El ex jefe del Foreing Office sugirió que en aras de una mejor convivencia entre comunidades sería conveniente que las mujeres musulmanas se quitaran el velo que oculta su rostro. Afirmó que en una ocasión se sintió “incómodo hablando con una persona cara a cara a la que no podía ver”.
Debido a que su circunscripción, Blackburn, tiene aproximadamente un 30% de musulmanes no puede acusársele de oportunismo político de ninguna clase. Como pocas veces en política, el ministro dijo lo que pensaba. Como es obvio, la respuesta de la comunidad musulmana fue instantánea y contundente. No se hizo esperar. Según pudimos leer hace unas semanas en The Independent, Zareen Ruodhi, jefa ejecutiva del Fórum de Musulmanas Británicas, subrayó que con sus afirmaciones Straw atacaba las libertades fundamentales de elección de religión. Muchos musulmanes y no musulmanes se opusieron a sus declaraciones afirmando que el ministro no tenía ningún derecho a decir lo que había dicho.
En cambio, el ministro no se retractó. Pasadas las primeras semanas, toda una plétora de individuos ha querido poner su grano de arena, empezando por el primer ministro, Tony Blair, y terminando por el líder de la oposición conservadora, David Cameron. La disputa está siendo enormemente rica porque se están sopesando las carencias y virtudes de uno de los modelos de integración que mejor ha simbolizado lo que debe ser una sociedad multicultural: el británico. Vale la pena decir que a medida que nos alejemos del pensamiento políticamente correcto esta controversia irá ganando sustancia como, de hecho, lo está haciendo ahora. En ocasiones, el hecho de ser excesivamente vigilante y precavido con lo que decimos se traduce en un excesiva rigidez y reserva a la hora de exponer nuestras ideas con soltura.
Algunas personas del ámbito político, científico e intelectual británico comparten la sensación de que, si bien esta sociedad es muy diversa, las distintas comunidades viven unas a espaldas de otras. Los intercambios culturales no han sido tan intensos como en un principio se pensaron y, exceptuando algunos platos tradicionales, los préstamos entre culturas han sido mínimos. Pienso que sólo al paraguas de este género de preocupaciones pueden entenderse las declaraciones de Straw. Creo entender que cuando éste habla sobre el velo se refiere a aquel que tapa el rostro al completo, dejando sólo percibir los ojos de nuestra interlocutora. En consecuencia, esta prenda nada tiene que ver con el hijab que acostumbran a vestir nuestras vecinas del norte de África. En cambio, sí existirían similitudes con el burka afgano que, como todos sabemos, oculta el rostro al completo. Independientemente de los aciertos o errores que pudiera tener este modelo de integración, está claro que siempre que se respeten los derechos básicos de las personas uno puede decir lo que crea conveniente.
De hecho, no porque lo diga Straw deja de ser verdad que es al menos difícil reconocer una persona sólo por sus ojos. Con el más absoluto de los respetos, en Inglaterra a veces tengo problemas para reconocer a mis compañeras islámicas que llevan tapadas el rostro casi al completo. Intento prestar atención a otros rasgos –movimiento, ropa, color de los ojos– a los que por cultura, reconozco, no estoy acostumbrado. En consecuencia, tanto derecho tiene Straw de decir lo que quiera como las mujeres musulmanas de cubrirse con el velo que deseen. Ahora bien, la democracia es discusión pública y eso implica que yo tenga el derecho de juzgar tu comportamiento y tú el mío, pese a que lo que yo piense sobre ti o tú sobre mí no sea políticamente correcto. Esta es la enjundia de las sociedades reflexivas.
La posibilidad de hacer públicos nuestros puntos de vista sobre las cosas pese a que éstos vayan contra la tradición o lo políticamente correcto. Si aceptamos que la democracia es una comunidad de intereses en el que las disputas se dirimen de forma pública, lo sagrado no tiene cabida en este ámbito. Como todos sabemos, atañe a la esfera privada. Sólo así se puede construir una sociedad verdaderamente multicultural que sería hablando de una forma más apropiada, una sociedad transcultural o, si se quiere, multicultural, una sociedad híbrida en la que sus distintos componentes se mezclarían cual una disolución química.