Gracias al decanato de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (U.C.M) tenía lugar, este pasado jueves 17 de octubre de 2013, una mesa redonda de debate, en la que participé como ponente, en torno a la polémica cuestión de las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado Español, con ocasión del sexagésimo aniversario del concordato franquista de 1953. La cuestión subyacente era la falta de separación o autonomía entre ambas partes y la confesionalidad del Estado Español.
La presentación del acto y moderación del debate corrió a cargo del hasta ahora vice-decano, Jaime Ferri Durá, conocido profesor de Ciencia Política de dicha facultad. Al evento, asistieron numerosos estudiantes de Ciencia Política y otros grados, personalidades del mundo de la comunicación, escritores, amigos y muchas profesoras de la UCM entre las cuales se encontraban Consuelo Laiz Castro, Paloma Román, Mercedes López Coira y Fátima Arranz. Esto último no deja de ser interesante y muy significativo en tanto en cuanto estuvimos debatiendo sobre la presencia de una Iglesia-institución profundamente misógina: la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Tanto las intervenciones de los ponentes y las preguntas que surgieron a raíz de ellas por parte del público, así como el debate subsiguiente demostraron que la cuestión de la separación entre iglesias y Estado – que en España se expresa en singular traduciendo así la posición privilegiada de la iglesia de los católicos sobre las demás- sigue pendiente de realización, siendo así que en una democracia avanzada, suele estar al día: la laïcité en Francia o el Wall of separation en USA demuestran que dos de las (más) grandes potencias mundiales sólo entienden la política democrática en términos de separación que no es sólo una separación de los tres poderes tradicionales, aquella que teorizó el barón de la Brède, Charles Secondat de Montesquieu, sino una separación entre el poder espiritual y el temporal que teorizó el propio Jesús de Nazareth cuando afirmó que su reino no era de este mundo, por tanto una separación, si se quiere, entre cielo y tierra. Curiosamente esta teoría pasará con el tiempo a llamarse la de las «dos espadas» dejando entrever que la historia de la separación entre ambos poderes es la historia de un conflicto político o una relación de amigo-enemigo, como diría el teórico de la política y del derecho Carl Schmitt.
Tras la exposición de los ponentes con sus respectivas tesis –de las cuales se dedujo unanimidad sobre la falta de separación entre la Iglesia católica y el Estado español– cayó una auténtica lluvia de preguntas sobre el profesor Ramón Cotarelo, conocido catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Nacional de Educación Nacional a Distancia (UNED) y colaborador habitual de los medios de comunicación, el cual como teórico del Estado articuló su tesis, que comparto, en torno a la construcción del Estado-nación. Siendo España un Estado cuya idea (principal) de nación se sustenta, desde la noche de los tiempos, en la religión católica y su iglesia, sería un «Estado fallido» desde la perspectiva liberal de la construcción del Estado-nación porque es un Estado rehén de otro Estado que a su vez también es Iglesia (católica). De allí que la Iglesia Católica en España sea Iglesia del Estado y el Estado sea de esta Iglesia; si no, ¿por qué, el partido socialista español (PSOE) que es, supuestamente, el “partido progresista”, que ha gobernado de forma casi continuada en este país, nunca ha denunciado los acuerdos internacionales con la Santa Sede (1976 y 1979) o el mismo concordato de 1953 (que nunca ha sido abrogado)? ¿Por qué la laicidad del Estado no forma parte de la agenda política de los partidos de «la segunda restauración monárquica»? Sobre esta cuestión, como en otras como la autodeterminación del pueblo de Cataluña, hay una especie de “pacto de no agresión”, es decir, un consenso casi total, o por lo menos “bipartidista” que hunde sus raíces más visibles en la transición española a la democracia, definida por el catedrático de Ciencia Política como «un acuerdo entre dos grupos que no pueden exterminarse».
La tesis de la falta de separación, objeto de mi investigación, se puede defender y explicar–como indiqué durante mi intervención– desde numerosas variables con sus respectivos indicadores o hechos que se encuentran en la vida política y social española por doquier y, por tanto, son hechos de candente actualidad. El grado de separación se puede medir empíricamente: por el número de festivos religiosos, de colegios concertados, o por los millones que pagamos los españoles a la Iglesia Católica a través del IRPF, es decir, la cuestión de la financiación. Sí, la subordinación del Estado a la Iglesia Católica se puede medir y, por tanto, es objeto de estudio e investigación en las ciencias sociales. Insisto en este hecho para liberar esta cuestión de las cátedras de derecho eclesiástico del Estado que siguen adoctrinando los futuros juristas de nuestro país. Por tanto, un objeto de estudio también rehén, pero en este caso de las facultades de derecho que hasta hace poco todavía aplicaban planes de estudio del mismo año que el concordato franquista: 1953. Respecto a mi ponencia, insistí en los festivos religiosos católicos que son consecuencia del Acuerdo entre España y Santa Sede de 1979 sobre Asuntos jurídicos y cuyo ejemplo más reciente es la fiesta nacional del Pilar, signo de la evidente identificación entre la nación y «la venida de una virgen» en tiempos pre-modernos. Otra variable explicativa: la religión en el sistema público de enseñanza con profesores designados por la Iglesia pero pagados por el Estado, es decir, por el contribuyente. La presencia de la enseñanza de la religión en el sistema educativo público es otra variable explicativa de la falta de separación entre Iglesia y Estado, como consecuencia del Acuerdo internacional del mismo año sobre Enseñanza y asuntos culturales. Cuestión diferente es que su presencia se vea siempre reforzada cuando gobierna el Partido Popular, la formación conservadora que ha convertido la asignatura de religión en evaluable y prerrequisito para obtención de una beca, es decir, un incentivo para no decantarse hacia una alternativa y que confirma aquel dicho de que en la ley está la trampa o mentira que consiste en decir que no es obligatoria. Igual de tramposa, en mi opinión, es la Constitución de 1978 que deja entrever tímidos signos de laicidad del Estado español a la vez que reconoce que tendrá en cuenta las creencias religiosas de los españoles que son católicos (72, 4 % según últimos datos del CIS): ni más ni menos. Si atendemos a los elementos definitorios de un Estado laico según teóricos del mismo, como Jean Baubérot o Micheline Millot –1) no reconocimiento de una religión oficial y 2) separación como medios para consecución de unos fines: 3) libertad de conciencia y 4) no discriminación– entonces la Constitución española está haciendo, en mi opinión, un reconocimiento implícito muy sutil ya que no reconoce religión de Estado pero si de la nación, porque si tres cuartos de la población española se reivindica católica, entonces la nación española es católica. De hecho lo vienen diciendo, aunque de forma menos sutil, todas las Constituciones españolas desde el principio de la historia contemporánea española que daría sus primeros pasos unos años más tarde que la francesa, en concreto en 1812, con la Pepa. La Constitución española de 1978 lo expresa de forma más civilizada para no caer en la tentación de la tradición nacional-católica contemporánea de la Constitución de Cádiz, la mal llamada «Constitución liberal», a mi modo de entender, que afirmaba que la religión católica era la única religión de la nación española excluyendo a las demás. Una Constitución no puede ser liberal si entre sus derechos individuales no se encuentra la libertad de creer en una religión, o en otra distinta, o en ninguna. De ahí que también se podría deducir un auténtico fracaso del proyecto liberal (burgués) español. La pieza clave que no se evocó en la mesa: el «fracaso de la Segunda República» que suelo comparar con la Tercera República francesa, el único momento plenamente laico en España, borrado de la historia por las armas de golpistas fascistas bendecidos desde los altares y desde Roma por Pio XII, quien cuando todavía era sólo cardenal Pachelli, firmó el concordato con la Alemania nazi en 1933. Como bien señalé la política concordataria vaticana de la primera mitad del siglo XX es una política de alianza con los fascismos, desde los nazis, los fascistas españoles e Italianos, incluido el Estado Novo de Oliveira Salazar.
El asunto se puede resumir, como bien afirmaron los catedráticos Cotarelo y Tamayo en la vieja cuestión del nacionalcatolicismo, la identificación de lo nacional con lo católico con resonancias al franquismo pero cuyos fundamentos históricos son casi premodernos en el caso español y cuyos teóricos nada tienen que ver con aquel general golpista llamado, más tarde, Caudillo, sino con Marcelino Menéndez y Pelayo. Esta vieja doctrina o, si se quiere, teória política, sigue siendo el principio rector de las relaciones Iglesia-Estado en España, una nación teñida de religión que no sólo consolidó el franquismo con su famoso concordato, un texto profundamente político y poco ortodoxo desde un punto de vista religioso que dio reconocimiento internacional al único totalitarismo europeo que sigue sin ser condenado. Por cierto, el viejo texto Inter Sactam sedem et Hispaniam sigue en vigor pese a que la doctrina del derecho eclesiástico persista en decir que está derogado. El concordato de 1953 al igual que el Reichkonkordat o los pactos letranenses, sigue en pie porque nadie lo ha denunciado o abrogado. De hecho, los acuerdos de 1976 y 1979 entre España y la Santa Sede se hacen en base a él y como señaló el profesor Tamayo, «en un espíritu poco conciliar», en referencia al Concilio Vaticano II, aquella bocanada de aire fresco que hizo mucho ruido pero pocas nueces.
Se mire como se mire, sea en función del modelo concordatario actual (Acuerdo marco de 1976 y los cuatro Acuerdos de 1979) o del anterior (1953) o de ambos (que formarían uno solo), como expliqué, España no es un Estado laico. Sin ir más lejos y alejándonos de los textos jurídicos, el proceso de beatificaciones masivas de Tarragona –que traduzco como un proceso de construcción de mitos y leyendas– contribuye a enriquecer aquello que el sociólogo Pierre Boudieu llamaba el “capital simbólico” (católico) y, por ende, la consolidación de una conciencia nacional española católica. En España, como indicó el profesor Cotarelo, «todo está al servicio de los curas», lo que convierte a nuestro país en un Estado deliberadamente rehén de una Iglesia con una función política y social «parasitaria» con estrategias de comunicación o–como señalaba Palmira Chavero–marketing político de última generación: «curas jóvenes y guapos» están tomando el relevo de la generación Tarranconiana que ya se ocupa de las cuestiones de fondo: condenar a los gays y las lesbianas, excluir a las mujeres, negarles derechos, y preparar el terreno político para que estos jóvenes guaperas transmitan sus valores a la sociedad española, es decir, un conjunto de ideas que, juntas, constituyen un modelo de sociedad antiliberal en donde, como decía el pensador reaccionario francés Louis Veuillot «el sacramento desinfecta» de los tres «grandes errores de los tiempos modernos: la libertad, la igualdad y la fraternidad».
¿Tiene eso una solución? ¿Podrá ser España, algún día, un Estado laico como, por ejemplo, su vecina Francia, la patria «des droits de l’homme»? Como bien indicó Beatriz Gimeno, escritora y activista feminista de mucho fuste, el partido socialista tiene una parte de responsabilidad en este asunto y estoy de acuerdo con ella. El problema es que si utilizamos la comparación política, en Francia la laicidad fue la obra maestra del Partido radical y no de los socialistas, aquel partido de la burguesía ilustrada, porque a la «izquierda de Cristo», como diría el escritor francés Denis Pelletier, siempre hay mucha resistencia a la laicidad del Estado, sobre todo en España donde más de la mitad del electorado socialista es católico.
En mi opinión, el Estado español sólo podrá convertirse en un Estado laico en toda regla, de inspiración francesa, aquel que privatiza el hecho religioso, si todas las fuerzas de izquierda forman una coalición para zanjar esta cuestión. El PSOE, por sí solo, ya tuvo numerosas ocasiones de hacerlo y no lo hizo por miedo a romper el pacto del que hablaba el profesor Cotarelo y también por admiración desmesurada a toda la parafernalia que abarca desde la Corona, las procesiones hasta los procesos de beatificación. ¿Es, por tanto el PSOE un partido laicista? No, no lo es, pese a una reciente y tímida alusión a la derogación del acuerdo II de 1979, el referente a la Educación y asuntos culturales y que traduce una ausencia de discurso propio y de alternativa al partido de gobierno actual sobre las cuestiones de Estado o «raisons d’État» como dirían nuestros vecinos de la France laïque. Un serio problema de cara a la construcción de un Estado laico, moderno y secularizado.
>España es, en conclusión, un Estado rehén, prisionero de una religión y de su iglesia. Un Estado, por tanto, con falta de autonomía y una soberanía discutible. En cierto modo, si es rehén y prisionero será porque es culpable de muchas cosas, crímenes inclusivos, ya que éste es el significado de las penas privativas de libertad: la responsabilidad penal. En 1945 se ponía en pie el Tribunal de Núremberg para establecer la relación de causalidad entre los dirigentes nazis y los crímenes contra la humanidad. Los muertos no vuelven. La reparación completa es imposible. Los siete millones de muertos de los campos de exterminio no volverán. Tampoco los de la represión franquista que siguen por allí por doquier y a los que no se ha rendido memoria. Pero con Núremberg se dejó claro quiénes eran los culpables y se señaló una frontera para distinguir el bien del mal, los buenos de los malos. ¿Y en España?
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