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El modelo francés no sirve

La prohibición del ‘burka’ y el ‘niqab’ entró ayer en vigor en Francia. La integración cívica de las inmigrantes musulmanas tiene fallos en toda Europa, pero el prohibicionismo de Sarkozy no ayuda a solucionarlos

Creo que la gente debe tener libertad para publicar caricaturas de Mahoma. Creo que la gente debe tener libertad para llevar el burka. En una sociedad libre, los hombres y mujeres deben poder hacer, decir, escribir, dibujar y vestir lo que quieran, siempre que eso no haga grave daño a los demás.

Por consiguiente, los partidarios de una prohibición del burka como la que entró en vigor en Francia ayer, lunes 11 de abril, deben demostrarnos qué daño hace que las mujeres se paseen con el rostro cubierto. Hasta ahora, han ofrecido tres argumentos fundamentales.

En primer lugar, dicen que el velo que cubre por completo el rostro es una amenaza para la seguridad pública. Jean-Francois Copé, líder del partido de Nicolas Sarkozy, la Unión por un Movimiento Popular, ha mencionado un atraco a mano armada que llevaron a cabo "en las afueras de París unos criminales disfrazados con burkas". Otros hablan de que bajo el burka puede ocultarse un posible terrorista suicida. ¿Pero cuántos incidentes así ha habido? Para los terroristas de Londres y Madrid, la mochila fue un sitio más fácil en el que esconder una bomba. Y, por otra parte, hace muchos años que los manifestantes violentos que provocan disturbios callejeros se ocultan con pasamontañas y que la media (o su equivalente actual) en la cabeza es el uniforme obligado del atracador. Es ridículo sugerir que las menos de 2.000 mujeres que se cree que llevan el burka en Francia, como las menos de 500 en Holanda, constituyen de pronto una amenaza para la seguridad más grave que todos esos hombres encapuchados y con pañuelos que llevan decenios ejerciendo la violencia.

Lo cual nos lleva al segundo argumento: una sociedad abierta requiere que nos podamos ver las caras. Simpatizo enormemente con esta postura. Casi todas las sociedades libres tienen ciertas normas que rigen nuestras apariciones en público: nada de desnudos frontales completos, por ejemplo, salvo en los lugares reservados para ello. Si, desde hace 50 años, llevar el rostro descubierto en público es la norma legal establecida en las sociedades europeas, igual que lo es cubrir las partes íntimas, sería razonable insistir en que quienes deciden vivir aquí la respeten. Sin embargo, aunque nos quieran presentar la ley francesa como algo igualitario y universalista, es evidente que en realidad no lo es.

En 2009, Sarkozy asumió con entusiasmo la demanda de que prohibiera el burka. Y ahora va a ponerlo en práctica en el contexto de la feroz defensa que hace su partido de la laicidad francesa -en especial frente a la invasión del "islam"- y que quedó reafirmada en una polémica reunión celebrada la semana pasada. Además, en estos momentos, importa mucho la posibilidad de recuperar a los votantes que están yéndose a Marine Le Pen y la extrema derecha xenófoba. Es decir, se trata de una prohibición muy politizada, camuflada bajo un fino velo universalista.

El último argumento es que el perjuicio más inaceptable es el que sufren las propias mujeres que llevan el velo. Silvana Koch-Mehrin, vicepresidenta del Parlamento Europeo, dice que el burka es "una prisión móvil". Y es frecuente oír que las mujeres solo se encierran en esa prisión móvil porque sus padres o sus maridos las obligan.

También simpatizo, en un principio, con esta opinión. Cada vez que, en un día caluroso en Londres, veo a una mujer envuelta en una túnica negra que camina detrás de un hombre con camiseta, vaqueros y zapatillas, mi primera reacción es: "¡Qué mierda de injusticia!". John Stuart Mill, que enunció el "principio del daño" clásico del liberalismo, criticaba con pasión "el poder casi despótico de los maridos sobre las mujeres". Pero antes de saltar a esta conclusión, ¿no deberíamos preguntarles a las mujeres? ¿O suponemos, llenos de paternalismo (o maternalismo), que no saben lo que les conviene y hay que obligarlas a ser libres?

Un estudio realizado por el proyecto At Home in Europe, de las Open Society Foundations, que se hizo público el lunes de la pasada semana, muestra los resultados de unas entrevistas detalladas realizadas a 32 mujeres que llevan el rostro cubierto por completo en Francia. Todas, menos dos, dicen que son las primeras en su familia que lo llevan, y casi todas insisten en que lo hacen porque han querido ellas. Varias decidieron llevarlo en contra de la resistencia inicial de sus maridos, padres y madres (las familias tenían miedo de encontrarse con hostilidad en la calle, un miedo razonable. En una parodia tragicómica de las posibles reacciones francesas, a una de estas mujeres -Omera, de 31 años, que vive en el sur de Francia- la amenazó una anciana francesa con unas bolas de petanca).

Muchas entrevistadas describen el hecho de llevar el niqab o el burka como parte de un viaje espiritual, en el mismo tono en el que, antiguamente, una mujer cristiana o judía devota podría haber explicado su decisión de "tomar los hábitos". Algunas explican también que es una forma de protesta y defensa contra un espacio público muy sexualizado y voyeurista: "Para nosotras, es un modo de decir que no somos un pedazo de carne en un mostrador, no somos una mercancía" (Vivi, 39 años, sur de Francia). Cerca de ti, Señor… y lejos de Pepe, el lascivo.

Quizá no nos guste su decisión. Tal vez nos resulte inquietante y ofensiva. Pero es, a su manera, un ejercicio de la libertad de expresión tan respetable como las caricaturas de Mahoma, que estas mujeres, a su vez, considerarán inquietantes y ofensivas. Y en eso consiste una sociedad libre: la que lleva el burka tiene que tragarse las caricaturas; el caricaturista tiene que tragarse el burka.

¿Qué sentirán estas mujeres a partir de la prohibición? Oigamos lo que dice Camile, de París: "¿Por qué voy a tener que quitarme el niqab? No soy una terrorista. No soy una criminal. No soy una ladrona. Yo, que hoy respeto todas las leyes, las leyes de Dios y las leyes de la República, voy a convertirme mañana en delincuente".

Sin duda, existen casos de mujeres -con las que es mucho más difícil hablar- que llevan el niqab o el burka por miedo a los hombres de su familia. Hay que poner a su disposición todos los recursos: líneas de teléfono para hacer llamadas anónimas, apoyo de la comunidad, centros de acogida, facilidades para mudarse y empezar de nuevo. También ellas deben tener libertad para elegir. ¿Pero cómo va a ayudarlas el hecho de prohibir el burka? ¿No es más probable que la reacción de esos tiranos sea encerrarlas aún más en casa?

Como es tan fácil que a uno lo malinterpreten al hablar de este tema, quiero dejar muy clara mi postura. Creo que existen grandes problemas que dificultan la integración de las personas de origen inmigrante y religión musulmana en la mayoría de las sociedades de Europa Occidental. Me parece que hemos cometido graves errores de acto y de omisión durante los últimos 40 años, algunos de ellos en nombre de un "multiculturalismo" equivocado y lleno de relativismo moral. En mi opinión, necesitamos un liberalismo sólido que esté preparado para unas sociedades que ya son multiculturales.

Pero, por el bien de la razón y el sentido común, centrémonos en lo que de verdad importa. Defendamos la libertad de expresión frente a las intimidaciones islamistas violentas. Garanticemos que los hijos de los inmigrantes obtengan una buena educación, aprendan la lengua, la historia y la política del país europeo en el que viven y salgan equipados para hacer un trabajo útil y una plena contribución como ciudadanos. No nos dejemos distraer por una política de gestos fáciles, que, mientras intenta recuperar los votos de los partidos xenófobos de extrema derecha, les está dando legitimidad.

La prohibición del burka es antidemocrática e innecesaria, y lo más probable es que sea contraproducente. Nadie debe seguir el ejemplo francés, y la propia Francia debería dar marcha atrás.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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