidad en cuestiones religiosas, explicando en clase que hay diversas religiones y también gente que no practica ninguna: "Creo que, durante toda mi carrera, he respetado lo que hay de más sagrado en el niño: el derecho a buscar su verdad". Por eso le alarman las noticias de que en ciertos Departamentos franceses ya hay clases que se dan con un crucifijo en el aula: "Lo considero un abominable atentado contra la conciencia de los niños". ¡Y eso que nunca oyó hablar de la "laicidad positiva" y las indagaciones sobre la identidad francesa de Nicolas Sarkozy!
A raíz de la obvia sentencia del Tribunal de Derechos Humanos europeo sobre el crucifijo en las aulas, hemos vuelto a oír las protestas habituales, igual de mal argumentadas. Los unos: "¿A quién puede ofenderle un crucifijo, símbolo de perdón, etcétera?". Respuesta: a nadie, claro. En cambio, ofende a los laicos y a los partidarios de la libertad de conciencia que se invada un espacio que debe permanecer confesionalmente neutral con símbolos respetables pero partidistas. Los otros: "¡Ignorantes, se trata de una expresión cultural, no religiosa!". Respuesta: ignorante usted, so merluzo, porque el crucifijo es una expresión cultural en tanto que religiosa. La prueba: colocar sobre la taza del retrete una reproducción de la Gioconda o del Pensador de Rodin (más apropiado) puede ser de mejor o peor gusto ornamental, pero poner un crucifijo será una provocación que irritará justificadamente a muchos creyentes.
Dejo de lado a los multiculturalistas que recomiendan traer a las aulas, junto al crucifijo, versículos del Corán, candelabros de siete brazos, imágenes de Buda, moais de la Isla de Pascua, etcétera. En época de crisis, no es bueno sobrecargar los gastos de material escolar.
Fernando Savater es escritor.