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El viaje de Benedicto XVI, un acto de papolatría

Juan Pablo II fue el Papa más viajero de la historia. Hizo 106 viajes apostólicos fuera de Italia durante los casi 27 años de pontificado (1978-2005). Los periodistas que le acompañaban contaban un chiste muy oportuno al respecto: «¿En qué se parece Dios al Papa? En que Dios está en todas partes y el Papa ya ha estado antes». Sin embargo, no creo que lograra muchas conversiones al cristianismo ni importantes progresos en la evangelización. Más bien, todo lo contrario: a su muerte, dejó a la Iglesia católica sumida en una de las crisis más profundas del cristianismo: involución, persecución de teólogos y teólogas, condena de la modernidad, olvido del concilio Vaticano II, seminarios integristas, etcétera. Benedicto XVI, aunque no es tan mediático como su predecesor, sigue el mismo camino. En poco más de cinco años de pontificado ha hecho 18 viajes apostólicos fuera de Italia, contando el de Santiago de Compostela y Barcelona, con resultados igualmente negativos: alianza con los sectores integristas, restablecimiento del latín en la liturgia, demonización del islam, retroceso en el ecumenismo, condena de la teología de la liberación y de sus principales creadores.

El Papa no ha viajado a Santiago como peregrino compartiendo la bella experiencia religiosa y cultural de quienes recorren el camino de Santiago, ni a Barcelona como animador de las comunidades cristianas de la Iglesia catalana. La doble visita ha sido programada como un baño de masas y como un acto de aclamación de su figura, sobre todo por parte de los sectores políticos y religiosos neoconservadores y con el concurso de las autoridades políticas nacionales, autonómicas y municipales. Al final, el viaje se ha convertido en un acto de papolatría con tintes folclóricos que poco tienen que ver con las genuinas expresiones populares de fe.

El Papa que visita Santiago de Compostela y Barcelona es el mismo que guardó silencio cómplice sobre la pederastia durante casi 30 años, primero como arzobispo de Múnich, permitiendo que siguieran en el ejercicio pastoral sacerdotes que abusaron de niños, y luego como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe con la firma de un decreto que imponía secreto a las víctimas y a los verdugos en un acto de encubrimiento de los culpables y de impiedad para con los niños, niñas, adolescentes y jóvenes vejados. Solo actuó cuando, siendo ya Papa, se le amontonaron sobre la mesa cientos de casos que convirtieron la pederastia de obispos, sacerdotes y religiosos en un cáncer con metástasis. Y lo hizo culpabilizando a los diferentes episcopados de las iglesias nacionales, pero sin asumir su responsabilidad ni pedir perdón por su complicidad en tamaños crímenes durante tantos años. Las víctimas siguen quejándose de que los culpables no son entregados a la justicia ni castigados y de que las víctimas no son rehabilitadas.

Credibilidad y autenticidad

El Papa que visita ahora España es el que humilla a las mujeres negándoles el acceso al sacerdocio y a otros ministerios eclesiales, calificando su ordenación sacerdotal de delito grave comparable a la pederastia y excomulgando tanto a las mujeres ordenadas como a los obispos que les han impuesto las manos. ¡Una pena mayor que a los pederastas!

Actuando así, ¿qué credibilidad pueden tener las palabras de Benedicto XVI y qué autenticidad podemos dar a sus gestos en Santiago de Compostela y Barcelona?

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