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El papa, el confesor, y el niño pecador

Dice Francisco Gil Craviotto en el prólogo a su próxima a aparecer traducción de Sebastian Roch, la pionera y magnífica denuncia novelada que en 1890 Octave Mirbeau hizo de los abusos físicos y mentales en los internados católicos: “La confesión, ese gran invento de la Iglesia para dominar a todos los pueblos por los que ha pasado”. La novela relata el terror de Sebastián, el niño protagonista, ante “lo solemne y tenebroso de este acto”, y cómo el cura interrogaba “forzando a este pequeño ser a informarlo de posibles vicios, vergüenzas probables, removiendo con una lentitud odiosa el fango que se deposita en el fondo de las casas más limpias, así como en el corazón de las gentes más honestas”.

            Me sorprende que, entre los requerimientos a la Iglesia realizados en las últimas décadas desde dentro (por teólogos de la liberación, cristianos de base, curas por el celibato, mujeres por la igualdad) e incluso desde fuera (cese del adoctrinamiento infantil, de los privilegios estatales, de la política anticondones… respeto a los derechos humanos) no aparezca la supresión de la confesión. No me sorprende, en cambio, que ahora (el 25 de octubre) el papa haya recordado la importancia de este “sacramento”, y que anime a ejercitarlo “con la transparencia de los niños”.

            La obligación de la confesión privada ante el “sacerdote propio” fue establecida en el IV Concilio de Letrán (1215). Al menos una vez al año tenías que contar a tu cura hasta los actos y pensamientos más íntimos (lo “concreto”, como enfatiza sin recato Bergoglio: “soy un pecador por esto, por esto y por esto”), lo que era, para empezar, un chantaje: tenías que hacerlo para –tras el cumplimiento de la penitencia– “reconciliarte” con Dios… y, lo que era más perentorio, con la Iglesia católica. Se supone que Él ya conocía tus pecados, pero, amigo, a Ella tal vez se le escapaba alguno: así, a la pequeña (o gran) forma de tortura que suponía aterrorizar con castigos ultramundanos por morir en pecado, se sumaban otros temores más inmediatos y terrenales. Con esa coacción se conseguía que el cura de cada pueblo, de cada parroquia, se enterase de los más ocultos secretos, no sólo del confesante, sino (ahí se ponía en juego la habilidad del confesor) de todo su entorno familiar y social. ¡Qué extraordinaria herramienta de conocimientos “concretos” y, por tanto, de control social y personal! Es difícil valorar hasta qué punto han guiado la Historia los confesores, empezando por los de los reyes y consortes y acabando por los de los pueblos más recónditos. Siempre, claro, en beneficio de la Iglesia y sus muy materiales intereses.

El “secreto de confesión”, que se presentaba como una garantía, era esencial para que los pecadores no se cortaran lo más mínimo. Esta presión y este control han tenido alzas y bajas; en España tuvieron un momento de esplendor en el nacionalcatolicismo franquista, pero antes no eran desdeñables. Hace poco, gracias a la beatificación de más de 500 “mártires” de la guerra, hemos recordado el papel de los curas en los asesinatos perpetrados por los golpistas del 36; sabemos que muchos de aquellos mortales paseos fueron fruto de los fisgoneos confesionales y de descuidos en el mantenimiento del secreto de confesión. Tal vez algunos curas, habituados a imponer penitencias, pensaran que la delación criminal entraba entre sus atribuciones.

            Tras la muerte del muy bendecido pero maldito sátrapa, el decaimiento del nacionalcatolicismo hizo que el control social confesional decayera mucho, pero, como el propio nacionalcatolicismo, por desgracia no aparece en las listas de entes en peligro de extinción. La confesión incluso ha tenido buena prensa por su presunta utilidad –recordada por el papa como insuficiente– para liberarse de conflictos internos, ahorrando en psicólogos y psiquiatras. Sin embargo hay que apuntar que, a veces, la liberación es tanta que sirve para limpiar la conciencia de los mayores atropellos: peco, me confieso, y a por otro.

            Pero que se confiese quien quiera, claro; allá cada cual, mientras sea libre, o al menos adulto. Lo absolutamente rechazable es meter a los niños en esas aguas cenagosas. Es uno de los aspectos más deplorables del abuso mental infantil característico de las religiones. Que se completa con la vigilancia granhermaniana de la conciencia ejercida por Reyes Magos, ángeles de la guarda, el propio Dios, y otros seres no por ficticios menos nocivos para quien cree en ellos como una policía del pensamiento… eso sí, muy amorosa. La libertad de pensamiento, la libertad de conciencia, dulcemente vejadas en las personas más indefensas.

Esa dulzura y afabilidad sirven para desactivar incluso los escasos mecanismos de defensa que pudieran ejercer los niños (como los que puso en marcha Sebastián Roch, que no le bastaron). La inocencia infantil que enaltece el papa es, precisamente, la inocencia de la que se abusa (de hecho, es una inocencia ya señalada como culpable desde el mismo nacimiento mediante la aberración moral del “pecado original”, que está en el corazón mismo del catolicismo). Los confesores, como los “dementores” harrypotterianos, tienen el poder de, a través de actos afectivos (besos, en los dementores; en el caso de los curas, a veces actos demasiado afectivos), absorber las emociones positivas de sus pequeñas víctimas, sobre todo si éstas son de natural crédulas: tradicionalmente lo hacen a través de las rejillas de los confesionarios, esos negociados donde se oficia la violación de la libertad de conciencia de los niños, pero también en otras circunstancias que acercan e intimidan aún más. El daño, por fortuna, no es siempre irreversible, pero tiende a serlo cuando se prolonga la agresión. Ahora mismo, muchos miles de niños están siendo adoctrinados cálida e inmisericordemente (como sabemos, ay, también en la escuela), bastantes de cara a la primera comunión… y a la primera confesión. Si mediante el adoctrinamiento se banderillean la conciencia y la racionalidad infantiles, la primera confesión es la primera estocada que lastima la libertad más profunda e inviolable, más sagrada. Amigos creyentes, en defensa de los derechos humanos de los niños, evítenles el adoctrinamiento y sálvenlos de la nefanda confesión. Si no lo hacen, de poco les servirá a ellos que luego salmodien, con el papa, un hipócrita “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”.

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