¿Podía ser que el funeral oficial por las víctimas del 11-M no se celebrara según el rito católico, tal como han reclamado musulmanes, judíos y protestantes de familias varias? Lo merecían muchas de las personas que perdieron la vida en los atentados, que profesaban otras confesiones o ninguna.
El Ejecutivo ha sido siempre complaciente con la jerarquía católica y, con la fecha de caducidad marcada, no podía defraudar al presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Rouco Varela, al que el señor Aznar debe el favor de que casara a su hija, en la suntuosa boda de El Escorial. Su Eminencia Reverendísima formaba parte de la pompa de aquel día. Pero hay otro motivo que habrá tenido su peso en la decisión: todos los miembros del Gobierno están convencidos de que la católica es la única religión verdadera.
No cabía esperar otra decisión de un Gobierno más bien preconciliar. A pesar de que habría sido muy oportuna y conveniente, en esta ocasión, una ceremonia pluriconfesional o absolutamente laica. Todo menos dar la primacía a una creencia, como si las otras no existieran. Si todas las religiones han tenido momentos agresivos –incluida la católica– y todas corren el riesgo de fanatizarse, un acto que todo el mundo pudiera sentir suyo desactivaba aquel peligro. Al fin y al cabo, algo tenía que ver el 11-M con el desquiciamiento de una creencia. Sin que nadie pudiera sentirse excluido, ayer era el día indicado para demostrar que todas las confesiones, si no hay fanatismo, pueden convivir.