El enigma y el temor de los dueños del país y sus representantes está centrado en la capacidad del régimen político para una garantizar una transición ordenada hacia el 2015
El enigma y el temor de los dueños del país y sus representantes está centrado en la capacidad del régimen político para una garantizar una transición ordenada hacia el 2015. Ya no se discute el fin de ciclo -excepto en el cristinismo duro-, sino cómo será el pos-kirchnerismo y quiénes serán sus agentes. Alrededor de qué eje podrá articularse un nuevo partido (o coalición) del orden.
Los interrogantes surgen porque la transición en curso contiene muchos elementos inéditos, comparado con el “normal” catastrofismo argentino en tiempos de fines de ciclo. En principio -aunque nunca puede descartarse-, no hay debacle económica y su consecuente crisis social aguda (las “hiper”, inflación o desocupación), como pasó en otros momentos históricos (1989-2001); factores que actuaron como disciplinadores tanto de los de arriba, como de los de abajo.
De los factores reales de poder (Alfil, 26/12), el peronismo vive una crisis histórica, con el debilitamiento de su identidad política entre los trabajadores y los sectores populares; y una crisis coyuntural, por la división en su centro de gravedad: la provincia de Buenos Aires.
Como la sombra al cuerpo, el sindicalismo peronista refleja esta división vertical, partido en cinco centrales. Y a la vez comienza a tener rupturas horizontales, cuestionado por sus propias organizaciones de base, ocupadas o recuperadas por la izquierda combativa o clasista.
La “rebelión azul”, con los recientes motines policiales, tuvo un resultado contradictorio: un triunfo “sindical”, pero de difícil traducción al terreno político y moral. El chantaje armado sacó más a la superficie la inmundicia impune que afecta a toda la corporación policial, ubicada en el centro de operaciones de la organización del “gran delito” (narcotráfico, trata de personas y otros negocios ilegales). Y llegó hasta el límite de convertirse en la impulsora de saqueos en zonas liberadas y hasta en domicilios particulares, un grado descomposición imposible de “reformar”.
Los “factores reales de poder” están cuestionados, algunos con mayor profundidad que otros, tanto política, como moralmente.
En ese marco, otro hecho inédito del escenario inmediato es la existencia de un papa argentino al mando del Vaticano y de la Iglesia Católica universal.
El restaurador: crisis orgánica en la Iglesia
La elección de Jorge Mario Bergoglio como jefe de la Iglesia Católica, el pasado13 de marzo, tuvo más que ver con la crisis orgánica interna de la institución, que con problemas políticos nacionales o internacionales. El escándalo de la pedofilia generalizada, imposible de seguir encubriendo, los negocios del Instituto para las Obras de Religión (IOR), conocido como la “banca vaticana”, a través del cual se blanquearon miles dólares o euros provenientes del lavado. Y una institución en extremo elitizada en el marco de una crisis mundial, empujaron a la escisión con sus “representados” y a la pérdida de fieles en todo el mundo.
En cierta medida, para la casta que venía al frente de la curia vaticana, Bergoglio era un outsider. El primer latinoamericano, el primer jesuita y proveniente del “fin del mundo”. Estaba ubicado en los márgenes de los centros de poder de Roma y paradójicamente esa condición le dio la posibilidad del éxito.
La experiencias de los gobiernos latinoamericanos de la última década, incluido el kirchnerismo, como procesos de “desvío”, contención e institucionalización pasivizante de movilizaciones y rebeliones populares, fueron útiles para la tarea política de Bergoglio frente a la crisis de la Iglesia. No faltaron quienes compararon los gestos simbólicos de ruptura del protocolo y acercamiento “a la gente”, con los del kirchnerismo de los orígenes, los de Néstor Kirchner. Y hasta llamaron al renunciante Ratzinger, “el Duhalde” de Bergoglio.
El equilibrista: de Medellín 1968 a Aparecida 2007
El enfrentamiento de clases condicionó también la historia y los avatares de la Iglesia. El Concilio Vaticano II y su traducción más radical en Latinoamérica, con la Teología de la Liberación (TL) o los curas tercermundistas, reflejó un momento de crisis y radicalización política. Ningún aparato, ni siquiera la Iglesia, es más fuerte que las leyes de la historia. Y la crisis y agudización de la lucha de clases, tuvo su manifestación distorsionada en la lucha de tendencias dentro de la misma.
El Concilio Vaticano II, desarrollado entre 1962 y 1965, una especie de reforma constitucional de la Iglesia, llevada adelante por el papa Juan XXIII, fue un movimiento preventivo en un momento preparatorio de crisis y con una institución que se estaba volviendo anacrónica. Un movimiento de “apertura” de los contornos más retrógrados de la doctrina. En Medellín (Colombia), en 1968, tuvo lugar II Conferencia del Episcopado Latinoamericano (CELAM), que dio nacimiento a la Teología de la Liberación.
Desde aquel momento, Bergoglio viene desarrollando un debate doctrinario a dos puntas: tanto contra los sectores más conservadores (como el Opus Dei), como contra los más radicalizados, la TL o el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo. Su referencia fue la Teología Popular, una traducción más moderada del Concilio Vaticano II, que impulsaba la “opción por los pobres” y la “religiosidad popular”, pero rechazaba conceptos como “clase oprimida” que hacían al coqueteo ideológico de la TL con el marxismo. Se delimitaba de los contornos más de “acción” de la TL, y la opción era por el “tutelaje” de los pobres.
Si en convulsivos años 60 y 70 del siglo pasado su eje estuvo en el combate a los sectores más radicalizados, una vez derrotados los movimientos revolucionarios y el asentamiento de la restauración (muy bien representado por Juan Pablo II), hoy su epicentro está en convencer a las clases dominantes de la necesidad de la contención de los pobres.
En la quinta conferencia de la CELAM, desarrollada en Aparecida (Brasil) en el año 2007, cuyo documento final fue redactado por Bergoglio, dejó asentada sus concepciones: un discurso progresista, bajo fundamentos conservadores (cualquier parecido con el peronismo en general y el kirchnerismo en particular, no es pura coincidencia).
Conservador en los fundamentos y heterodoxo en lo pastoral, traducido a un posible lenguaje “leninista”: flexibilidad táctica e intransigencia estratégica.
Esto llevó a combinar un relato a favor de los pobres y excluidos con las cruzadas contra el matrimonio igualitario y la “madre de todas las batallas”: contra el aborto. Cuestión en la que hoy coincide con Cristina Fernández.
Frente a su propia crisis, la Iglesia parece alinearse bajo el arbitraje de un nuevo “centro”, tanto los referentes que quedan de la Teología de la Liberación, como recientemente representantes del Opus Dei, manifestaron su conformidad con la orientación de Francisco.
El movimiento coincide con la tendencia hacia un nuevo centro de las fuerzas políticas tradicionales en la Argentina. Giro a la derecha del kirchnerismo y “caprilización” de la oposición con más chances (el sciolismo como oposición interna o el massismo), la continuidad con cambios o los cambios con continuidad. En el cruce de esas coordenadas se “reconciliaron” Cristina Fernández y el “ex jefe espiritual de la oposición”, cuyo primer obsequio hacia la presidenta, para marcar la agenda, fue el “programa” de Aparecida.
El colaborador: Bergoglio y la dictadura
El rol de Bergoglio bajo la dictadura, cuando era delegado “Provincial” de la Orden jesuita en la Argentina, sigue generando polémica. Los casos más resonantes de esta relación fueron los de los curas jesuitas Yorio y Jalics, detenidos y torturados en la ESMA y el rol jugado por Bergoglio para evitar o facilitar su detención. El relato que hace Marcelo Larraquy en su reciente biografía sobre Francisco, deja en evidencia que Bergoglio dejó “donados” a los curas, ante la persecución de sus captores.
Otros tantos casos relatan las “gestiones” que llevó adelante para ayudar a exiliarse a determinadas personas o para la liberación de otras.
La discusión planteada en los términos de si “actuó mal” en los casos de Yorio y Jalics o “actuó bien” en otros, no tiene síntesis posible, si no se dimensiona la estrategia de conjunto de un miembro jerárquico de la iglesia católica, máximo gobernante de una de sus órdenes (la Compañía de Jesús), frente al genocidio que se estaba llevando adelante con la complicidad directa de muchos miembros de su iglesia.
No existen testimonios que afirmen que Bergoglio fue un colaborador de los que bendecían los instrumentos de tortura y ayudaban a arrancar las confesiones a los detenidos. Pero sin embargo, conocía la masacre que se estaba llevando adelante, mientras ocupaba un puesto de mando en una institución colaboracionista. Ayudó a personas en casos específicos y dejó a la intemperie a otros que estaban en situaciones más expuestas (como Yorio y Jalics); y sobre todo, guardó silencio político ante el genocidio. Una colaboración distante, pero igualmente cómplice.
El estratega: tutelar la pobreza y unificar a la burocracia sindical
Dos movimientos sociales se destacan entre los apadrinados por Bergoglio, además del trabajo de los curas en las villas: la Fundación La Alameda y el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE). La primera es una organización que realiza campañas, denuncias y escraches a talleres que tienen mano de obra esclava, muchos de ellos inmigrantes, y pone en pie cooperativas de trabajo. También sumó a sus campañas las denuncias contra la trata de personas y el narcotráfico. El MTE, por su parte, dirigido por Juan Grabois, hijo de uno de los dirigentes la organización peronista de los años 70, Guardia de Hierro, agrupa a trabajadores cartoneros.
Lo interesante es la concepción desde la que se orienta esta “opción por los pobres”: “La alianza con estas organizaciones sociales tiene el eje en señalar a los pobres como víctimas y proponer una política de “rescate” (…) invisibilizando los momentos de auto organización y participación en luchas colectivas no tuteladas. La impronta colonial de las organizaciones salvíficas organiza todo un discurso de rescate y tutela que se siente “defraudado” cuando los supuestos salvados regresan al taller textil o “defienden” a sus patrones o, más aún, cuando rechazan y/o critican la misión de fundar cooperativas según la normativa de estas organizaciones” (Revista Crisis Nro. 17, Diciembre 2013).
Ya consagrado papa, Francisco, se dio objetivos mayores: convocó y recibió a distintos dirigentes sindicales y a todos les hacía la misma exigencia: buscar los caminos para la unidad.
El rescate tutelado y paternalista de los pobres y la contención del movimiento obrero por un sindicalismo que mantiene un sistema semi-totalitario de control de las organizaciones, son los objetivos estratégicos de Bergoglio, para garantizar el orden y la propiedad (además de la familia).
El bonapartista: Francisco y la política nacional
Las relaciones de Bergoglio con dirigentes de las fuerzas políticas tradicionales de la Argentina, cruza casi todo el arco político, con eje en el peronismo. Daniel Scioli o Julián Domínguez, el jefe de la bancada de diputados del FPV que logró introducir una modificación a la medida de la Iglesia a última hora en la reciente votación del Código Civil. El Jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, identificado con el Opus Dei, “hombre de fe”, conocido desde sus visitas al Chaco. Julio Bárbaro o Guillermo Moreno, relacionados desde la época de su acercamiento a Guardia de Hierro, organización a quien otorgó la dirección de la Universidad del Salvador, cuando la Compañía decidió desprenderse de ella por problemas políticos y financieros. Elisa Carrió o Gabriela Michetti entre las figuras de la oposición.
Y luego de haber sido consagrado papa, todos, empezando por Cristina y llegando incluso hasta “Pino” Solanas, que recientemente entrevistó a Francisco, giraron hacia el papismo, el nuevo horizonte argentino de la política tradicional del que parece imposible pensar más allá, como se lamentaba Horacio González, director de la Biblioteca Nacional y miembro referente de la deslucida Carta Abierta.
El interrogante abierto es sobre el rol que puede jugar el nuevo papa frente a futuras crisis del país. Ante el declive del “bonapartismo gubernamental” del cristinismo, la no recomposición de un régimen político; la incógnita es cuál será el peso del nuevo “bonaparte” que tiene las credenciales de ser nada más y nada menos que el “delegado” directo de Dios sobre la tierra. Sus características políticas, sus relaciones con dirigentes y organizaciones sociales permiten afirmar que tendrá de mínima un rol activo a tener en cuenta.
El pacificador: “suspiro” o rebelión de los oprimidos
En la mundialmente conocida obra teatral “Marx en el Soho” (de la que también existe una adaptación argentina, dirigida por al actor Manuel Callau), el guionista hace protestar al Marx ficcional, porque a lo largo de la historia se repitió infinidad de veces la sentencia en la que afirma que “la religión es el opio del pueblo”, pero nunca se la comprendió profundamente. Este Marx relee el pasaje completo de la “Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel”: “La miseria religiosa, es, por una parte, la expresión de la miseria real y, por otra, la protesta contra ella. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo.”
El aggiornamiento que quiere desarrollar Bergoglio, ahora convertido en Francisco, pretende devolverle a la Iglesia la capacidad moral y política para desarrollar su función: ser garante del orden, un factor pacificador que colabore en la “gobernanza” de los pobres y la contención del movimiento obrero, a casi seis años de crisis mundial que no encuentra salida en el horizonte. Más allá de los gestos “transgresores”, los objetivos estratégicos son claros. Identificarlos, poner el alerta y sacarlos a la luz para combatirlos es una obligación de quienes apostamos a la rebelión y no al “suspiro” de los oprimidos, para terminar con la miseria real y en consecuencia con la miseria religiosa.