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El fútbol, la religión del siglo XXI

El fútbol es una señal, un nexo de relaciones complejo que no impide ver el espectáculo, a veces apasionante, de un partido, que es el fundamento del acontecimiento global pero que, al mismo tiempo, lo encubre y lo distorsiona. Un partido sólo deja aparecer algunas señales. El hecho de que muchísima gente no vea su complejidad se debe a que no posee los rudimentos necesarios para verla. Esto no tiene nada que ver con la capacidad intelectual del espectador, sino con sus circunstancias y con la perspectiva. Pero, sin duda, la imagen y el recuerdo que cada cual guarde del fútbol dependerán tanto de lo que vea como de lo que se le oculte. Aun los que dicen conocer o debieran conocer este fenómeno global, lo revelan según convenga a sus intereses, como cuando tratan otro acontecimiento cualquiera.

Lo oculto y lo desoculto son dos aspectos de la misma realidad; entre ellos hay una conexión irrompible. Percibir y decir esta realidad depende mucho de la situación y la perspectiva desde la que se mire y vea. La palabra fútbol, por las conexiones entre todos los elementos que lo componen, es un mostrar, un encubrir y ocultar; oculta la grave realidad al mismo tiempo que la revela. En todo caso, no muestra abiertamente lo que es porque, al mismo tiempo que enseña, oculta y distorsiona y obstruye ver la realidad real.

El relato futbolístico lo engulle todo; su lenguaje lo ha contaminado todo aunque, al mismo tiempo, este deporte-fenómeno se ha hecho un lenguaje propio nutriéndose de conceptos propios de la teología, de la política, de la poesía, de la filosofía o del psicoanálisis. La religión no se ha evaporado, sino que ha metamorfoseado en nuevas formas que definen la modernidad, y su más impresionante transformación quizá sea el fútbol. En el fútbol, el metarrelato son los goles, los títulos, la lista de jugadores. El fútbol es una máscara que oculta otra realidad de marcado carácter religioso. Esta realidad totalizante ya no se llama Dios, sino planeta fútbol, que llena de contenido la razón vacía de la teología negativa. Es un deporte, sí, pero para los aficionados es también un rito con himnos, cánticos, banderas, procesiones…

Frente a la muerte de Dios, el fuego sagrado está en manos de unos pocos sacerdotes que ofrecen cuentos a sus fieles para obtener el tributo. El fútbol despliega los discursos tradicionales pero sin apelar a las raíces ni a las estructuras profundas, sin apelar al viejo Dios ni a sus imágenes ni símbolos para ser él todas las cosas. Es una teología sutil que comparte pocas cosas con la teología de siempre más allá de analogías estructurales y funcionales. La modernidad ha engendrado una masa de nuevas contingencias, sin que haya aumentado en igual manera la capacidad de dominarlas. En la sociedad descentrada, la religión ha perdido su centralidad cosmovisional pero nada habla tan fuertemente a la fantasía delirante del gran público como la historia profana de la salvación.

El fútbol, a diferencia de la religión, salva el sentido de lo incondicional sin recurrir a Dios ni al absoluto. Al poder unificador y universalizador del fútbol tal vez se le pueda llamar trascendencia desde dentro, en clara delimitación con la trascendencia desde fuera de la religión. Antaño, el hombre tomaba de la religión las imágenes que le ponían bajo la tutela divina, ahora las toma del fútbol, que le emancipan y devuelven el sentido de muchas cosas. La sintomatología que se detecta en los aficionados y en los cronistas recuerda que en asuntos de fútbol, como en asuntos de religión, más que discurrir, hay que vivir; más que argumentar, hay que dejarse llevar; más que reflexionar, hay que relacionarse e implicarse. El fútbol sustituye el yo pienso por la relación que, aun no siendo dialogal, es presencial y, por lo tanto, trasciende la distancia entre el tú y el yo. El mundo efectivamente pluralista en el que vivimos no se deja interpretar por un pensamiento que lo quiere unificar en nombre de una verdad última.

La nueva religión no conserva ninguna de las huellas de la lucha entre fe y razón; una trampa para subsumir lo esencial de la religión: obedecer a un dios. Ningún ilustrado dirá a un hincha que su creencia se opone a la razón. Por todos los medios trata de hacer desaparecer y borrar a Dios, referente y fundamento de la religión de la que permanece y se conserva exclusivamente el lenguaje.

La religión del fútbol es una teología negativa en la que Dios se ha desvanecido al servicio del status quo. La divinidad de la nueva religión se impone sin decirlo, sin que el fiel se dé cuenta. La religión reforzada con su desaparición, con la ocultación de su esencia, lleva a la obediencia al poder sin darse cuenta; una religión disuelta, líquida, a la carta, que borra aquello mismo que ejecuta. El fundamento ausente que fundamenta esta religión, por omisión y por evanescencia.

Una religión sin dios, sin creencias, lleva a la obediencia a los dioses del estadio y a los famosos, divinidades impuestas y reveladas que se ofrecen en símbolos exteriores que se declaran por todas partes. Lo hace sin acudir a instancias indiscutibles del tipo de dogmas o fundamentos de fe: todo el mundo puede opinar y discutir sobre el mejor y el peor. A lo largo de la Historia se han hecho innumerables guerras para conseguir y defender reliquias. Los posmodernos vuelven a tener en gran estima las reliquias. “Hoy la gente le da más importancia a una camiseta de Cristiano Ronaldo o de otra estrella del deporte que al brazo de Santa Teresa”, me dijo un taxista.

Dios ha muerto, pero surgieron los ídolos que fomentan y mantienen la vida comunitaria;son factores de cohesión social y solidaridad aunque sólo sea por momentos; “esos dioses menores necesarios para suplir la muerte, la huida o el silencio de los dioses verdaderos”, dice Montalbán. El ídolo es un dios reducido a la medida del hombre, haciendo realidad lo que subrayaba Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”. El idólatra no se aleja de Dios, sino que se acerca a él de manera indebida.

Puede que el fútbol, acontecimiento global, no sea más que un intento de organizar el caos individual, social, político, religioso, y de llenar el vacío existencial; tal vez no sea más que una metáfora de las referencias perdidas y de la complejidad de la vida: la bondad y la maldad, la generosidad y la rapiña, la justicia y la corrupción. Tal vez los gritos que llenan los campos no sean más que intentos de vomitar dramas cotidianos, la voz de los sin voz. Tal vez las horas dedicadas al fútbol sean horas raptadas al diván del psiquiatra. Tal vez el fútbol no sea sólo lo que a simple vista parece ser; tal vez el lenguaje del fútbol sea un análisis metafórico de la sociedad actual.

Una vez perdida la confianza en la política y en la religión sólo queda el partido de la jornada para construir la identidad y establecer la arcadia sintética de las multitudes. El campo de juego es un crisol de supersticiones modernas; una línea de fuga que se desplaza hacia regiones cada vez más vastas. El fútbol introduce condiciones paralelas a la existencia de un sistema social, muy pobre en significado, al cual le permite declararse como totalidad. El fútbol, algo sin sentido en sí mismo, una forma institucional sin ninguna propiedad intrínseca, impregna y da sentido a muchas personas y les permite mirar el futuro con una cierta esperanza porque cumple las funciones de una religión, de una moderna divinidad elaborada a partir de una ausencia.

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Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC, escritor y teólogo. Su último libro esEl fútbol (no) es así.

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