Bendita separación. Le ha dado a México una capacidad de alentar la libertad individual y colectiva además de garantizar el derecho a pensar libremente y escoger la creencia que más le parezca a cada ciudadano. Sobre todo, la laicidad permite que la religión, un sentimiento tan íntimo, no intervenga como factor en la vida pública, aunque seríamos ingenuos sin no viésemos la manera en que la religión es un factor que se usa en la lucha por el poder y en la vida política. Pero eso es un ámbito de la vida social. Lo importante es que el Estado se mantenga laico y garantizando, precisamente por ello, la libertad religiosa y el libre escoger la creencia que a cada ciudadano se le ocurra, incluyendo el no escoger ninguna.
Si no existiese el Estado laico, la vida social en México sería un desastre porque seguramente existiría una religión oficial que impondría sus esquemas a todos. Ejemplos empíricos de ello, abundan. Recordemos el famoso maridaje entre el Estado y la Iglesia Católica en Colombia, que restringía la libertad en ámbitos tan íntimos e importantes como el casarse o divorciarse, o juntarse o lo que sea. Si así fuese en México, no tendríamos la libertad de profesar otro culto más que el oficial. Incluso seríamos delincuentes los “libre pensadores” o los practicantes de otra creencia. El gobierno del traidor a su patria, Francisco Franco, se basó en el maridaje entre religión y Estado con consecuencias lamentables. En aquellos aciagos días de España, una mujer soltera tenía que pedir el permiso a un sacerdote para ¡abrir una cuenta en un banco! Las mujeres casadas tenían que hacer lo mismo con el marido. Si no portaban el permiso exigido, se les negaba abrir una simple cuenta de banco. Es increíble, pero en tiempos del franquismo imperaba la inquisición y cualquiera podía ser acusado de hereje por el vecino y afrontar las consecuencias. En los países islámicos, el gobierno está en manos de los llamados Ayatolas, es decir, los funcionarios religiosos que dictan las normas de la vida pública de los ciudadanos. En pleno siglo XXI sigue ocurriendo semejante situación. Incluso en las Universidades de los países musulmanes, no se puede ejercer el libre albedrío de pensar. Recordemos lo que le pasó al escritor indio-británico Salman Rushdie, cuyas novelas no gustaron a los Ayatolas, sobre todo Hijos de la Media Noche (1980) y Los Versos Satánicos (1988). Lo que le sucedió a Rusdhie es bien conocido: los Ayatolas liberaron a los creyentes para que lo mataran sin más, allí en donde lo encontraran. Sencillamente le destrozaron la vida a este notable escritor y ensayista que perdió no sólo su libertad sino a su familia y está condenado a vivir escondido.
La laicidad del Estado es una joya que nos viene de Benito Juárez. Es, quizá, una de sus más notables aportaciones a la salud de la vida social en México. Me parece que es jugar con fuego el introducir a los líderes religiosos en los ámbitos en los que sólo debe operar el Estado. Es un juego cuyas consecuencias serían desastrosas. Por el bien de todos, en primer lugar, por la libertad religiosa que debe seguir imperando, la laicidad del Estado se debe mantener en la forma y en el contenido. No es justo para una sociedad como la mexicana, el desvirtuar uno de sus logros más sobresalientes y que ha permitido la convivencia entre creencias. Sigamos teniendo un Estado laico para que estemos en la capacidad de escoger el sentimiento religioso que nos parezca y respetemos el de los demás.
Andrés Fábregas Puig