«Las mujeres republicanas eran peladas al cero, paseadas con aceite de ricino en el cuerpo, y obligadas a rezar bajo amenaza…»
El nacionalcatolicismo no fue solo una doctrina religiosa: fue el alma del franquismo, su cómplice más devoto. Desde los púlpitos hasta las escuelas, pasando por las cárceles y los cementerios, la Iglesia bendijo la violencia, reeducó a los vencidos y selló con incienso el pacto entre altar y espada.
España ardía. En 1936, el país se desgarraba por la mitad en una guerra que no solo enfrentó a hermanos, sino que convirtió los púlpitos en trincheras.
En pueblos como Lucena y Montilla, dos localidades del sur de Córdoba, en Andalucia, se dibujó con nitidez el perfil de un fenómeno que pronto impregnaría todo el país: el nacionalcatolicismo. La Iglesia no se limitó a bendecir la contienda; fue parte activa, aliada entusiasta del franquismo, y su voz, tan potente como las armas, ayudó a construir el relato de una “guerra santa” contra los “sin Dios”.
Desde los primeros compases del conflicto, las iglesias se llenaron no solo de feligreses sino de banderas y fusiles. La misa de doce se convertía en desfile. “¡Viva Cristo Rey!” se gritaba con el brazo en alto, mientras las calles se teñían de sangre.
Las mujeres republicanas eran peladas al cero, paseadas con aceite de ricino en el cuerpo, y obligadas a rezar bajo amenaza. En muchos casos, como en Montilla, los templos sirvieron de centros de reclusión, tortura y fusilamiento. No fue una excepción: fue el modelo.
LA IGLESIA, BRAZO ARMADO DE LA CRUZADA Mientras el régimen de Franco se afianzaba, la Iglesia española no se limitó a mirar. Participó, alentó, justificó. Monseñor Pla y Deniel, obispo de Salamanca, al que nos referiremos más adelante, dejó claro que lo que se libraba no era una simple guerra civil, sino una cruzada.
“Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden”, llegó a escribir.
Y ese orden no era otro que el del antiguo régimen: patriarcal, ultracatólico, clasista, monolítico. Los testimonios de la época estremecen. Luis Ortiz Alfau, miliciano republicano, recordaba con 99 años cómo la Iglesia daba cobertura moral a los fusilamientos.
“Había curas que acompañaban al pelotón, que daban la bendición antes de disparar. A veces, incluso disparaban ellos mismos”, relató en una entrevista poco antes de su muerte.
En Montilla, el sacerdote Federico Romero Fustegueras hacía controles callejeros armado con pistola. No era simbólico. Era literal.
EDUCACIÓN, RELIGIÓN Y REPRESIÓN: TRILOGÍA DEL PODER
Uno de los frutos más fértiles del nacionalcatolicismo fue el control absoluto de la educación. En ciudades como Lucena se clausuraron los institutos republicanos para sustituirlos por colegios religiosos. Los crucifijos volvieron a las aulas con procesiones y bendiciones solemnes. Las escuelas públicas se convirtieron en centros de adoctrinamiento. La «Montilla, cuna de santos y guerreros», era una consigna que se repetía en muchos colegios de España.
En este clima, niños y niñas eran formados como pequeños soldados de Dios. Marchas, himnos, ejercicios militares y rezos componían su jornada. En muchos casos, como el de Antonio Córdoba Gálvez, republicano fusilado en 1939, se llegó al extremo de rebautizar a su hijo Lenin con el nombre cristiano de Antonio Francisco como condición para permitirle acceso a la escuela .
EL PRELADO QUE CAMBIÓ EL PÚLPITO POR LA TRINCHERA IDEOLÓGICA
Enrique Pla y Deniel (1876–1968) no fue solo un alto cargo de la Iglesia católica española; fue también uno de los grandes legitimadores espirituales del franquismo. Nacido en Barcelona y formado en Roma, su carrera eclesiástica lo llevó a ser obispo de Salamanca y, más tarde, arzobispo de Toledo y primado de España. Sin embargo, su papel más controvertido y recordado llegó en septiembre de 1936, apenas iniciada la Guerra Civil.
Ese año publicó la carta pastoral «Las dos ciudades», donde declaró que el levantamiento militar de Francisco Franco contra la Segunda República debía considerarse una «cruzada«, es decir, una guerra santa por la salvación espiritual de España. En un contexto de feroz anticlericalismo, quema de iglesias y persecución religiosa en zonas republicanas, Pla y Deniel interpretó la guerra como una lucha entre el bien cristiano y el mal ateo. Su postura bendecía, sin matices, el uso de la violencia en nombre de la fe.
El mismo día en que Franco fue proclamado jefe del Estado, Pla y Deniel le envió un telegrama de felicitación, anticipando la “gloriosa resurrección de la España cristiana”. A partir de entonces, su carrera no hizo más que ascender, culminando con su nombramiento como cardenal en 1946.
Aunque admirado por muchos en su época, hoy su figura genera un profundo rechazo. ¿ Qué fue realmente este elemento ¿un defensor de la fe o un aliado de una dictadura? Su legado, entre púlpitos y pólvora, sigue siendo un testimonio incómodo de cómo la religión y poder pueden entrelazarse perfectamente.
SACRAMENTOS A CAMBIO DE SUPERVIVENCIA
En aquellos años los sacramentos fueron usados como moneda de cambio. Casarte por lo civil podía llegar a costarte la vida, aunque resulte increíble. Negarte al bautismo de tus hijos, su educación. A Rafael Baena Cruz, preso en Montilla, le ofrecieron salvar su vida si accedía a casarse por la Iglesia con su esposa. Aceptó. Y esa misma noche lo fusilaron.
Su historia no es una excepción. En toda España se multiplicaron los matrimonios y bautismos exprés antes de las ejecuciones. La absolución antes del disparo era la última oportunidad para limpiar no solo el alma, sino el expediente ante los ojos de los verdugos.
La Iglesia bendecía y celebraba. En Córdoba, en Lucena, en Burgos, en Madrid. En toda España. No importaba el dolor, solo la victoria espiritual. Lo atestigua el sacerdote Bernabé Copado, quien, según recogió la prensa falangista, consideraba “consolador” que los condenados se confesaran antes de ser fusilados. Aquellos que se negaban, como el espiritista Pedro Armenta Vargas, eran tildados de “infieles”, y su negativa se convertía en un pecado más grave que el propio delito imputado. Armenta fue fusilado sin confesión tras decirle al cura: “Tú eres un hombre igual que yo”.
MUJERES Y NIÑOS: OBJETIVOS DE LA REEDUCACIÓN
El nacionalcatolicismo impuso un modelo de mujer sumisa, callada, religiosa, madre y esposa. Las mujeres que se salían de ese molde eran estigmatizadas. Se les prohibía trabajar, estudiar o siquiera circular sin un salvoconducto. Testimonios como el de las “mujeres de negro” de La Barranca, en La Rioja, dan cuenta del control social y del coraje. Estas mujeres desafiaron la represión velando a sus muertos y usando a sus hijos como escudos humanos para impedir que la Guardia Civil las desalojara .
En Montilla, niñas como Ángela Zafra fueron bautizadas y forzadas a comulgar después de que asesinaran a sus padres. Las autoridades religiosas y civiles organizaron banquetes para celebrar los sacramentos de estos “niños recuperados”. El objetivo era claro: borrar el pasado familiar y reconvertirlos en súbditos ejemplares del nuevo régimen.
MEMORIA SECUESTRADA, RELATO OFICIAL
Los muertos del bando franquista fueron elevados a la categoría de mártires. Se erigieron cruces, se renombraron calles, se organizaron entierros multitudinarios. Los del otro lado desaparecieron. No hubo lápidas, ni libros de defunciones, ni reconocimiento. La Iglesia calló. Incluso cuando se sabía de ejecuciones masivas, el silencio era la norma.
Angustias García Usón, madre del humorista José Luis Coll, pasó casi 40 años sin ver a sus hijos, refugiada tras haber sido señalada como roja. Solo tras la muerte de Franco pudo volver a reunirse con ellos. E igual que ella, miles de madres, esposas e hijas vivieron condenadas al ostracismo, convertidas en sombras del pasado vencido.
EL COSTE DE LA BENDICIÓN
El nacionalcatolicismo fue más que una alianza. Fue un pacto de poder. A cambio de su apoyo, la Iglesia recibió dinero, privilegios y control total sobre la vida civil.
El precio lo pagó el pueblo. La historia de Lucena y Montilla, aunque singular, fue solo un espejo de lo que sucedió a lo largo de toda España: un país que, bajo el manto del sagrado corazón, aprendió a santificar las balas.