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El grito en el cielo

Hace unos meses un amigo egabrense me mostraba sorprendido las normas que su cofradía había establecido para regular las elecciones a sus órganos rectores. Entre los requisitos exigidos a los candidatos se incluía una declaración de su situación familiar y, en su caso, un certificado de matrimonio canónico. Me preguntaba extrañado si tales exigencias no atentaban contra derechos fundamentales como el de intimidad y, más aún, contra el principio de no discriminación, máxime cuando él es homosexual y por tanto nunca podrá presentar un acta de matrimonio canónico. Es decir, siendo él un cofrade que vive en pecado, cometiendo de manera continuada actos contra natura . El caso práctico que mi amigo me proporcionó para una de mis clases es un ejemplo más de los muchos conflictos que sigue planteando la ausencia de una regulación constitucionalmente más ajustada de las relaciones entre las confesiones religiosas y el ordenamiento jurídico.

Una confesión religiosa, y todas las proyecciones asociativas e institucionales que deriven de ella, no deja de ser un club privado en el que sus miembros establecen con libertad su ideario y las normas de organización interna. Así lo dispone el art. 6 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Ahora bien, este mismo artículo termina con un inciso que no deberíamos olvidar: "Sin perjuicio del respeto de los derechos y libertades reconocidos por la Constitución, y en especial de los de libertad, igualdad y no discriminación". Es decir, el legislador, como no podía ser de otra manera en un Estado de derecho, antepone los valores constitucionales y los hace prevalecer en caso de conflicto. Es obvio que si dicho artículo se aplicara con valentía, pocas, por no decir ninguna confesión religiosa podría acogerse a nuestro ordenamiento. Bastaría con analizar cómo la mayoría de ellas tratan discriminatoriamente a las mujeres.

Frente a esa posición, siempre cabe el recurso de alegar la amplitud del derecho de asociación y la libertad de los ciudadanos para organizarse en la defensa de sus creencias. Ahora bien, lo que no debería ser tan evidente es el apoyo de los poderes públicos a clubes privados que en su organización interna, y no digamos en su ideario, no respeten los principios constitucionales. Imaginemos el escándalo que supondría que nuestro Ayuntamiento subvencionase una asociación que excluyera a los negros o a un colectivo que defendiera que las mujeres deben seguir atadas a la pata de la cama. Me imagino que con razón colectivos feministas y organismos como el Instituto de la Mujer pondrían el grito en el cielo. Pues bien, algo similar es lo que nuestro poderes públicos hacen apoyando económicamente a colectivos religiosos que dejan mucho que desear en su ajuste a los principios constitucionales.

Este debería ser el criterio que debería servir para resolver un debate sin resolver en nuestra ciudad como es el relativo al uso de la Mezquita. Desde el momento en que estamos ante un espacio sostenido en gran medida por fondos públicos, el mismo debería responder en sus usos a los principios de igualdad y pluralismo que, en nuestra democracia, van inexorablemente unidos al de libertad religiosa. De ahí que la solución más ajustada a nuestro ordenamiento, por no hablar de la más respetuosa desde el punto de vista histórico-cultural, sería o bien permitir el rezo compartido o bien convertirla en un espacio neutral al estilo de la Santa Sofía de Estambul. Cualquier otra solución implica seguir reconociendo la confesionalidad encubierta del Estado español y, en el caso de nuestra ciudad, seguir renunciando al que debería ser uno de los valores que la sitúen en el mundo: el de la interculturalidad y el diálogo interreligioso. Sería sin duda un paso adelante en la conversión en realidad de un mito que, de momento, no pasa de ser un eslogan repetido con disciplina por políticos y políticas que siguen siendo cómplices de los púlpitos y las mantillas.

 

*Profesor de Derecho Constitucional de la UCO

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