Nuestra preocupación y la tesis que queremos desarrollar en esta serie de artículos, es que la actitud de los gobernantes y demás poderes del Estado salvadoreño han contradicho históricamente el carácter laico que el mismo debería tener, y contravenido las libertades y necesidades de los ciudadanos e iglesias no católicas, que se ven privados así de los privilegios otorgados a un sector de la sociedad en detrimento de la inclusión y la igualdad de las y los salvadoreños sin importar su creencias en asuntos de fe.
Cuando en el siglo XVI, los grandes precursores de lo que se llamaría la Reforma Protestante pusieron las bases de ese movimiento histórico en el campo de la relación del hombre con Dios y del hombre con su entorno social, enfrentaron diversas concepciones presentes en aquel tiempo, tales como la infalibilidad del Papa, los abusos administrativos y el celibato, entre otras.
Al abordar esas situaciones, mitos y mentiras, desde una perspectiva más humana pero sobre todo más apegada a la letra de las Sagradas Escrituras, la Reforma parió, cual hijo legítimo, la libertad de religión y de pensamiento. Desde entonces, en el plano social y político, la humanidad ha transitado por un proceso de secularización o laicidad estatal, en aras de alcanzar una mayor equidad en la relación del Estado con los ciudadanos creyentes y no creyentes, y una relación de igualdad entre estos.
El contexto en el cual surge y se concreta la Reforma, era además favorable para que los cambios propugnadas por ella, tuvieran eco propicio en los campos social y político: el período de la humanidad conocido apropiadamente como Renacimiento (siglos XV y XVI), que trajo consigo una visión más humana de ver el arte, la vida y la sociedad.
Entre esas nuevas visiones, de gran importancia fue el enfoque sobre la separación de la iglesia y el Estado. Al respecto, en la medianía del siguiente siglo (XVII) el pensador inglés John Locke (1632-1704), sostuvo que el gobierno y la religión tienen fines diferentes, y deben estar separados, dejando a los ciudadanos en libertad de buscar la libertad religiosa por su cuenta.
Este pensamiento, que aquí sólo mencionamos e iremos ampliando en posteriores artículos, lo recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada el 10 de diciembre de 1948 por las Naciones Unidas, en sus artículos 18 y 26 (véase recuadro).
Sin embargo, es un hecho que actualmente, como en los inicios de la Reforma, existen en nuestra sociedad ídolos, fetiches y mentiras como el consumismo, la preponderancia de la posesión ante el bienestar común, y, muy particularmente en el campo de las libertades, la realidad de esa igualdad pretendida por medio de la separación de la Iglesia y el Estado.
Vinculada esa relación con la extensión de la libertad de culto, se ha convertido en un concepto legal y político que determina que ambas instituciones se mantengan separadas e independientes, sin influencia mutua y con autonomía de sus ámbitos de acción. Y, como producto de aquel pensamiento gestado durante el Renacimiento, actualmente la gran mayoría de estados del mundo se definen como laicos. Caso, nuestro país.
Para mejor entender esta problemática, es conveniente aceptar que el Estado laico no es el único modelo de relación iglesia-estado, por lo que lo importantes es poder determinar cual es la relación adecuada para nuestros tiempos y la realidad de las naciones del mundo.
Para el jurista y catedrático Paul Cliteur1, esa relación puede adoptar por lo menos cinco modalidades, a saber:
1. Ateísmo político o ateísmo totalitario, en el que el ateísmo es la doctrina estatal.
2. Estado religiosamente neutral o laico, en el que el Estado admite todas las religiones, pero ninguna ocupa una posición de privilegio
3. Estado "multirreligioso" o "multicultural", que trata a todas las religiones por igual ayudando a todas en la misma medida
4. Estado con una Iglesia oficial, en el cual se concede prioridad a la iglesia oficial, aun cuando no se suprimen las otras.
5. Estado teocrático, opuesto al ateísmo político, en este modelo una religión es favorecida por encima de las demás y las otras son suprimidas legalmente y hasta por la fuerza.
En el caso concreto de El Salvador, que es el que nos interesa, los artículos 25 y 26 de la Constitución de la República, pretenden confirmar para el Estado un carácter laico, y los sucesivos gobiernos así lo han manifestado. Pero, ¿hasta que punto ello es una realidad en nuestro actual sistema político y social?
De hecho, entre ambos artículos de la Constitución existe una contradicción, ya señalada por juristas, pues si el primero "garantiza el libre ejercicio de todas las religiones", el segundo "reconoce la personalidad jurídica de la Iglesia Católica", mientras que "las demás iglesias podrán obtener, conforme a la ley, el reconocimiento de su personalidad".
Es decir que hay un alineamiento tácito (y aun explícito), en pro de la iglesia católica, que contradice el laicismo confesado y convierte al Estado, en una institución con una religión oficial (el catolicismo) en detrimento de las otras iglesias, no sólo evangélicas sino de diferentes denominaciones y origen (tales como el budismo y el islamismo). Lo cual hace del mismo un Estado confesional de facto, en el cual ambas entidades, según Cliteur –antes citado– "colaboran estrechamente en tareas de gobierno y mantenimiento del orden público. Se toleran otras iglesias pero no se financian".
El reflejo de esa caracterización, es a todas luces patente en nuestra realidad. Para la iglesia católica existe un trato preferencial y casi sumiso (son los "príncipes"), y no se mueve una hoja del gobierno sin el aval de la aquella institución religiosa. La entrega del canal 8 de televisión y la reciente polémica sobre la lectura de la Biblia en los centros escolares, son ejemplo de ambas actitudes.
Es obvio, pues, que este concepto de "separación iglesia-estado", es un concepto tramposo, muchas veces defendido con el argumento de que el catolicismo constituye una respuesta a los problemas de las sociedades por la capacidad mostrada por ella en lo organizativo y benéfico; cerrando así toda valoración objetiva de la capacidad y desarrollo mostrado, principalmente y por lo que a mi fe atañe, por las iglesias evangélicas en las últimas décadas; y desconociendo la verdad de una institución que ha presentado grandes grietas morales, como en el caso del sacerdote Marcial Maciel implicado en una serie de violaciones, para poner un caso, y el hecho histórico de la llamada "santa" Inquisición, vertedero de injusticias y terror que asoló a la humanidad y, "bajo la mesa", sigue actuando en la época contemporánea.
Esto, a pesar que incluso reconocidos teólogos del mundo han manifestado que "al vivir en una sociedad plural desde el punto de vista de las creencias, el Estado tiene la obligación de velar por los derechos de todos los ciudadanos sin ningún tipo de discriminación, y para ello tiene que configurarse como un Estado laico e independiente. En este sentido, tiene que mantenerse neutral ante las diferentes opciones religiosas, garantizando a todas ellas el ejercicio de sus derechos, al margen del arraigo que hayan podido alcanzar o de su dimensión social. Consecuentemente, la libertad religiosa no puede estar condicionada ni subordinada a ningún criterio de tipo cuantitativo ni de conveniencia política o razones históricas"2.
Nuestra preocupación y la tesis que queremos desarrollar en esta serie de artículos, es que la actitud de los gobernantes y demás poderes del Estado salvadoreño, han contradicho históricamente el carácter laico que el mismo debería tener, y contravenido las libertades y necesidades de los ciudadanos e iglesias no católicas, que se ven privados así de los privilegios otorgados a un sector de la sociedad en detrimento de la inclusión y la igualdad de las y los salvadoreños sin importar su creencias en asuntos de fe.
NOTAS
1Paul Cliteur (Amsterdam , 1955-2004 ). Jurista y filósofo, fue profesor de Derecho de la Universidad de Leiden (Países Bajos).
2Numeral 2, de Mensaje del XXVIII Congreso de Teología sobre “Cristianismo y laicidad”, realizado en Madrid, septiembre de 2008.
"Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia. (Artículo 18).
"La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz. (Artículo 26, numeral 2).
Declaración Universal de Derechos Humanos