El hermano Florentino era de Bilbao y tenía una cicatriz profunda y llamativa entre cúbito y radio, en el mismo arranque de la muñeca derecha, que le hacía combar el compás de su gesto resuelto cuando campaba por sus respetos en las anchuras de aquel internado marista de Jaén, a mediados de los cincuenta. El boquete carnal le volvía la piel translúcida entre ambos huesos y se rumoreaba que, cuando el adusto vascongado había sido gravemente herido en la Guerra Civil, hizo promesa de entrar en religión si se salvaba y, como así fue, se hizo Marista.
Era uno de los cuatro hermanos prefectos que se encargaban de vigilar a los doscientos internos y su relativa minusvalía manual no le impedía levantarnos en vilo, agarrándonos entre el cuello y el mentón, y aplicándonos a la espalda un objeto contundente que le subía de entre las piernas y que, mientras nos lo frotaba por los omóplatos en pleno recreo, le arrancaba un silbido fricativo absorbente de placer irrefrenable, mientras el inocente refregado de turno, apenas entrado en la segunda década de su vida, no entendía nada de lo que pasaba y se sorprendía de sentir aquella cosa tan rara con que le atizaba el muy cabrón.
ACHAPARRADO, CETRINO Y FIBROSO
Pasados casi sesenta años, lo recuerdo como si lo estuviera viendo. Era muy parecido al recién fallecido actor Alex Angulo, que protagonizó El día de la Bestia, de Alex de la Iglesia: enjuto, achaparrado, cetrino y fibroso; la barba ennegrecida y cerradísima; brillosos los ojos y penetrantes tras unas gafas de pasta con gruesos cristales siempre sucios y rayados; aquello, por el calor que le subía de la bragueta y esto, por el mal trato a que los sometía jugando al fútbol y al frontón. El poco pelo, pegado a la lustrosa calva, acababa por diluírsele en la severidad cimera de una boina racial de tan poco cabo como muchas manchas que terminaban por convertir el negro en pardo y lo que antaño lució como fieltro azabache, ahora se había mudado en oscuro e indefinido color carracachú que nunca pierde. Los falsos de la sotana y los vueltos de las mangas andaban tan deshilachados como borlas; los hombros, nevados de caspa y raídos por el roce constante, como los cordones de que pendía el crucifijo metálico pectoral.
Era un espectáculo singular verlo remangarse la sotana y correr tras el balón al son de un frufrú vigoroso de almidones rotos tal si fuera primo hermano de Gaínza, Zarra o Panizo. Era el único cura del colegio que no había nacido en Cameros, comarca riojana entonces muy deprimida, yacimiento preferente de Maristas y donde rivalizaban por encontrar los nombres más estrafalarios (Ananías, Dioscórides, etc.) del santoral para bautizar a la prole.
LA MISMA UNTURA QUE LOS FUTBOLISTAS DEL JAÉN
Aunque no tenía las hechuras ni los volúmenes de los frailes goliardos, sus hazañas demostraron que lo era, no dejando en el internado títere con cabeza y entrando cada noche, cuando había que apagar la luz, en alguna celda, excepcional y graciablemente iluminada, y ofreciéndose a calmarnos las agujetas post deportivas con la aplicación de solícitos masajes en sendos muslos “con la misma untura que usan los futbolistas del Real Jaén”, a la sazón en la División de Honor. Y tengo que decir que era tan artista de la fisioterapia como de la conversación con que nos regalaba antes, durante y después de aquella interesada prestación frotatoria aunque, en mi caso y sin que yo haya sabido nunca el motivo exacto, jamás pasó sus dedos de los surcos inguinales, a diferencia de lo que luego me contaron sobre sus experiencias varios colegas sometidos a expedientes similares.
Hasta que una buena mañana de febrero, en el recreo de las once, corrió como un reguero de pólvora la noticia de que habían trasladado fulminantemente al hermano Florentino. Los mayores decían que “porque era maricón” y los medianos, de quienes el referido cura se encargaba, protestábamos desconcertados sin saber muy bien a qué se debía todo aquel embrollo.
Tres años después, habiéndose trasladado mi familia a Sevilla, fui a estudiar, aunque ya no de interno y sí con algo más de malicia, al colegio de los Maristas de la Calle de San Pablo donde, un buen día, nos informaron de que íbamos a enfrentarnos al equipo de fútbol de los jóvenes que estudiaban para Maristas en la Casa de Formación que a tal efecto había en Castilleja de la Cuesta y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que el árbitro del partido era el hermano Florentino que se hizo el longui y fingió no conocerme, lo que afectó a mi creencia en la divinidad y borró de mi memoria quién ganó y por cuánto el partido de aquel día.
RAZONES PARA UN ARTÍCULO
(Escribo este artículo con motivo de los sucesos de supuesta y múltiple pederastia que han trascendido a la opinión pública estos días en Granada con especial protagonismo mediático del ordinario de esta archidiócesis, monseñor Martínez, quien por su apellido no parecerá sueco pero sí por invigilandia y la indiligencia que presuntamente ha aplicado a la denuncia del acosado y abusado por los Romanones (hasta el punto de provocar la intervención directa del Papa), así como por la agilidad con que practica aquella gimnasia postrándose a todo lo largo y ancho ante el tabernáculo de la Catedral, manifestando estar pidiendo a Dios perdón por sus pecados, cuando lo que debiera haber hecho es pedírselo a la ciudadanía y, en especial, a su feligresía granadina, ya que, si Dios existe y es omnisciente, debe conocerlos, no siendo ese el caso de los demás y, sobre todo, de los muchos fieles bienintencionados y mingitapilas que le otorgan todo el crédito y el beneficio de la duda y lo defienden con uñas ultraconservadoras y dientes ultramontanos. Amén).
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Fuente original: Andaluces Diario
Recreación fotográfica alusiva a los abusos a menores. // FLICKR
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