En el debate de ideas sobre los asuntos cívicos, Francia sigue siendo una sociedad modélica: en la semana que acabo de pasar en París he seguido, fascinado, la estimulante controversia. El asunto en cuestión ha dividido de manera transversal al medio intelectual y político, de modo que entre partidarios y adversarios de prohibir el velo islámico en los colegios, se encuentran mezclados intelectuales y políticos de la izquierda y la derecha, una prueba más de la creciente inanidad de aquellas rígidas categorías para entender las opciones ideológicas en el siglo XXI. El presidente Jacques Chirac disiente en este conflicto de su primer ministro, y, en cambio, coinciden con éste socialistas de la oposición al Gobierno como los ex ministros Jacques Lang y Laurent Fabius. No se necesita ser demasiado zahorí para entender que el velo islámico es apenas la punta de un iceberg y que lo que está en juego, en este debate, son dos maneras distintas de entender los derechos humanos y el funcionamiento de una democracia.
De entrada, parecería que, desde una perspectiva liberal -que es la de quien esto escribe- no puede caber la menor duda. El respeto a los derechos individuales exige que una persona, niño o adulto, pueda vestirse como quiera sin que el Estado se inmiscuya en su decisión, y esta es la política que, por ejemplo, se aplica en el Reino Unido, donde, en los barrios periféricos de Londres muchedumbres de niñas musulmanas van a las aulas escolares veladas de pies a cabeza, como en Riad o Amman. Si toda la educación escolar estuviera privatizada, el problema ni siquiera se suscitaría: cada grupo o comunidad organizaría sus escuelas de acuerdo a su propio criterio y reglas, limitándose a ceñirse a ciertas disposiciones generales del Estado sobre el programa académico. Pero esto no ocurre ni va a ocurrir en sociedad alguna en un futuro previsible.
Por eso, el asunto del velo islámico no es tan simple si se lo examina más de cerca y en el marco de las instituciones que garantizan el Estado de Derecho, el pluralismo y la libertad.
Requisito primero e irrevocable de una sociedad democrática es el carácter laico del Estado, su total independencia frente a las instituciones eclesiásticas, única manera que tiene aquél de garantizar la vigencia del interés común por sobre los intereses particulares, y la libertad absoluta de creencias y prácticas religiosas a los ciudadanos sin privilegios ni discriminaciones de ningún orden. Una de las más grandes conquistas de la modernidad, en la que Francia estuvo a la vanguardia de la civilización y sirvió de modelo a las demás sociedades democráticas del mundo entero, fue el laicismo. Cuando, en el siglo XIX, se estableció allí la escuela pública laica se dio un paso formidable hacia la creación de una sociedad abierta, estimulante para la investigación científica y la creatividad artística, para la coexistencia plural de ideas, sistemas filosóficos, corrientes estéticas, desarrollo del espíritu crítico, y también, cómo no, de un espiritualismo profundo. Porque es un gran error creer que un Estado neutral en materia religiosa y una escuela pública laica atentan contra la supervivencia de la religión en la sociedad civil. La verdad es más bien la contraria y lo demuestra precisamente Francia, un país donde el porcentaje de creyentes y practicantes religiosos -cristianos en su inmensa mayoría, claro está- es uno de los más elevados del mundo. Un Estado laico no es enemigo de la religión; es un Estado que, para resguardar la libertad de los ciudadanos, ha desviado la práctica religiosa de la esfera pública al ámbito que le corresponde, que es el de la vida privada. Porque cuando la religión y el Estado se confunden, irremisiblemente desaparece la libertad; por el contrario, cuando se mantienen separados, la religión tiende de manera gradual e inevitable a «democratizarse», es decir, cada iglesia aprende a coexistir con otras iglesias y otras maneras de creer, y a tolerar a los agnósticos y a los ateos. Ese proceso de secularización es el que ha hecho posible la democracia. A diferencia del cristianismo, el Islam no lo ha experimentado de manera integral, sólo de modo larval y transitorio, y esa es una de las razones por las que la cultura de la libertad encuentra tantas dificultades para echar raíces en los países islámicos, donde el Estado es concebido no como un contrapeso de la fe, sino como su servidor y, a menudo, su espada flamígera. Y en una sociedad donde la ley sea la sharia la libertad y los derechos individuales se eclipsan ni más ni menos que desaparecían en los ergástulos de la Inquisición.
Las niñas a las que sus familias y comunidades envían ornadas del velo islámico a las escuelas públicas de Francia son algo más de lo que a simple vista parecen; es decir, son la avanzadilla de una campaña emprendida por los sectores más militantes del integrismo musulmán en Francia, que buscan conquistar una cabecera de playa no sólo en el sistema educativo sino en todas las instituciones de la sociedad civil francesa. Su objetivo es que se les reconozca su derecho a la diferencia, en otras palabras, a gozar, en aquellos espacios públicos, de una extraterritorialidad cívica compatible con lo que aquellos sectores proclaman es su identidad cultural, sustentada en sus creencias y prácticas religiosas. Este proceso cultural y político que se esconde detrás de las amables apelaciones de «comunitarismo» o «multiculturalismo» con que lo defienden sus mentores, es uno de los más potentes desafíos a los que se enfrenta la cultura de la libertad en nuestros días, y, a mi juicio, esa es la batalla que en el fondo ha comenzado a librarse en Francia detrás de las escaramuzas y encontrones de apariencia superficial y anecdótica entre partidarios y adversarios de que se autorice llevar el velo islámico a las niñas musulmanas en los colegios públicos de Francia.Hay por lo menos tres millones de musulmanes radicados en territorio francés (algunos dicen que muchos más, considerando a los ilegales). Y, entre ellos, desde luego, sectores modernos y de clara filiación democrática, como el que representa el rector de la mezquita de París, Dalil Boubakeur, con quien coincidí hace algunos meses en Lisboa, en una conferencia organizada por la Fundación Gulbenkian, y cuya civilidad, amplia cultura y espíritu tolerante me impresionaron. Pero, por desgracia, esa corriente moderna y abierta acaba de ser derrotada en las recientes elecciones para elegir el Consejo para el Culto Musulmán y los Consejos Regionales, por los sectores radicales y próximos al integrismo más militante, agrupados en la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia (UOIF), una de las instituciones que más han batallado para que se reconozca a las niñas musulmanas el derecho de asistir veladas a las clases, por «respeto a su identidad y a su cultura». Este argumento, llevado a sus extremos, no tiene fin. O, mejor dicho, si se acepta, crea unos poderosos precedentes para aceptar también otros rasgos y prácticas tan ficticiamente «esenciales» a la cultura propia como los matrimonios de las jóvenes negociados por los padres, la poligamia y, al extremo, hasta la ablación femenina. Este oscurantismo se disfraza con un discurso de alardes progresistas: ¿con qué derecho quiere el etnocentrismo colonialista de los franceses de viejo cuño imponer a los franceses recientísimos de religión musulmana costumbres y procederes que son írritos a su tradición, a su moral y a su religión? Adobada de desplantes supuestamente pluralistas, la Edad Media podría así resucitar e instalar un enclave anacrónico, inhumano y fanático en la sociedad que proclamó, la primera en el mundo, los Derechos del Hombre. Este razonamiento aberrante y demagógico debe ser denunciado con energía, como lo que es: un gravísimo peligro para el futuro de la libertad.
La inmigración provoca en nuestro tiempo una alarma exagerada en muchos países europeos, entre ellos Francia, donde este miedo explica en buena parte el elevadísimo número de votos que alcanzó, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales pasadas, el Front National, movimiento xenófobo y neofascista que lidera Le Pen. Pero esos temores son absurdos e injustificados, pues la inmigración es absolutamente indispensable para que las economías de los países europeos, de demografía estancada o decreciente, sigan creciendo y los actuales niveles de vida de la población se mantengan o eleven.
La inmigración, por eso, en vez del íncubo que habita las pesadillas de tantos europeos, debe ser entendida como una inyección de energía y de fuerza laboral y creativa a la que los países occidentales deben abrir sus puertas de par en par y obrar por la integración del inmigrante. Pero, eso sí, sin que por ello la más admirable conquista de los países europeos, que es la cultura democrática, se vea mellada, sino, por el contrario, se renueve y enriquezca con la adopción de esos nuevos ciudadanos. Es obvio que son éstos quienes tienen que adaptarse a las instituciones de la libertad, y no éstas renunciar a sí mismas para acomodarse a prácticas o tradiciones incompatibles con ellas. En esto no puede ni debe haber concesión alguna, en nombre de las falacias de un «comunitarismo» o «multiculturalismo» pésimamente entendidos. Todas las culturas, creencias y costumbres deben tener cabida en una sociedad abierta, siempre y cuando no entren en colisión frontal con aquellos derechos humanos y principios de tolerancia y libertad que constituyen la esencia de la democracia. Los derechos humanos y las libertades públicas y privadas que garantiza una sociedad democrática establecen un amplísimo abanico de posibilidades de vida que permiten la coexistencia en su seno de todas las religiones y creencias, pero éstas, en muchos casos, como ocurrió con el cristianismo, deberán renunciar a los maximalismos de su doctrina – el monopolio, la exclusión del otro y prácticas discriminatorias y lesivas a los derechos humanos- para ganar el derecho de ciudad en una sociedad abierta. Tienen razón Alain Finkielkraut, Elizabeth Badinter, Régis Debray, Jean-François Revel y quienes están con ellos en esta polémica: el velo islámico debe ser prohibido en las escuelas públicas francesas en nombre de la libertad.