El término “antifascismo” es tan difícil de definir como su antónimo, el “fascismo”. Éste, en un contexto internacional marcado por la “brutalización” de la vida política (Mosse, 1999), se caracteriza más por sus negaciones, estilo y organización que por un programa verdaderamente sólido (Payne, 1995). Bien es cierto que, en los últimos años, su interpretación ha ido perfilándose de manera más nítida, destacando su “sacralización de la política” (Gentile, 2004). También se ha explorado la compleja relación entre la “religión política”fascista y la “politización de lo sagrado” franquista (Sueiro, 2004). De la misma manera, se ha ido cuestionando el verdadero peligro fascista en la España republicana, por lo que se habla actualmente de un fascismo “fracasado” en un marco de políticas de exclusión, desde la derecha a la izquierda (Rey Reguillo, 2011). No obstante, un sector de la historiografía advierte contra un “revisionismo” que tiende a minusvalorar el peligro fascista en la España posterior a 1933, sobre dimensionar la insurrección socialista y comparar las estrategias violentas de manera equidistante, repartiendo responsabilidades sin discriminar ni cualitativa ni estratégicamente la golpista y la revolucionaria (Espinosa,2010; Preston, 2011).
Pero no es el objetivo de este artículo analizarlas bases ideológicas o estratégicas del antifascismo.Tampoco nos interesa como simple componente dela cultura política comunista, sobre todo si ello implica reducirlo a una mera creación y mito comunista (Furet, 1995), pues significaría ignorar su diversidad (Groppo, 2004).
Partimos de la conveniencia de un enfoque distinto del antifascismo, como una subcultura política propia. Resulta complejo el uso historiográfico de la noción “cultura política”, por el debate epistemológico que ha generado en el ámbito delas ciencias sociales y su empleo desde diferentes puntos de vista, no exentos de ambigüedad(Cabrera, 2010). Lo entendemos como sistema de representaciones culturales compartidas por los grupos humanos (Bernstein, 1999), pues este enfoque permite estudiar el carácter plural de las mismas, fruto de circunstancias particulares, que evolucionan en función de la coyuntura y la influencia de otras culturas políticas vecinas y va declinando cuando ya no responde a las aspiraciones sociales(Suárez Cortina, 2010: 267). De esta manera se puede abarcar en todos sus perfiles (cambiantes,incluso contradictorios) y heterogeneidad. Porque,a nuestro juicio, en un contexto de urgencia, como la Guerra Civil, la estrategia antifascista pudo devenir en una subcultura política para unir un amplio abanico ideológico, dada la división socialista y la incapacidad comunista en esos momentos para aglutinar al conjunto de la izquierda frente a un enemigo común.
En la España republicana, el antifascismo se apropió de principios y representaciones de otras culturas políticas, que le otorgaron cohesión, aunque no homogeneidad. Por supuesto, la comunista; también la republicana y la socialista. Pero sólo una subcultura política transversal de la izquierda, la anticlerical, podía otorgar la argamasa necesaria para reagrupar, en tiempo breve, comunidades antes separadas. El discurso anticlerical se diluyó dentro del antifascista en los meses previos a la Guerra Civil. En consecuencia, la base social anticlerical pasó a enarbolar la bandera antifascista sin apenas transición, estableciéndose entre ellas una especie de simbiosis. Y la cultura antifascista se fortaleció en plena contienda, con la llegada de las Brigadas Internacionales y la creciente influencia comunista en las decisiones gubernamentales.
Sin embargo, anticlericalismo y antifascismo responden a culturas y discursos notablemente diferentes; su coincidencia fue solo instrumental y oportunista. Tras el paréntesis bianual comprendido entre el pacto germano-soviético y la invasión nazi de la URSS, la reaparición del antifascismo y su extensión a la Europa ocupada por el nazismo perdió el componente anticlerical que tuvo en España, aunque no su ambigüedad, y fue variando sus alianzas.
Paralelamente, el discurso clerical se vino a mezclar con el anticomunista en la España de 1936, pese a posiciones individuales de algunos católicos en sentido contrario. La interconexión entre clericalismo y anticomunismo volvió a ponerse de evidencia en la segunda posguerra, en especial con el apoyo vaticano a la democracia cristiana,frente a otra “religión política”, la comunista, y, en otro contexto político, con el alumbramiento de una “religión politizada” en la España franquista (Linz, 2006).
1.EL CHOQUE DE DOS CULTURAS ENFRENTADAS: CLERICALISMO Y ANTI-CLERICALISMO
Si anticomunismo y antifascismo son dos caras de la misma moneda y se retroalimentaron, cabría decir algo similar acerca del clericalismo y del anticlericalismo (Cueva Merino, López Villaver de, 2005, 17-25). Ambos nacieron como ideologías enfrentadas al final del Antiguo Régimen e irán evolucionando a lo largo del siglo XIX.
El anticlericalismo es identificable como sub-cultura política desde la revolución liberal (Castro Alfín, 1997, 70). Había dejado de ser una mera crítica a los excesos del clero o a su injerencia en los asuntos mundanos para derivar en un recurso movilizador y un rasgo generador de identidad colectiva, una manera de concebir el papel del hombre en una sociedad que se iba secularizando. Desde perspectivas y estrategias diversas, se convertirá en parte sustancial de las culturas políticas republicana y anarquista, siendo asumida también por la socialista en países católicos, tras superar su recelo inicial por tus tintes burgueses (Arbeloa,1973: 104-152).
El clericalismo, entendido como pretensión de proteger los intereses eclesiásticos, recuperar el protagonismo social de la Iglesia católica y reconquistar la sociedad cristiana, dirigirá sus dardos tanto hacia el individualismo liberal como hacia la naturaleza de clase de las organizaciones socialistas.
Pese a los intentos de compatibilizar dos tradiciones culturales enfrentadas, catolicismo y liberalismo –ensayado en el proceso de independencia belga—, la encíclica Syllabus (Pío IX, 1864) marcó la doctrina vaticana, rechazando el liberalismo y los “errores modernos”, como la libertad religiosa. En esta línea se enmarca uno de los opúsculos más populares y traducidos de la época, del sacerdote catalán Félix Sardá y Salvany, con el contundente título El liberalismo es pecado (1884).
Si la reacción pontificia había saludado el emergente liberalismo político con hostilidad, tres décadas después, León XIII fijará un nuevo enemigo, el socialismo, en su encíclica Rerum Novarum (1891). En ella desafiará los cambios culturales dela Europa de entre siglos desde la apuesta por la movilización católica y situando a los laicos como soldados de la recristianización. No se trataba de evitar y negar las nuevas realidades sociales, sino de encararlas con nuevas armas para evitar su creciente marginación, a través de la doctrina social de la Iglesia. De la mano del catolicismo social empezaron a florecer sindicatos y partidos católicos.
No muy diferente será la doctrina de Pio X,que rebatirá el “modernismo” religioso y sus vínculos con el liberalismo ideológico en su encíclica Pascendi dominici gregis (1907), acusándolo de incompatible con la ortodoxia eclesial. El círculo se cerró con las encíclicas de Pío XI contra los totalitarismos nazi (Mit brennender Sorge) y comunista (Divini Redemptoris), en 1937.
En España no fue bien recibido o entendido el catolicismo social, pues la jerarquía española era más integrista que la romana. La incipiente “democracia cristiana”, que buscaba el maridaje entre democracia y religión (arraigado en Francia, Alemania, Italia o Bélgica), fue muy débil en la España del primer tercio del siglo XX, pues las iniciativas en este sentido (el Grupo de la Democracia Cristiana y el Partido Social Popular) fueron tan fugaces como heterogéneas y prematuras (Montero,1993, 53). Y el “modernismo” fue condenado por los sectores más integristas (Botti, 1987).
Menos repercusión tuvieron aún en el catolicismo español los ecos de movimientos novedosos de la vecina Francia como el “sillonismo” o el personalismo comunitario (de Emmanuel Mounier),que, en el primer caso, intentaron reconciliar a la República y la clase obrera con la Iglesia y, en el segundo, desvincular la fe religiosa de la ideología de derechas. Más lejos aún quedó la evangelización de los jóvenes obreros, como la que había iniciado en Bélgica el sacerdote Joseph Cardijn, con su impulso de la Juventud Obrera Católica en 1925,dos años antes de que se extendiera a Francia, cuya metodología novedosa y transgresora descolocó tanto a la izquierda –lo tildó de “amarillo”— como al catolicismo más tradicional –lo acusó de revolucionario— (Martínez Hoyos, 2000).
Aunque algunas publicaciones religiosas españolas eran permeables a la realidad religiosa de su entorno (Cruz y Raya, La Paraula cristiana, Logos, Idearium), los movimientos culturales católicos comulgaban con el pensamiento contrarrevolucionario, que identificaba catolicismo con nacionalismo español, con Razón y Fe o Acción Española como revistas más emblemáticas. Por su parte, el movimiento católico apostaba por la pastoral de cristiandad, cuyo triunfo vino de la mano de la propia Corona, tras la consagración de España al Sagrado Corazón por Alfonso XIII en 1919.
Es comprensible, por tanto, que ni la jerarquía, que vivió sus mejores tiempos “constantinianos” (Arbeloa, 1981: 70-77) durante la dictadura de Primo de Rivera, ni el movimiento católico, que había disfrutado de un contexto tan favorable, encajaran de buen grado el golpe laicista de la Segunda República. Sin embargo, ni el episcopado ni el clero tuvieron una actitud monolítica ante la República. En posturas contrapuestas se situaban el cardenal catalán Vidal i Barraquer –que seguía las directrices vaticanas de aceptación legal— y el cardenal primado Pedro Segura –que mostró una hostilidad antirrepublicana que le costó su expulsión del país—. También el clero experimentó divisiones internas, generando ciertas tensiones en su seno, sobre todo ante el abanico tan variado de clérigos diputados en las constituyentes, desde el republicanismo hasta el integrismo (Cueva, Montero, 2009).
Al anticlericalismo, capaz de aglutinar a la mayoría de los integrantes de una conjunción republicano-socialista demasiado heterogénea, se le presentaba en abril de 1931 una ocasión sin precedentes para vengarse históricamente de la humillación clerical. Bien es cierto que, al constituirse el Gobierno Provisional, y con católicos significados en sus puestos claves –en su presidencia, Niceto Alcalá Zamora, y en su ministerio de Gobernación, Miguel Maura—, se imponía la prudencia. Pero ni las bases anticlericales ni el cardenal Segura estaban dispuestos a darle tregua.
Han sido objeto de atención preferente las relaciones Iglesia-Estado durante los años treinta, los episodios iconoclastas y la legislación anticlerical así como los discursos parlamentarios en torno a la cuestión religiosa (Álvarez Tardío, 2002). Menos conocido es el pulso en torno al espacio público y la presión de las bases anticlericales, fruto de una pugna de culturas enfrentadas (Barrios Rozúa, 1999).
Una tesis novedosa sugiere la diferenciación de la violencia anticlerical anterior a julio de 1936, hija de la conflictividad social y política del quinquenio republicano, de la que generó el terror revolucionario posterior al pronunciamiento militar (López Villaverde, 2008: 339-340). Pese a que en octubre de 1934 la clerofobia había acompañado a los motines iconoclastas, ni ésta ni la iconoclastia eran inéditos. Lo realmente diferente era, por un lado, el ensañamiento de la llamada “persecución religiosa” y, por otro, la elaboración del mito de la “cruzada”, sólo explicables en el contexto de una guerra de exterminio, marcada por un lucha maniquea –“antifascismo” versus “anticomunismo”—,sin la cual los episodios anteriores hubieran parecido fenómenos epígonos del pasado, más que precedentes de lo que vino después.
También es destacable la pujanza del movimiento católico precisamente cuando tuvo que enfrentarse al desafío laicista y cómo, en lugar de ser silenciado, salió tan reforzado del envite que fue el eje vertebrador de la mayoría política en el segundo bienio, con la CEDA y la Acción Católica como complementos político y apostólico de su reconquista religiosa (Cuenca Toribio, 2000; Grandío Seoane, 1996). Reforzado pero también dividido, pues algunos destacados católicos (Arboleya, Ossorio, Mendizábal) criticaban el alejamiento de la Iglesia del mundo obrero (Cueva, Montero, 2009). Aunque el catolicismo no era monolítico, el factor católico se convirtió en un elemento decantador de identidades enfrentadas (Cruz, 2006).
Los préstamos culturales del anticlericalismo y del clericalismo propiciaron, respectivamente, que el antifascismo incluyera entre sus enemigos de clase a los eclesiásticos –recordemos cómo caricaturizaba la propaganda republicana a sus enemigos: propietarios, capitalistas y “reaccionarios clérico-fascistas”— y que el anticomunismo otorgara un carácter religioso a una contienda que, además de civil,era una “guerra internacional en suelo español”(Casanova, 2011: 113-140).
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Ángel López Villaverde
Universidad de Castilla La Mancha.
El texto tiene su origen en una ponencia pronunciada en Albacete el 2 de noviembre de 2011 en el marco del seminario interdisciplinar “Brigadas Internacionales de la memoria a la esperanza”, organizado por el Centro de Documentación de las Brigadas Internacionales (CEDOBI), de la UCLM.