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El obispo, Lucifer y otras cosas de meter

No es que yo lea mucho los Evangelios, ni las Epístolas de San Pablo, ni siquiera el Apocalipsis, que es un texto alucinante, el primer libro de ciencia-ficción de la historia. A lo mejor por eso no recuerdo un solo pasaje donde Jesucristo censure la homosexualidad, el lesbianismo o la sodomía. Lo que sí recuerdo son varios versículos donde Jesucristo condena explícitamente la usura y la acumulación de riquezas, no sólo la dificultad de que un millonario entre en el reino de los cielos sino el ejemplo de pobreza que predicó punto por punto con su vida y que el Vaticano, el Opus Dei y la mayor parte de las órdenes religiosas católicas, salvo gloriosas excepciones, se han pasado por el forro de los cojones.

Es curioso que tantos y tan distinguidos altos cargos de la iglesia no paren de avisar en sus sermones y homilías sobre el peligro de las relaciones homosexuales (un tema al que, según los evangelistas, Jesucristo no dedicó ni un chiste) y no se acuerden ni por casualidad del asco que le daban a Jesucristo los ricos y del tratamiento a hostia limpia que propinó a los mercaderes del templo. Debe de ser que les resulta molesto acordarse cuando ellos mismos cobran entrada por visitar una catedral de ésas que lleva pagada tres o cuatro siglos y que debería formar parte del patrimonio cultural del Estado. Ya saben, a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Creo que lo leí en algún sitio.

Sí, va a ser que yo no repaso mucho las sagradas escrituras, pero parece que ciertos obispos y arzobispos las repasan menos todavía, dedicándose más bien a hozar en los catálogos de películas porno y en los gráficos de índices bursátiles. A no ser que hablen desde el púlpito por experiencia de primera mano, que también podría ser. La interpretación de la palabra divina es un privilegio del clero, sobre todo del español, que hace tiempo se comporta con un desparpajo tan acojonante que evoca aquel capítulo de Dostoievski, cuando Jesucristo regresa a la Tierra, da con sus huesos en una prisión de Sevilla y el gran inquisidor le dice que allí sobra y que se vaya a la mierda antes de despedirlo con una patada en el culo. Un clérigo facha puede dar lecciones de teología al mismísimo Espíritu Santo, como lo demuestra aquel cura de Patrimonio Nacional -Agustín González poseído de cólera epiléptica- cuando se entera de que Luis José quiere el divorcio: «¡Lo que yo he unido en la tierra no lo separa ni Dios en el cielo!»

De manera que aquí está, una vez más, el obispo de Tenerife, Bernardo González, asegurando que la homosexualidad es un pecado mortal en medio de unas declaraciones sobre la niñez, el sexo, las mujeres y la pornografía que harían enrojecer de vergüenza a cualquier estudiante de psicología. Se trata del mismo ejemplar que en 2007 afirmaba que hay menores, adolescentes de 13 años, que están deseando que abusen de ellos. «Incluso, si te descuidas, te provocan» decía. Como sus palabras en aquellos días se interpretaron como una justificación de la pederastia -una práctica bastante extendida entre el clero católico y sorteada desde las altas instancias con habilidad, reiteración y alevosía-, unos días después el obispo rectificó y, en una demostración de humildad, se comparó con el propio redentor prefigurando a Djokovic: «Jesucristo también experimentó la contradicción, la incomprensión, el que le malinterpretaran, el rechazo».

Puesto que los últimos serán los primeros, el obispo de Tenerife también fue el primero en vacunarse en enero del pasado año, saltándose a la torera junto con varios sacerdotes y prebostes locales los protocolos sanitarios y mintiendo descaradamente sobre su lugar de residencia. Ha comparado la homosexualidad con el alcoholismo, aunque era él quien parecía borracho perdido. Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen. Lo que dicen no tiene perdón de Dios.

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