Debo decir que detesto el buenismo, si por ello entendemos la suplantación de la realidad por un discurso huero y pomposo (la Alianza de las Civilizaciones, por ejemplo)
Tras mi última columna sobre el fundamentalismo recibí varios mensajes en las redes que me acongojaron. En realidad eran los mismos argumentos que se oyen por doquier; gran parte de la congoja reside en el hecho de que esos tópicos estén tan extendidos. Me refiero a esas personas que denuncian el buenismo de considerar que los musulmanes pueden ser gente decente; y que dictaminan, con una seguridad y una erudicción maravillosas, que el Corán es un libro lleno de odio y nuestra Biblia un paradigma de amor, como si todos ellos fueran expertos teólogos y se pasaran el día leyendo las suras islámicas (desde luego el feroz Antiguo Testamento no lo han leído). Debo decir que detesto el buenismo, si por ello entendemos la suplantación de la realidad por un discurso huero y pomposo (la Alianza de las Civilizaciones, por ejemplo). Pero aún me espanta más la ignorancia primitiva, violenta y tribal con que reaccionamos frente al diferente. Sí, es cierto que la mayoría islámica es horriblemente retrógrada, lo dije en mi columna: pero no son terroristas. En esta batalla contra el integrismo podemos escoger entre convivir con los retrógrados islámicos e intentar convencerles, al igual que convivimos con nuestros propios retrógrados, o bien convertirnos en matones de nuestra cultura, golpearnos el pecho como gorilas, sentirnos estúpidamente superiores e ir alimentando con tópicos descerebrados y belicosos la inmensa hoguera de furor que arde en el mundo. También hay un malismo y es esto, esta fiebre sectaria e irracional, estas ansias de exclusión y enfrentamiento. Así se han debido de montar todas las catástrofes bélicas de la historia: cultivando el malismo y aporreando con pueril entusiasmo los tambores de guerra.