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El torso de Cristo frente al de Rita Maestre

“El lenguaje es la morada del ser y el hombre es su pastor”. Estas palabras de Heidegger muestran el constante conflicto del ser humano con el poder. Un poder “pastoral”, que le conduce como a un rebaño, sometiéndole a través del miedo a una culpa que paraliza cualquier intento de liberación. 

La Iglesia católica, como institución de poder, como Estado construido en base a la imagen de un Cristo torturado y juez de los delitos de la humanidad, va a considerarnos a todos pecadores, delincuentes, que, para poder evitar la condena fatal, debemos confesar.

La confesión es la clave del poder porque, no solo interioriza el sentimiento de culpa, el desasosiego y la angustia del mal comportamiento, sino que obliga a transmitir el secreto individual de esa transgresión a un funcionario de ese poder, cuyos posibles pecados permanecen impunes.

Este poder eclesiástico, este poder pastoral, ha ejercido así el control sobre los seres humanos mediante el temor a/de Dios. La confesión se produce por este temor, fuertemente condicionado por la tremenda imagen del cuerpo torturado del Cristo en la cruz.

El católico asume de este modo el poder, y su miedo le impide pensar siquiera otra alternativa. El poder controlador de la Iglesia se extendió de forma dictatorial a lo largo de la Edad Media, y se va a prolongar en el Estado moderno, puesto que ahora mismo es el Estado el que está ejerciendo su poder pastoral.

Es tanta la influencia en nuestro comportamiento de esa necesidad impuesta de la confesión, que ya no podemos librarnos de ella ante cualquiera de nuestras relaciones jerárquicas con las instituciones administrativas.

Lo confesamos todo a nuestros profesores, al médico, al inspector de Hacienda, … Asumimos la desigualdad en una situación en la que el Poder se adueña de nuestro conocimiento, de nuestras “faltas” y delitos, con nuestras mentes y nuestros cuerpos, disciplinados por sentencias médicas y agua bendita. Y, de hecho, nos convertimos igualmente en controladores de nuestros iguales, señalando culpables de transgresión a todos aquellos que ponen en riesgo su propio orden, o lo que ellos llaman “orden” .

Así surge el “loco”, al que se obliga a depender permanentemente del psiquiatra, que se arroga para sí mismo el poder de la razón. Una razón que “cura”. Una razón que controla. Una razón que domina. Una razón ejercida por la policía y la justicia que incrimina al que viola la ley.

El acusado es forzado a confesar las causas de esa “culpa”, igual que la maestra hace con el niño indolente o conflictivo. El maestro es el pastor de sus alumnos. Consciente o inconscientemente les transmite la ideología del poder.

La verdad del Poder es la verdad transmitida a través de los tiempos, la que se manifestaba en ese Cristo torturado y la que se revela en el orden moral de las instituciones del Estado. Si vas contra esa “verdad” estás perdido. Si transgredes ese orden eres subversivo. Si pides perdón también más por mal camino. Porque les concedes un poder que no te representa y además haces algo que la Iglesia Católica en su larga historia de asesinatos, genocidios, ofensas materiales y simbólicas, expolios, casi nunca ha hecho “pedir perdón a nadie” y menos obligada.

El problema es que aunque la masa de ese colectivo al que representas puede estar contigo pero los que ya estaban en política se expresaron a media voz porque se temían que algo de esto podía suceder en una España donde no se juzgan los crímenes del franquismo, donde los estudiantes de derecho lo son también de doble moral  y donde ningún ministro de Dios o no pide perdón por ofender al colectivo LGTB.

A pesar de la “a-confesionalidad” del Estado, su poder no puede separarse de la necesidad de continuar con las mismas prácticas pastorales instituidas por la Iglesia católica desde hace centurias y reforzadas en épocas de dictaduras. Más aún en un país como España, constituido como tal en base al control inquisitorial. 

La Inquisición unió las diferentes entidades políticas del Estado, formando un auténtico orden teocrático, en el que la religión fundamentaba el control social. 

Ni siquiera la democracia pudo sustraerse a esa influencia, y por ello aún sufrimos la posibilidad del castigo por delitos referidos al “escarnio”, “profanación” u “ofensa” de los “sentimientos” religiosos (artículos 524 y 525 del Código Penal), sobre todo si van dirigidos a la Iglesia católica. 

Los citados artículos dicen proteger la libertad religiosa, unida al derecho a la libertad de expresión y de crítica. Pero ¿quién protege a los ciudadanos que quieren verse libres de la presión de la Iglesia y de sus excesos proselitistas o injerencias en la vida pública? ¿No es acaso la mera existencia de capillas en espacios educativos públicos una “profanación” de esos lugares, un “escarnio” a los sentimientos de quienes no nos consideramos católicos, una “ofensa” a los no creyentes? ¿Es más escandaloso el torso de una mujer que defiende su derecho a controlar su propia vida, su propio sexo, su propio cuerpo, que el de un Cristo torturado hasta la muerte, símbolo de los excesos de un Torquemada? 

La concejal Rita Maestre es juzgada por expresar sus deseos de libertad en un lugar que no debería existir. Ahora, los que siempre se arrogaron el poder de ofender y subyugar a quienes no comulgaban con sus creencias, se sienten ofendidos por torsos libres de heridas y castigos. Supongo que el poder pastoral aún les protege. Y se sienten fuertes sólo con el hecho de ver a esa joven manifestante, que mostró la misma valentía que aquellos que subieron al altar de Notre-Dame de París en plena misa de Pascua el 9 de abril de 1950 gritando “Dios ha muerto. Vomitamos la agonizante estupidez de vuestras plegarias pues han sido el humo pringoso de los campos de batalla de nuestra Europa”, siendo juzgada como si fuera una bruja medieval. 

La separación entre la iglesia y el Estado queda en entredicho en este juicio. Y en esa mujer sentada en el banquillo nos reflejamos todos. 

Walter Benjamin, en sus Tesis de Filosofía de la Historia, tiene una teoría muy especial sobre la presencia del Mesías en la sociedad. Argumentaba que no era necesario esperarle, porque podía aparecer por cualquier rendija de la Historia. 

Quizás él estaba presente en esa capilla, y no precisamente en la forma del crucificado.

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