En unas recientes Declaraciones (10.01.2020), el Secretario de la CEE, Mons Argüello, realizó una especie de fijación de posición -al menos, a nivel de principios orientadores- respecto al diálogo futuro con el nuevo Gobierno Sánchez en relación a cuestiones ‘religiosas’ de interés común. La semana pasada (22.01.2020), a su vez, se tuvo noticia de la reunión mantenida por la Vicepresidenta primera del gobierno y por el Nuncio vaticano, en un ‘clima cordial y colaborativo’. En el correspondiente comunicado oficial, ambos interlocutores han manifestado su disposición a continuar trabajando (‘dar continuidad’) a la agenda gubernamental en materia religiosa.
Sin duda alguna, esta cuestión -que, en los términos actuales, no me parece baladí- es susceptible de sugerentes matizaciones y aclaraciones. Creo que el Gobierno ha demostrado que tiene diseñada una estrategia, una persona responsable de la misma (Sra Calvo, titular de la vicepresidencia primera) y, de momento, unos objetivos claros. Sabe lo que quiere y cuenta además con receptividad previa en la inmensa generalidad ciudadana. Su primer e inteligente movimiento se ha cifrado en situar la ‘agenda en materia de asuntos religiosos para la presente legislatura’ respecto a la Iglesia católica en un ámbito diferente, al parecer, al querido por la CEE. Ámbito, a fuer de sincero, que estimo ventajoso y, desde luego, distante de buena parte del vocinglero episcopado.
Creo, sinceramente, que la Santa Sede ha sido la primera interesada en no salirse del marco tradicional en el que es habitual tratar estos asuntos. No se olvide, por otra parte, que siempre se juega una batalla de imagen en la opinión pública. En esta perspectiva, la Santa Sede ha podido valorar de modo negativo distintas circunstancias concurrentes en la Iglesia en España y, muy en concreto, en el episcopado, con probable influencia en orden a reforzar o debilitar su posición (‘auctoritas’) relacional con el Gobierno y en orden a buscar la mejor aceptación posible en la generalidad de la ciudanía española y en el interior de la comunidad de creyentes en España.
Desde esta perspectiva, no se puede pasar por alto, en efecto, la fuerte división imperante en el seno de la propia CEE, ni el descrédito, bastante generalizado, de una parte importante del episcopado, ni la opinión pública en España contraria a las posiciones habituales del Episcopado sobre temas candentes de la realidad pasada y actual. Creo que estas circunstancias juegan en contra de la imagen de la Iglesia y a favor del Gobierno. La Iglesia no lo desconoce, puede presumir que se utilizará, si es necesario, por el Gobierno y su poderosa máquina mediática. Pues bien, todo ello puede explicar y hacer razonable la posición adoptada y una cierta prudencia al actuar. Pretender un entendimiento directo de la CEE con el Gobierno puede aparecer a la propia Santa Sede como absolutamente utópico, dada la realidad interna (credibilidad) de la CEE. En este sentido, diría que “se non è vero, è ben trovato” y dejaría de hablar de ninguneo.
Es más, por diferentes motivos, el episcopado en España, el limitado potencial mediático religioso, de uno y otro signo, pueden coincidir en la misma posición: en buscar para la Iglesia una situación, que dudosamente le compete en un Estado democrático, sea del signo que sea. Lo que, a mi entender, la Iglesia ha de intentar asegurar, siempre dentro del marco constitucional español, consiste en que ese entendimiento sea en tales términos que sirva para testimoniar el evangelio y el respeto a los Derechos humanos. Difícil y complicado objetivo para la propia Iglesia. Como es sabido, Ésta se ha distinguido históricamente por marginar el propio evangelio y no aceptar (hacer suya) la propia Declaración de los derechos humanos. En todo lo que no se concrete en respeto a ambas cuestiones, la imagen de la Iglesia saldría aún más oscurecida o difuminada. Tal posibilidad ha de impedirse por la Iglesia a toda costa.
Creo, personalmente, que, como tantas veces, el papa Francisco ha puesto sobre la mesa de la reflexión eclesiástica y eclesial aspectos a madurar de enorme trascendencia práctica. Ideas que, aunque en la Iglesia en España no se hayan aceptado hasta ahora, urgen un cambio radical de su posición en relación con los Estados y con la propia comunidad de los creyentes (cambio/conversión). Éstas son las ideas, hechas públicas en el saludo a la Curia romana en las pasadas Navidades:
«Hoy no somos los únicos que producen cultura, ni los primeros, ni los más escuchados».
«Por tanto, necesitamos un cambio de mentalidad pastoral, que no quiere decir pasar a una pastoral relativista. No estamos ya en un régimen de cristianismo porque la fe —especialmente en Europa, pero incluso en gran parte de Occidente— ya no constituye un presupuesto obvio de la vida común; de hecho, frecuentemente es incluso negada, burlada, marginada y ridiculizada».
«El Cardenal Martini, en la última entrevista concedida pocos días antes de su muerte, pronunció palabras que nos deben hacer pensar: ‘La Iglesia se ha quedado doscientos años atrás. ¿Por qué no se sacude? ¿Tenemos miedo? ¿Miedo en lugar de valentía? Sin embargo, el cimiento de la Iglesia es la fe. La fe, la confianza, la valentía. […] Sólo el amor vence el cansancio'».
Palabras, como todo el Discurso papal, clarividentes, que exigen ser interiorizadas por todos, sobre todo por los líderes religiosos, los obispos y el gobierno central del papa. Siguiendo al cardenal Newman, entiendo que vivir es cambiar. Ello alude, sobre todo, a conversión personal. Por tanto, tiene sentido la resistencia a la siempre presente tentación de la rigidez. Lo que se necesitan , siempre y ahora, son verdaderos cambios creativos en la línea del proyecto de vida de Jesús. Es aquí donde la Iglesia ha de insistir en este tiempo nuevo: abrir estos procesos. Lo demás es, a la larga, muy accesorio. Es, precisamente, lo que ha de salvaguardar en la entente con el Gobierno: las condiciones de libertad que le permitan abrir estos procesos de cambio.
Y, en esta línea, creo que la Iglesia en España sólo podrá equilibrar la batalla de la imagen que el Gobierno intentará instalar en la opinión pública si tiene el coraje de adelantarse: de ofrecer públicamente la renuncia a situaciones discriminatorias y de privilegios que, en su día, no debió aceptar y que, a mi entender, no debería intentar consolidar ahora. Todos sabemos que no basta con decir que “la Iglesia no quiere privilegios, pero tampoco discriminaciones”. El movimiento se demuestra andando. Si es así -algo que todo el mundo celebraría- acepten de antemano y sin mayor resistencia el pago del IBI en lo «que no esté afecto a sus funciones como religión” y renuncien a las inmatriculaciones de bienes discutibles y no de clara propiedad eclesiástica. El gesto será recibido en la opinión pública en lo que vale de testimonio evangélico. Así será creíble que, de verdad, desean abrir un proceso y un camino nuevos. Ganarán la batalla de la opinión publica ante los creyentes y ante todo hombre de buena voluntad.
Gregorio Delgado del Río