La renuncia sobrevuela sobre un Pontificado definido por una batalla (perdida) contra la modernidad
Las concentraciones de fieles que se han visto en la plaza de San Pedro en los últimos actos de despedida de Benedicto XVI, no han sido una constante en su pontificado. Ni en Latinoamérica, donde su predecesor concentraba masas oceánicas, ni en Europa, donde sus discursos han sido objeto de minuciosos, y casi siempre críticos, análisis, Benedicto XVI ha conseguido ocupar plenamente el sitio del papa polaco.
Todavía hoy, en los puestos de recuerdos y los quioscos de Roma se encuentran casi exclusivamente calendarios, fotografías, retratos de su antecesor. Como si las masas de turistas católicos se hubieran saltado al papa 265 en la lista de sus devociones. Solo la renuncia de Benedicto XVI, un gesto asombroso desde todos los puntos de vista, ha desplazado en un sentido positivo el veredicto de la historia.
La huella de un papa en una institución bimileraria como la Iglesia católica, puede ser muy tenue. Y se puede decir que Joseph Ratzinger ha dejado un legado más intenso como responsable del segundo departamento más importante del Vaticano, la Congregación para la Doctrina de la Fe, que como pontífice. Como guardián del dogma, fue durante 27 años la mano derecha de Juan Pablo II. El hombre que redactó documentos que levantaron ampollas, como el titulado Dominus Jesus, publicado en 2000, en el que se insistía en la primacía de la Iglesia católica como depositaria del legado de Cristo. El que disciplinó a decenas de teólogos rebeldes.
Como pontífice, su perfil podría construirse a partir de las múltiples batallas perdidas contra el laicismo creciente, según unos, contra la inexorable marcha de los tiempos, según otros. En ocho años al frente de la Iglesia, Joseph Ratzinger ha intentado seguir la trayectoria populista de Juan Pablo II. Ha hecho una veintena de viajes internacionales, a México, Brasil, Australia, Estados Unidos, Camerún, y varios países europeos, España, Alemania, Reino Unido y Polonia, entre ellos. Pero sus discursos de gran nivel intelectual han sido, algunas veces, malinterpretados. El que pronunció en Ratisbona, en 2006, contraponiendo la fe católica al islam, causó graves incidentes de protesta en algunos países musulmanes.
El gran profesor se vio rechazado también violentamente por los alumnos y un sector de los docentes, cuando aceptó la invitación a pronunciar el discurso de apertura del año académico en la universidad La Sapienza de Roma, en el invierno de 2008. Las protestas virulentas le hicieron desistir. Era una confirmación más de que Europa no parecía dispuesta no ya a escucharle sino ni siquiera a dejarle hablar. Y Ratzinger se reafirmó en su teoría de que la ola de secularización creciente estaba borrando de la faz del Viejo Continente el legado cristiano.
Obsesionado por este desafío, en 2010 puso en marcha un nuevo ministerio vaticano dedicado a promover la Nueva Evangelización en países que ya fueron evangelizados en los primeros siglos de desarrollo de la Iglesia. Era su forma de combatir también otro peligroso enemigo del Cristianismo, “la dictadura del relativismo”. Una ofensiva que no deja dogma ni idea absoluta en pie, y que, en palabras del cardenal emérito español, Julián Herranz, “representa un ataque no solo a la Iglesia sino a la declaración de los Derechos Humanos de Naciones Unidas”.
No puede decirse que la nueva evangelización haya dado muchos frutos, por el momento. Ni siquiera ha encontrado el apoyo de la propia Iglesia, ni dentro ni fuera del Vaticano, con la excepción del movimiento ‘neocatecumenal’ de Kiko Argüello, que ha entrado en la batalla con sus entregados seguidores.
El Papa ha dedicado al tema decenas de documentos, discursos, homilías, escritos doctrinales. Y ha hecho una labor didáctica ingente. Ha redactado además tres encíclicas. Mejor dicho, dos, porque la tercera, dedicada precisamente a la Fe, ha quedado inconclusa. Al mismo tiempo escribía su historia de Jesús de Nazaret, y se consagraba como un autor de éxito, con millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ratzinger tenía desde el primer día de su pontificado otro gravísimo frente abierto, el escándalo de los sacerdotes pederastas que durante años había sido silenciado por Juan Pablo II, y que regresaba, ahora, con toda su fuerza. Benedicto XVI ha dictado severas normas de punición para los sacerdotes que incurran en tales pecados, ha ‘castigado’ a varios obispos culpables de proteger a pederastas apartándoles de sus puestos, ha pedido perdón, se ha lamentado por las víctimas y por la Iglesia, mientras las arcas de las diócesis estadounidenses (el país más afectado, al menos por número de víctimas y de demandas millonarias) se vaciaban.
La herencia de Karol Wojtyla no fue demasiado buena en ese apartado. Pero su imagen nunca se vio afectada por un escándalo tan pavoroso. Era un Papa simpático, comunicativo, espontáneo. De Juan Pablo II se decía que prefería viajar incansablemente antes que enfrentarse a los problemas de la Curia romana. Un nido de intrigas, un complicado entramado de intereses, clanes enfrentados, pasiones mundanas ocultas bajo las sotanas. Ratzinger ha intentado poner orden en la organización interna vaticana. Intentó que se realizaran reuniones periódicas en los ‘dicasterios’. Que se resolvieran los problemas a base de diálogo. Pero no hubo respuesta. El nudo a deshacer estaba demasiado enredado. Su pontificado se cierra con lo que podría interpretarse como una contraofensiva de la curia, con el caso Vatileaks (el escándalo de las filtraciones de documentos privados del Papa) como metáfora de su fracaso en el intento de reformarla. Muchos achacan este fiasco al error de colocar en el puesto de Gobierno más importante al cardenal Tarcisio Bertone, antiguo secretario suyo en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Bertone, dicen las malas lenguas, ha copado los puestos claves con hombres de su confianza. Y según el semanario ‘Panorama’, de la edición del 28 de febrero, habría puesto en marcha, desde finales de 2011, un sistema de ‘espionaje’ en toda la curia, con ayuda de la gendarmería vaticana.
El Papa ha estado ajeno a todos estos líos políticos. Absorto en la batalla de recuperar a los cismáticos seguidores de Marcel Lefebvre. Benedicto XVI que no ha dado un solo paso en el camino de dar más peso a la opinión de obispos, clero y fieles en las decisiones de la Iglesia, que ha dejado intocado el grave asunto del celibato de los sacerdotes, de la incorporación de las mujeres a este ministerio, se ha volcado en cambio en atraer al seno de la Iglesia a este pequeño grupo disidente.
Cuatro obispos, 500 sacerdotes, y menos de 300.000 fieles absorbieron una gran porción de las energías del pontífice. En julio de 2007, con un ‘motu proprio’ dio nueva visibilidad a la misa en latín. Una decisión que provocó enorme descontento en las parroquias europeas. En enero de 2009 levantaba la excomunión a los obispos ‘lefebvrianos’, uno de los cuales, Richard Williamson, se tomó la libertad en una entrevista de negar el Holocausto.
Pero sus esfuerzos no han cerrado tampoco esta herida. El 28 de febrero, mientras Benedicto XVI hacía las maletas camino de la residencial papal de Castelgandolfo, el ‘caso lefebvristas’ seguía abierto. Sin que la comunidad rebelde haya dado su brazo a torcer, orgullosos de mantener vivo el rito de la Contrarreforma, fijado por Pío V tras el Concilio de Trento, en el siglo XVI. Sin acabar de reconocer el magisterio de la Iglesia surgida del Concilio Vaticano II. Un tema pendiente más que el sucesor de Benedicto XVI se encontrará en su despacho, junto al dosier sobre las filtraciones en la curia, el goteo constante de denuncias sobre casos de pederastia, y las peticiones, nunca escuchadas, de mayor colegialidad en la Iglesia, y más sintonía con las preocupaciones de los fieles. Podría decirse que el Papa emérito ha perdido casi todas las batallas.
Benedicto XVI tras su última audiencia como Papa este martes. / GABRIEL BOUYS (AFP)
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