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El Pontífice y su guardia pretoriana

El Papa ha retrocedido hasta el concilio de Trento

Muy poca gente pensaba hace cinco años que el cardenal Ratzinger sería elegido sucesor de Juan Pablo II. Ni siquiera se creía que deseara convertirse en el nuevo Papa, entre otras razones, por la edad –había cumplido 78 años– y por algunas declaraciones en las que había expresado su deseo de volver al estudio y a la reflexión teológica. Se le consideraba, eso sí, el gran elector que podía mover los hilos para elegir al nuevo Papa. No en vano había sido el todopoderoso presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) durante casi medio siglo y había intervenido en el nombramiento de la mayoría de los cardenales reunidos en el cónclave. Pero los pronósticos fallaron y el cardenal Ratzinger se convirtió en el elegido con el nombre de Benedicto XVI.
Y, a decir verdad, no le ha resultado difícil gobernar de manera absoluta ya que ha contado con el apoyo prácticamente unánime de los cardenales, arzobispos y obispos y de la curia romana y con el silencio casi total de los pocos dirigentes eclesiásticos discrepantes. Esa fue precisamente la estrategia diseñada conjuntamente por Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger y la seguida por este durante los cinco años de su pontificado: sustituir a los obispos progresistas seguidores del concilio Vaticano II y defensores de la teología de la liberación por obispos de talante conservador y, en algunos casos, integrista. Los criterios para los nombramientos episcopales han sido la fidelidad a la doctrina, la obediencia al Papa y la observancia de las rúbricas litúrgicas. ¿Dónde quedan la ejemplaridad evangélica, la opción por los pobres, la lucha por la justicia y la reforma de la Iglesia defendida por el concilio Vaticano II? La nueva imagen de los obispos ha ido acompañada de una importante involución en la formación del clero, en la educación en la fe, en la orientación teológica, con la renuncia, en muchos casos, a la evangelización y con la caída en un empacho sacramental.

La tan esperada y necesaria reforma de la curia se ha reducido a una serie de cambios que han reforzado todavía más el centralismo y la orientación tradicional de la Iglesia católica. Los nombramientos de Bertone como secretario de Estado vaticano (ministro de Asuntos Exteriores), de Levada como presidente de la CDF y de Cañizares al frente del Culto Divino constituyen los mejores ejemplos de clonación del propio Benedicto XVI en el gobierno autoritario de la Iglesia, en la reproducción ideológica de su pensamiento, en la concepción rigorista del dogma y en la práctica ritualista de la liturgia.
El Papa se ha rodeado de una guardia pretoriana que le ofrece una visión distorsionada de la realidad e intenta protegerle de las críticas procedentes no solo del mundo laico sino de dentro de la misma Iglesia católica, que no tienen intención iconoclasta sino constructiva y catártica. Es esa misma guardia pretoriana la que, por ejemplo, en vez reconocer la gravedad delictiva de los casos de pederastia de sacerdotes y religiosos y de ayudar al Papa a tomar medidas eficaces para erradicar tales prácticas, osa afirmar que el hecho mismo de sacarlas a la luz responde a una campaña anticlerical perfectamente orquestada por los sectores laicistas, al odio y a la persecución de la Iglesia católica y al deseo de desacreditar y socavar el prestigio de Benedicto XVI. Pero los pretorianos no se preocupan del sufrimiento de las víctimas y menos aún de llevar a los violadores, que son los verdaderos verdugos, a los tribunales.

El Papa tiene a su alrededor una serie de asesores intelectualmente mediocres, moralmente reprochables y desconocedores –o peor aún, falseadores– de la historia, que dicen muy poco del tan cacareado prestigio intelectual de Joseph Ratzinger. Con asesores y colaboradores así, no es extraño que el portavoz papal dedique más tiempo a desmarcarse de tamaños disparates y juicios tan insensatos que a ofrecer una información objetiva sobre las actividades del Vaticano.
Los pasos de la Iglesia católica hacia atrás durante el pontificado de Benedicto XVI son más que evidentes. El Papa actual ha retrocedido muchos siglos atrás, pero no a los tiempos del Jesús del lago Tiberíades o al cristianismo de los orígenes, tampoco a los movimientos proféticos medievales, sino al concilio contrarreformista de Trento (1545-1563) y al concilio Vaticano I (1870), que definió el dogma de la infalibilidad del Papa. Ha tenido como referencia pastoral en su pontificado no la figura tolerante de Juan XXIII, ni siquiera la actitud hamletiana de Pablo VI, sino el comportamiento decididamente antimodernista de Pío X.

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