El rey de España, la máxima autoridad del Estado, símbolo de su unidad según la Constitución, una vez más se inclina ante un arzobispo, y amaga con besarle el anillo, faltando gravemente a su deber de cumplir esa misma Constitución que proclama la aconfesionalidad estatal. Al agravante de ser el jefe del Estado quien ejerce esa violación constitucional, se añaden los de reincidencia (lo hace cada vez que se presenta la sotánica ocasión) y descarada ostentación (lo hace también en los momentos de máximo rigor de protocolo, ante todos los medios).
El ciudadano Felipe de Borbón es muy libre de mostrar sumisión, y de amagar con besarle lo que se le antoje a quien le parezca bien, en su vida privada, pero que, como rey, incline la cerviz ante cada obispo, cardenal o papa que se encuentra, es un comportamiento vergonzoso, una afrenta inadmisible no sólo hacia la Ley, sino hacia los compatriotas a los que debería servir, pero en cambio desprecia con real arrogancia. El que esta insolencia borbónica no sea nada nuevo (recordemos cómo la exhibía Juan Carlos I), no es un atenuante, sino que demuestra la continuidad de la comunión de intereses entre la cruz y la corona. De intereses bastardos.
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