Insiste en que el poder de la Iglesia (que confunde con el poder de Dios) está por encima de todos los demás poderes
Otro secretario que no guarda los secretos. Pese a que en su testamento, de marzo de 1979, el papa Juan Pablo II, de civil Karol Wojtyla, dejó escrito, sin ningún miramiento, que sus "apuntes personales" debían ser "quemados", esta mañana han salido a la luz en español, editados por Planeta Testimonio y con prólogo explicativo del secretario particular del pontífice durante nada menos que 40 años, el ahora cardenal de Cracovia (Polonia), Stanislaw Dziwisz. Se publican con el título Juan Pablo II. Estoy en tus manos. Cuadernos personales. 1962-2003. Autor: Karol Wojtyla. Son 641 páginas, con algunas fotografías, en las que el combativo pontífice polaco habla de lo divino y lo humano sin orden ni concierto, aunque lo suficientemente claro como para desvelar algunas de sus obsesiones cuando ejerció con mano de hierro el mando en el Estado llamado de la Santa Sede: el poder de su iglesia, las divisiones internas, la disciplina, el sexo, el celibato de los sacerdotes, la evangelización de los pueblos…
"No quemé los apuntes de Juan Pablo II, pues son la clave para comprender su espiritualidad, aquello que es más interior en el hombre: su relación con Dios, con los demás y consigo mismo. Nos revelan cómo era el otro lado de aquella persona que conocimos como obispo en Cracovia y en Roma", se justifica Dziwisz en el prólogo. En el testamento, Wojtyla había dicho: "No dejo tras de mí ninguna propiedad con la que sea necesario tomar disposiciones. Por lo que se refiere a las cosas de uso cotidiano que me servían, pido que se distribuyan como se considere oportuno. Que los apuntes personales sean quemados. Que vele sobre esto el padre Stanislaw (Dziwisz), a quien agradezco su ayuda tan comprensiva".
Autor de varios libros, algunos incluso de poesía, es evidente que Wojtyla habló en serio cuando pidió que sus cuadernos personales acabasen pasto de las llamas. Tampoco se entiende por qué su exsecretario ha tardado tantos años en desvelarlos, si consideraba en serio que se trata de documentos fundamentales para conocer el alma espiritual de su antiguo jefe. En todo caso, la publicación es un acontecimiento que calienta la inminente canonización del autor, el próximo día 27, junto con el también papa Juan XXIII. También es un gran negocio editorial para su promotor, el propio arzobispo de Cracovia, donde el libro apareció el pasado 12 de febrero, publicado por la editorial polaca Znak.
Juan XXIII, conocido como el papa bueno, también escribió un diario íntimo, publicado tras su muerte con el título Diario del alma (en España, en 1964), con un éxito espectacular. Retrataba a un hombre bondadoso, alegre y confiado, que creía en el ser humano y en una Iglesia abierta al mundo y puesta al día tras un concilio que él mismo había convocado con gran desconcierto del gobierno vaticano. De Juan Pablo II se esperaba algo parecido, cuando se supo que durante décadas había llenado incontables cuadernos con reflexiones y pensamientos al hilo de la actualidad, casi siempre guiado por altos jerarcas encargados cada año de dirigir los ejercicios espirituales en el Vaticano. No le parecieron todos tan interesantes, y ello se nota por la cantidad de apuntes que tomaba y las citas, bíblicas o mundanas, que le sugerían. Así, se explayó cuando quien dictaba los ejercicios, que duraban días, eran Joseph Ratzinger (su sucesor en el papado) o el prepósito general de los jesuitas, el holandés Peter-Hans Kolvenbach, y se limitó a apuntar un índice de ideas cuando los oradores eran otros altos eclesiásticos.
Ya en materia, pese a lo engorroso de la lectura de un material entregado casi en bruto por los editores, lo que queda de la lectura es el Wojtyla de siempre: un pontífice madurado en el frío del telón de acero que tenía una visión apocalíptica del mundo y de su iglesia. Así, dice no creer en el ecumenismo ni la unidad de las iglesias; recela sin contemplaciones del Islam; remacha con frecuencia la necesidad de preservar el celibato obligatorio de los sacerdotes; insiste en que el poder de la Iglesia (que confunde con el poder de Dios) está por encima de todos los demás poderes; insinúa algún mandoble, sin especificarlo por sus prisas, contra los teólogos de la liberación, contra Lutero, contra Hans Küng y contra todo lo que huela a modernismo (y todos los otros ismos), y no dice ni palabra sobre la crisis de su confesión ni sobre el papel de su clientela más importante, las mujeres.
Pero no todo es combate o suspicacia en este hombre atormentado porque su poder, que creía absoluto, no lograba cambiar el rumbo de una crisis que sabía profunda. Tomemos esta cita a Paul Claudel: "Los cristianos salen de misa como si fuera un funeral en vez de un encuentro con el Resucitado". Es optimista, por ejemplo, al valorar el ímpetu evangelizador de sus nuevos movimientos y, lo más enternecedor, es optimista consigo mismo, de la mano de los grandes pensadores del siglo XX, sobre todo los franceses Bernanos, Maritain, Bergson, Mauriac, Guiton, incluso Sartre, pero también los italianos Guardini y Papini, el suizo Hurs von Balthasar, y frecuentes recuerdos a Dostoievski y Tolstoi. Pero son nombres que le vienen a la cabeza cuando está tomando notas, sin que diga, casi nunca, porqué los trae al texto.
Un detalle tierno son sus recuerdos, aquí sí que concretos, a santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, los arriesgados reformadores carmelitas de hace quinientos años. Tema, casi siempre: el amor a Dios (qué poco habla de Jesús este libro). "Al atardecer de tu vida te examinarán de amor", apunta Wojtyla el 15 de marzo de 1985. Un año antes, el 12 de marzo, había dicho, hablando del infierno: "El infierno es no poder amar más". Cuatro años más tarde, Wojtyla completó esa idea corrigiendo a fondo la cartografía del más allá: ni el cielo, ni el infierno ni el purgatorio son lugares concretos en algún rincón del universo, proclamó en sendas homilías, sino "estados de ánimo (de ausencia de Dios, el infierno; de presencia en Dios, el cielo, y de espera, el purgatorio". En esto sí que fue revolucionario.
Una persona enciende una vela ante una imagen del papa Juan Pablo II en la catedral de Saint Gödele de Bruselas. / Reuters
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