Apesar de que el artículo 16 de la Constitución Española establece la aconfesionalidad del Estado, este país abunda en hechos que desmienten dicho artículo y son objeto de una cuchufleta por parte de esos europeos a los que tanto queremos parecernos en otras cosas. Los ministros, por ejemplo, van de costaleros en las procesiones de su pueblo. Ciertos jueces dictan sentencias debajo de un crucifijo. El Ejército tiene capellanes católicos en nómina. Los obispos inauguran obras públicas a golpe de hisopo y los curas bendicen las botaduras de los buques. Hasta los futbolistas, al salir al campo, se santiguan como si fueran a las cruzadas y corren a ofrecer sus trofeos a la patrona del lugar. No da la impresión de que prácticas tan pintorescas vayan a extinguirse en plazo breve.
En el ámbito escolar, todavía hay imágenes católicas en algunas aulas de los centros públicos. En Navidad, se cantan villancicos y se monta el belén de los católicos, con desprecio evidente a quienes no comparten esas creencias. Además, el Estado cede graciosamente sus locales y paga al profesorado que imparte en ellos la catequesis. A los ciudadanos se nos obliga a sufragar las nóminas de ese profesorado y a sostener con nuestros impuestos una red de centros educativos privados que pertenecen en gran parte a órdenes religiosas.
En medio de este panorama, nada aconfesional como se ve, hay ahora otras confesiones que también quieren estar presentes en colegios e institutos. Tienen el mismo derecho que los católicos, porque existen convenios que avalan su petición y, por lo tanto, se dan todas las condiciones para que en plazo breve pastores, imanes y rabinos, entre otros, se unan a los actuales catequistas y compartan el horario y los espacios escolares con los profesores de conocimiento del medio, Inglés y Matemáticas.
Muchos pensamos, sin embargo, que la multiculturalidad educativa y los mutuos beneficios generados por la mezcla de culturas sólo serán posibles si antes se produce la neutralización religiosa del territorio escolar. El lugar para el adoctrinamiento religioso hay que buscarlo en el exterior de los establecimientos educativos, como se hace en otros lugares de Europa y, mientras eso no ocurra, las instituciones de enseñanza serán terreno abonado para los fundamentalismos de raíz musulmana, cristiana o cualquier otra.
La Iglesia católica es una institución que posee la mayor red mundial de locales propios y es en ella donde debe difundir su credo. Algo parecido es aplicable a sinagogas, mezquitas y otros lugares de culto. El día en que las religiones todas sean una cuestión privada que se practique en la intimidad o en los sitios concebidos para ello, habremos dado un paso definitivo para erradicar los conflictos religiosos de nuestras aulas.
Porque el verdadero problema no es meter a todas las religiones en la escuela, sino sacar de ella a la que la está ocupando en exclusividad desde hace demasiado tiempo. El ámbito natural de las religiones no es la escuela; tal concepción viene de una época en la que los poderes no estaban delimitados y lo religioso lo impregnaba todo. Todavía ocurre así en determinadas culturas donde la separación entre Iglesia y Estado no existe. Pero las sociedades laicas de acogida han de tener claro que, históricamente, la convivencia entre culturas es siempre enriquecedora, pero la competencia entre los credos conduce siempre al enfrentamiento abierto. Y en el territorio escolar, las religiones suponen una adherencia ajena al trabajo educativo.
No se trata de imponer en el dominio escolar un imposible igualitarismo capaz de contentar a todas las creencias. Son los creyentes quienes deben admitir que los centros de enseñanza han de quedar al margen de los credos personales de profesores y alumnos. Si no se hace así, el sistema escolar, en nombre del sedicente igualitarismo a que nos referíamos, estará obligado a atender todas las demandas que se le hagan desde la multitud de credos que hoy existen en nuestro país, con lo cual deberán modificarse los calendarios escolares en función de los días en que el trabajo está prohibido para determinadas creencias, tendrá que haber clases de todas las religiones presentes, menús alimentarios acordes con los mandatos de cada confesión, algunos alumnos podrán rechazar enseñanzas que atentan a su pudor (anatomía, educación sexual), otros negarán la coeducación que permite el contacto entre chicos y chicas o la realización de ejercicios físicos que pueden considerarse provocativos, etcétera.
Hablo de situaciones reales que ya se han producido en otros países y comienzan a aparecer aquí. La idea de que los centros educativos puedan ofrecer un currículum a la carta a los alumnos, según sus creencias religiosas, es descabellada y conduciría a la ingobernabilidad de los colegios e institutos, a la aparición permanente de conflictos y a una caída en picado de la calidad de la enseñanza impartida.
Urge llegar a soluciones pactadas que eviten la repetición de situaciones como la producida a raíz del uso del «yihab» por la niña Fátima Elidrissi. Es evidente que a la niña le asistía el derecho a vestir la prenda de la discordia, del mismo modo que los alumnos indígenas y algunos profesores portan hábitos, crucifijos y demás símbolos de la religión que profesan. Pero mucho más importante que eso son los meses de escolaridad que le han robado a Fátima entre todos y el desvío de esta alumna hacia la enseñanza pública, en contra de los criterios de la comisión de escolarización de la zona. Y todo a causa de un velo y de la incompetencia notoria de las autoridades de turno.
Con la Constitución en la mano, se debería alcanzar un gran consenso social basado en el compromiso de mantener los centros de enseñanza en el ámbito de la aconfesionalidad. Ésa sería la mejor prueba de tolerancia que los creyentes de todas las religiones podrían ofrecer a la sociedad. Y, a partir de ahí, cada comunidad escolar, padres, profesores y alumnos de las diferentes confesiones presentes tendrían que entrar en detalles y determinar si un «yihab», una medalla de la Santina o una estrella de David colgadas del cuello son símbolos que perturban o no la convivencia. Éste es el auténtico asunto que se esconde detrás del pañuelo de Fátima. Hay que abordarlos, aunque los ministros sigan disfrazándose de nazarenos.