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El Dios de la guerra. La manipulación política de lo religioso

La guerra de los treinta años, que comenzó en 1618 y finalizó en 1648 con la paz de Westfalia, no sólo creó un nuevo mapa europeo, acabando con la hegemonía de España y de los Habsburgo, sino que también marcó la conciencia religiosa europea. A partir de entonces comienza un proceso de secularización cultural, social y política que hizo posible la crítica a la religión, la libertad religiosa y la separación de religión y política.

La ilustración, caracterizada por Kant como el movimiento que lleva al libre pensamiento, se contrapuso críticamente a las ideologías, a las tradiciones e instituciones sociopolíticas, y de una forma especial a la religión. Surgieron, sin embargo, nuevas formas de manipulación política de lo religioso, y se puso en marcha un proceso de reflexión sobre el carácter violento de la religión, sobre todo de las religiones positivas conocidas en Europa, en función de los proyectos nacionales y estatales. Estas van a ser las dos partes de mi exposición. Por una parte analizaré las formas principales de manipulación de lo religioso en las sociedades modernas, y por otra, el significado de Dios en relación con las vinculaciones entre el orden político y el religioso.

1. La forma tradicional de manipulación política de lo religioso

Las sociedades tradicionales se caracterizaban por el puesto hegemónico de la religión en la sociedad. Las iglesias eran las instituciones dominantes y la religión, la instancia inspiradora de las costumbres, el derecho, la educación y las tradiciones. La catedral, o el campanario de la parroquia, no era sólo un símbolo religioso sino también político y cultural. Es lo que hemos conocido como nacional catolicismo, en el que se da una fusión de la identidad ciudadana y religiosa, de tal forma que el individuo asimila la religión por osmosis sociocultural. Esta ha sido también la base común del judaísmo tradicional y del Islam. En los tres casos la religión constituye el núcleo de la cultura, en la línea que inspiró a los análisis de Durkheim, de tal forma que el factor religioso es también cultural, y la pertenencia a la sociedad y a la religión está vinculada. En las sociedades tradicionales impera un régimen político religioso universal.

Hay una interiorización de lo religioso que corresponde al proceso de socialización de la persona, de tal forma que la identidad cultural coincide con la confesionalidad religiosa. La sociedad no es algo externo a la conciencia individual, en contra de lo que muchos piensan, sino que troquela la subjetividad personal, la impregna y determina la comprensión del mundo. Esa colonización de la individualidad está de tal forma marcada por lo religioso que las ideologías personales son, sin saberlo, teología encubierta. La misma secularización, en su lucha con las Iglesias y con la religión, esconde muchas deudas respecto a la religión que combate.

Nietzsche captó bien el papel fundamental de la religión para la sociedad y para el orden político europeo. Fue también, el gran denunciador de la secularización europea con su afirmación de que las sombras de Dios son alargadas. La muerte sociocultural del Dios judeo cristiano dejaba, intactos muchos elementos del cristianismo, que pervivían de forma secularizada. Después de dos mil años de historia cristiana en Europa, resulta imposible escaparse al influjo de lo religioso. Este permanece latente en instancias ideológicas cercanas a la religión, como la ética, los valores socioculturales y la comprensión del hombre, del sentido de la vida y de la visión del mundo. Pero además, detrás de la razón crítica y de la misma ciencia, que compite con las religiones por la hegemonía ideológica, subsisten parámetros que remiten a la religión y a la teología, aunque hayamos olvidado esas raíces iniciales. Esa omnipresencia de la religión cristiana en la cultura occidental hace de ella el referente fundamental para autores como Nietzsche en el siglo XIX y el mismo Heidegger en el XX. Ambos reducen toda la filosofía occidental a teología de cuño griego y cristiano, haciendo de la religión la matriz fundamental del pensamiento. No se trata de un epifenómeno secundario, como pensaba Marx, sino del núcleo mismo de la cultura, del credo en torno al cual se construye la axiología social.

De ahí, la importancia política de la crítica a la religión, como ideología culturalmente dominante y a las iglesias como instituciones hegemónicas. Las iglesias fueron en Europa, y en parte lo siguen siendo hoy, las instancias con más capacidad para sustraerse al dominio estatal y para influir en el orden político. A partir de ahí se puede comprender los esfuerzos del Estado por someterlas, en un primer momento y por servirse de ellas y ponerla a su servicio en un segundo. La lucha contra la religión y sus respectivas iglesias sólo se da cuando no pueden dominarlas ni canalizarlas según sus propios intereses. En las sociedades tradicionales modernas, sin embargo, es la instrumentalización de la religión la que prevalece, ya que el ateísmo fue un fenómeno minoritario y culturalmente tardío.

La fuerza de la religión estriba en la necesidad de dar respuesta a preguntas fundamentales que se hace el hombre, como las del origen y significado del mundo y de la persona humana; las del sentido de la vida; la necesidad de fundamentar normas absolutas de conducta, en función del Bien y del Mal, que vayan más allá de lo bueno y malo para cada subjetividad individual; y la necesidad de encontrar motivos para vivir y luchar a la luz del mal en su triple dimensión física, moral y de sentido; así como la necesidad personal de consuelo y motivación ante un mundo irracional en el que el sufrimiento es universal porque afecta a todos. La asombrosa pervivencia de las religión, aunque las religiones concretas nazcan, se transformen y, a veces, mueran, no es una prueba de la existencia de Dios, como pretendía la teología filosófica clásica, pero sí de que hay necesidades constitutivas en el hombre a las que responde la religión. Para ellas, no son plenamente satisfactorias las respuestas de la ciencia, la filosofía y el arte, por eso la religión pervive. Son instancias vecinas y claramente diferencias de la religión, con las que se relacionan de forma diversa y compleja a lo largo de la historia.

Las religiones son, por tanto, un factor sociocultural de primer orden, ejercen funciones sociales de difícil sustitución y tienen claras repercusiones políticas que la hacen sumamente importantes para el Estado y la sociedad civil. De ahí, la primera estrategia del Estado ilustrado: configurar la religión como confesión estatal dependiente, que es lo que se decidió con la paz de Westfalia. El poder político determina la confesionalidad de la sociedad, según el principio de la paz de Ausburgo de 1555, “cuius regio, eius religio”, confirmado con la paz de Westfalia y extendido de los luteranos y católicos a las otras confesiones protestantes. La Europa ilustrada se basa en el poder absoluto del soberano, en la mediatización de la religión y la manipulación de las iglesias como instrumento de la soberanía real, gozando éstas, como contrapartida, de amplios privilegios y prebendas en la sociedad.

El rey cristianísimo francés o su Majestad católica española simbolizan esa estricta subordinación del catolicismo al poder absoluto real, mientras que los soberanos protestantes instauraban Iglesias estatales y se auto-nombraban cabeza de la Iglesia. El trono y el altar se unían y se fortalecían mutuamente, siendo el poder real el responsable último de la sociedad y de la respectiva Iglesia nacional. Lo mismo ocurrió en el imperio colonial, en el que había un patronato regio indiscutido, aceptado por el gobierno papal, convergiendo la evangelización con la colonización, e imponiendose un modelo nacional de Iglesia ajeno a la inculturación en las poblaciones indígenas. Las luchas nacionales e imperiales por la supremacía política, militar y cultural, eran naturalmente apoyadas por las respectivas Iglesias, que hacían converger la causa de Dios con la nacional, celebraban con Te Deums y actos litúrgicos las grandes batallas y veían en las derrotas no sólo fracasos nacionales sino también castigos divinos por los pecados del pueblo. El Dios de la guerra tiene una amplia tradición bíblica y europea. Esa tradición continuó en la época ilustrada, tanto más, cuanto que había una lucha por la hegemonía entre potencias católicas y protestantes, cada una de ellas seguras de contar con el favor divino, como ocurrió en la guerra de los treinta años. La simbiosis político religiosa, unía la causa religiosa y la política, bajo el control de la monarquía absoluta, con el aval de la respectiva Iglesia. Esta fórmula fue la base exitosa del nacimiento de las modernas Naciones-Estados y de sus respectivos imperios coloniales.

Esta subordinación política de las iglesias y la hegemonía de lo religioso en la cultura y en la sociedad saltó en pedazos como consecuencia del proceso de la Ilustración, de la creciente secularización de la cultura europea, y del proceso de contestación religiosa del poder absoluto de la monarquía. Las tesis católicas acerca del tiranicidio y los límites del poder real, defendidas por teólogos españoles como Luis de Mariana; así como la contestación por las minorías calvinistas de la obediencia al Estado y la existencia de un pluralismo cristiano confesional contribuyeron a una transformación de la relación entre la religión y el poder político, al que se comenzó a poner límites desde instancias religiosas. Este es uno de los elementos diferenciales de las creencias religiosas cristianas y hebreas en Europa, respecto del mundo islámico que mantuvo la simbiosis y subordinación religioso política de las sociedades tradicionales. A esto se unieron factores ideológicos como el desarrollo de las teorías del contrato social; el creciente protagonismo de la teoría de los derechos humanos, que sustituía al viejo derecho natural; la crítica filosófica de la religión y la necesidad de una legitimación democrática del poder. El desarrollo del capitalismo, su expansión a nivel mundial y la revolución industrial, favorecieron un talante pragmático y economicista, que erosionó tanto a la concepción religiosa tradicional como al poder absoluto del Estado.

Todos estos factores llevaron a la revolución francesa y a la instauración de un nuevo orden sociopolítico. Este acabó con la situación de privilegio y, al mismo tiempo, de sometimiento, de la religión a la política, de las iglesias al Estado correspondiente. Comenzó a darse un claro contraste entre Occidente y las sociedades dominadas por el Islam que no conocieron ni ese largo proceso de la Ilustración, ni la secularización de la sociedad, ni la creación de un marco democrático para el poder político. En el Islam se mantuvo el orden tradicional: prevalece la ley y el Derecho (la sharía) inspirado en la religión y se ha desarrollado una larga tradición (sunna) que ha cobrado una gran importancia respecto del texto sagrado. La distinta valoración de estas tradiciones es una de las causas que llevó a la división interna del Islam, con prevalencia de la mayoría sunnita, excepto en áreas como Irán e Irak en la que predomina la minoría chiita. Este fuerte tradicionalismo ha hecho más difícil la evolución teológica que en el monoteísmo cristiano. En parte es uno de los problemas del Islam para afrontar los retos de la modernidad.

La creciente hegemonía de Occidente, que comenzó en el siglo XVI y se desarrolló durante la época ilustrada, contrastaba con la larga decadencia del imperio turco, que durante la época moderna fue el gran rival de la Europa cristiana hasta 1683, en que fracasó en la conquista de Viena. Durante el siglo XVIII y XIX fueron los Habsburgo austriacos los que reconquistaron buena parte de los Balcanes. El Dios de la guerra marcó los monoteísmos cristianos y musulmán, con enfrentamientos constantes en estos siglos. No sólo en Occidente sino también en la India en la que dominó hasta el siglo XVIII, para dejar paso al imperio británico en el siglo XIX, mientras que en el Asia central fueron los rusos los dominantes. Los países musulmanes fueron retrocediendo en todos los frentes, en algunos conservando la cultura islámica bajo dominio occidental como ocurrió en Indonesia con los holandeses (XVIII), en África del Norte con los franceses y en Malasia, Egipto y Sudán con los británicos. Esta memoria histórica en la que religión, cultura y poder económico, político y militar estuvieron mezclados hace difícil hoy el diálogo entre religiones y culturas secularmente enfrentadas.

El final de la sociedad tradicional en Occidente está marcado por la revolución francesa y americana, por el surgimiento del capitalismo industrial, y por la puesta en marcha del parlamentarismo democrático, que lleva a la limitación del poder absoluto de los monarcas. A partir de entonces comienza una nueva fase de manipulación política de lo religioso, que siguió líneas diferenciadas en América y Europa.

2. Un Estado laico en una sociedad religiosa

En Norteamérica la Ilustración no tuvo nunca el carácter de crítica religiosa que se dio en Francia, España o la misma Inglaterra. La solución a la que apuntó Estados Unidos se ha convertido en una fórmula exitosa cuyos efectos perduran hoy. Hay que comprenderlo en el contexto emigratorio que dio lugar al mito americano, cuyos orígenes simbólicos remontan a los calvinistas, que buscaban la libertad huyendo del absolutismo anglicano de Inglaterra. Por un lado, se basa en la primera declaración de los derechos del hombre (“vida, libertad y búsqueda de la felicidad”: 1776), de la que se deriva el derecho a la resistencia política contra todo Gobierno que no los garantice. Hay que anotar, sin embargo, que se trató de una proclamación restrictiva, ya que esa proclamación toleraba la esclavitud. La limitación del Estado inspiró la constitución política de los Estados Unidos, que buscan defender las libertades individuales respecto del poder estatal. Además el Bill of Rights de 1776, instauró la división de poderes, base de la sociedad democrática, y en 1785 (Virginia Statute of Religious Liberty) la estricta separación entre la Iglesia y el Estado, impidiendo no sólo la impregnación confesional del Estado sino cualquier intervención de éste en asuntos religiosos.

Lo novedoso del modelo político americano estriba en que el pueblo asume el poder tras la revolución e impone una constitución política con un gobierno limitado (constitucional). Los derechos humanos inspiran las libertades individuales y exigen una limitación del poder gubernamental, cuya función fundamental es asegurar el orden público y el imperio de la ley. Se desconfía del Estado y se subrayan los valores individuales. El rechazo de un poder político absolutista llevó a la división de poderes, siguiendo a Montesquieu, así como a un modelo confederal que descentralizó el poder, lo sometió al control del Congreso y lo limitó con otras instancias autónomas. Los derechos humanos se tradujeron en los del ciudadanos a partir de la sociedad civil, que es la que se buscaba fortalecer respecto del poder abusivo del Estado, personificado por el rey inglés. Esta fórmula hizo de Estados Unidos un país en el que reinaban las libertades cívicas en la sociedad liberal. autónoma frente a un poder estatal descentralizado, polivalente y con claras cortapisas respecto de los modelos europeos.

De esta forma se creó un nuevo marco que ha subsistido hasta hoy. Las iglesias pierden poder político, dejan de ser financiadas por el Estado y renuncian a toda expectativa de convertirse en estatales, distanciandose de sus homologas europeas. El Estado debe comportarse neutralmente respecto de la variedad de iglesias cristianas subsistentes en el país. Pero, la libertad religiosa se convierte en un elemento fundamental de la constitución norteamericana, con lo que las religiones ganan en libertad y se autonomizan respecto del Estado. Están obligadas a vivir y competir en la pluralidad de religiones, y pierden privilegios constitucionales o estatales. A cambio, la religión no es ni criticada, ni perseguida, ni abolida por el poder político. Al contrario, se convierte en una matriz de la nueva sociedad democrática, caracterizada por un Estado no confesional en una sociedad que sigue siendo muy religiosa.

Tenemos así la especifidad de lo norteamericano, que para Europa es una paradoja y genera extrañeza. Una sociedad muy religiosa que no conoce la secularización y laicización de la religión, a pesar de que sea tan moderna como cualquiera europea. La referencia a Dios y a la religión es un elemento fan fundamental, que resulta impensable un presidente ateo. Las iglesias son una gran fuerza en la sociedad civil, y el Estado no sólo no las combate, sino que protege a las instituciones religiosa con múltiples leyes y fórmulas indirectas, vía exención de impuestos, fundaciones y patronatos, y otras facilidades en la sociedad civil. De hecho se facilita la creación de una sociedad con instituciones fuertes y autónomas respecto del poder estatal, al que sirven de contrapeso. Entre ellas destacan socialmente las iglesias y culturalmente las religiones.

Al mismo tiempo, se creó una religión civil hegemónica, en la que hay una síntesis de cultura popular, nacionalismo y religión como sustrato ideológico de la sociedad. Surge así un patriotismo americano con amplia base religiosa. La mezcla de lo anglosajón, blanco y protestante fue la base del credo americano (WASP), poniendo el acento en el éxito y el dinero como signos de realización social y de salvación religiosa. Luego se integraron el catolicismo y el judaísmo, que en el siglo XX adquirieron plena carta de ciudadanía en la sociedad norteamericana, favorecidos por la inmigración católica irlandesa, italiana y luego hispana, así como por la emigración hebrea que se refugió en Estados Unidos huyendo del antisemitismo europeo. En la religión civil norteamericana, la referencia al judaísmo y al cristianismo, es decir, al monoteísmo bíblico, es fundamental, aunque no haya ninguna institución religiosa estatal. Se limita el poder de las instituciones religiosas, en cuanto que se prohíbe al Estado favorezca a una de ellas, pero se potencia a las religiones que tienen una clara presencia pública.

En Estados Unidos nunca ha tenido arraigo la tesis de la privatización de la religión, porque lo religioso ha conservado siempre una dimensión pública. El factor religioso ha sido un factor clave de estabilidad y cohesión social, una de las fuentes inspiradoras de la cultura y de la ética, y una instancia relevante en el entramado político, asistencial y ético de la sociedad civil. No hay que olvidar que se trata de una nación de inmigrantes, a los que la religión ofrecía identidad, cohesión social y canales para la inculturación, mediando entre la protección de la particularidad de los ciudadanos, de proveniencia muy diversa, y la integración en la sociedad americana.

Este doble proceso de laicización del Estado y de confesionalidad de la sociedad civil se reforzó con ideologías políticas como las del Destino Manifiesto, en las que resurge la vieja idea hebrea y cristiana del pueblo elegido por Dios, en este caso para llevar la civilización a los otros pueblos. Las mismas ideas europeas sobre el Nuevo Mundo como lugar de la utopía favorecieron la simbiosis nacional religiosa, “A Nation under God”, que es básica para el credo americano. Esta fue la base político religiosa de la expansión americana hacia el Oeste y de la conquista de la mitad de México. También fue un referente fundamental que favoreció las intervenciones norteamericanas en las dos guerras mundiales, defendiendo sus intereses geopolíticos y también los valores amenazados de la civilización occidental cristiana. Esta sigue siendo la base político religiosa del imperialismo norteamericano y de la extraordinaria vitalidad de las religiones en su sociedad.

La fragmentación y diferenciación creciente de la sociedad, hacen inviable en las modernas sociedades del siglo XX el influjo total de una institución referencial, también de la religiosa, en la sociedad. Sin embargo la pluralidad y diversidad de iglesias americanas, que convergen en torno a un credo civil y a un imaginario básico (el bíblico), sigue siendo una instancia esencial para el modelo americano. La complejidad de las sociedades modernas favorece la desconfesionalización y la libertad religiosa, pero no lleva necesariamente a la pérdida de la religión en la sociedad civil. El imaginario religioso puede constituirse como una plataforma fundamental para la ética, las virtudes cívicas y sociales y la misma participación política. El vacío que dejan las religiones, cuando no pueden ejercer esas funciones con plausibilidad y credibilidad, resulta difícilmente suplibles por otras instancias, so pena de anomia social y falta de sentido del entramado ético-político que constituye la base de la sociedad. De ahí, la importancia de religiones fuertes, que son fuerzas políticas con las que hay que contar.

La contrapartida a esta relevancia pública de la religión y a su función como referente fundamental para la nación y el estilo de vida americano, es que las religiones que compiten en una sociedad plural interaccionan, se homogenizan y han acabado por asemejarse. Todas se han impregnado del ethos político, cultural y nacional estadounidense, al que han aportado sus propias contribuciones. Esta inculturación de la religión, no sólo ha dado rasgos diferenciales propios al catolicismo norteamericano, que ha cobrado relevancia en el siglo XX, sino que ha facilitado la paz e incluso la colaboración entre confesiones cristianas distintas, y entre el cristianismo y el judaísmo. De esta manera se ha dado una evolución religiosa que ha favorecido el ecumenismo, el diálogo intracristiano y el surgimiento de una teología plural de las religiones.

También se ha dejado sentir dentro de la organización de las iglesias el impulso de la sociedad estadounidense. En EEUU se ha dado una clara orientación hacia la democratización de la Iglesia católica, la participación de los laicos y la potenciación del papel de las mujeres. Estos elementos han hecho de la iglesia americana una abanderada en la evolución del catolicismo, diferenciandose claramente de las iglesias europeas. El liderazgo creciente del catolicismo norteamericano en el contexto de la iglesia mundial hace que los elementos positivos y negativos propios de su tradición repercutan en las otras iglesias católicas que viven en situaciones diferentes.

Hay que subrayar, sin embargo, que la situación de convergencia entre las distintas confesiones cristianas y entre éstas y el judaísmo en la sociedad norteamericana, no se ha dejado sentir en lo referente al Islam. No olvidemos que éste no forma parte de la religión civil norteamericana, no tiene carta de naturaleza en la sociedad y se percibe como un cuerpo extraño. De ahí, la desconfianza con la que se percibe al Islam en Norteamericana, al que se caracteriza de religión retrasada, identificada anacrónicamente con el poder político estatal y matriz de una civilización hostil. Los atentados del once de septiembre han llevado al paroxismo esta concepción, que ya fue determinante en la guerra del golfo. La tesis de que las religiones son el núcleo de la civilización y las guerras del futuro serán de civilizaciones se ha hecho muy popular en Norteamérica y fuera de ella, y ha contribuido a la animadversión del Islam.

Los pronunciamientos del presidente Bush acerca del eje del bien, de la libertad duradera y de la defensa de los valores cristianos, sobre los que se basa Occidente, no causan perplejidad en Estados Unidos porque están firmemente asentados en un país que proclama su fe en Dios en la misma moneda nacional, y que fusiona los símbolos religiosos con los nacionales, como muestran la proliferación de banderas en lugares de privilegio de las mismas Iglesias. La fe en Dios, ampliamente mayoritaria en la sociedad norteamericana, es también la fe en una nación elegida que forma parte del plan divino sobre la humanidad, en línea con el mesianismo político que anteriormente formó parte de otras naciones europeas como España. Desde ahí, podemos comprender que el Dios de la guerra se convierta en un referente fundamental en las contiendas militares de Estados Unidos, desde Vietnam hasta la última guerra del golfo.

La amenaza desestabilizadora para este régimen de sociedad y cultura religiosas, completado por un Estado confesionalmente neutral viene de una doble línea. Por un lado, la implementación de una sociedad consumista, hedonista y del ocio, que amenaza a los valores socioculturales y cristianos tradicionales sobre los que se asienta la sociedad norteamericana. Paradójicamente es el resultado de una sociedad del trabajo que ha hecho posible la acumulación y productividad del capitalismo y que tiene raíces religiosas, según la conocida tesis de Max Weber. Grupos religiosos fundamentalistas de las distintas confesiones cristianas y judías, han puesto siempre el acento en la defensa del estilo de vida americano para combatir los enemigos de la civilización cristiana, tanto internos como externos. De ahí la inevitable coloración política de lo religioso y religiosa de la política. Los grupos neoconservadores religiosos tienen una gran importancia política y actúan como “lobbys” y grupos de presión ante el poder político, ejecutivo, legislativo y judicial. Inversamente los conservadores políticos favorecen las instancias más fundamentalistas de las iglesias cristianas y del movimiento judío, viendo en la pérdida de la religión una amenaza para los valores del capitalismo liberal sobre el que se asienta la actual sociedad norteamericana.

Hay también una serie de cambios en las tradiciones religiosas cristianas que resultan amenazantes para el equilibrio actual. El giro social y crítico del cristianismo, que tuvo especial relevancia en el protestantismo a partir de Martín Lutero King y el desarrollo de la doctrina social católica y de la teología de la liberación, ha hecho que las religiones se conviertan no sólo en sostenedores del estilo de vida americano, sino también en potenciales instancias críticas de la manipulación política de la religión. De ahí el auge neoconservador religioso desde la presidencia de Reagan, así como la proliferación de instituciones y fundaciones que buscan potenciar la convergencia entre el capitalismo, el estilo de vida americano, y la doble herencia judía y cristiana. En esta dinámica hay que poner también la potenciación de sectas conservadoras norteamericanas en América Latina que ven en el catolicismo social y la teología de la liberación una amenaza a los intereses geopolíticos de Estados Unidos.

3. De la lucha contra la religión a la sacralización de la Nación

El modelo que se ha prevalecido en Europa es muy distinto del americano. Por un lado, la revolución francesa se inspiró en los derechos humanos, que se convirtieron en los ciudadanos, desde la idea de que el pueblo había alcanzado el poder tras la derrocación de la monarquía absoluta. La desconfianza americana hacia el Estado se convierte aquí en una maximalización de éste, ya que representa la soberanía popular triunfante. De ahí, la exaltación del poder político constituido, que somete a la sociedad civil, sin dejar instancias autónomas que le sirvan de contrapeso. Hay una identificación entre pueblo, nación y Estado, en nombre de la voluntad general de Rousseau que sirve de fuente de legitimación para el Estado. El pueblo sustituye al rey absoluto y la voluntad nacional se canaliza hacia el Estado, que inicialmente se personifica en dictaduras revolucionarias con legitimación popular, para abolir privilegios, foros, tradiciones y costumbres anteriores. A lo largo del siglo XIX triunfa el positivismo constitucional, que, presuntamente, recoge los derechos del pueblo. La nación es el poder constituyente, anterior a toda Constitución, y la voluntad general se instaura bajo formas diversas. Primero, con estadistas carismáticos que personifican al pueblo, luego con gobiernos de mayoría democrática, que se imponen a las minorías. Todo gira en torno al Estado, al que se subordina la sociedad civil y que personifica a la nación, en línea con el planteamiento hegeliano, que ve en el Estado la representación del Espíritu absoluto.

La sociedad civil carece inicialmente de contrapesos respecto del poder del Estado, siendo el poder ejecutivo el que prevalece sobre el legislativo e incluso el judicial, bajo la forma del control del parlamento y del nombramiento políticos de los jueces. No hay descentralización del poder, ni sociedad civil soberana. El Estado representa a la nación, somete a los individuos y elimina las instancias autónomas, confiscando los bienes de la Corona, de la Iglesia y de la nobleza resistente. En Estados Unidos la emancipación política de los ciudadanos dejó intactos los poderes económicos fácticos en nombre de los derechos individuales. En Francia, como luego en la Unión soviética, prevalecieron las exigencias de reforma socioeconómica, porque el pueblo había alcanzado el poder e instaurado una democracia directa. Sin embargo, la venta de los bienes confiscados creó una nueva burguesía que se apoderó del Estado, en detrimento de los obreros, con la Constitución de 1791.

Los derechos naturales fueron desplazados por los derechos ciudadanos de la burguesía liberal, centrada en la defensa de la propiedad privada considerada inviable (1789). De ahí la debilidad política de la sociedad civil y de los individuos, atomizados y aislados. Permanece, sin embargo la idea de que los cambios económicos hay que hacerlos a partir de la conquista del Estado, motor de la democratización económica y del aseguramiento del orden social, que constituyó la base de los partidos socialistas y liberales. Buena parte del siglo XIX estuvo determinada por el intento de potenciar la sociedad civil, con sus asociaciones, sindicatos, movimientos de base y diversidad de instancias y grupos sociales, respecto de un estado omnipotente. Cuanto más débil era el entramado de la sociedad, más fácil resultaba el clientelismo respecto del Estado, del que se esperaba que resolviera todos los problemas, y menor era el dinamismo de los ciudadanos, más súbditos que protagonistas del orden político. Por otra parte, el Estado y la clase dirigente fue mucho más sensible a los movimientos político liberales, que a los económicos, que fueron los acentuados por la izquierda y el proletariado en el Occidente industrialziado. El humanismo secular y la filosofía política fueron las ideologías receptoras de los derechos económicos en el siglo XIX, con una significativa ausencia de la religión (hasta comienzos del siglo XX no hay una doctrina social de la jerarquía) a pesar del origen cristiano del derecho natural anterior, precursor de los derechos humanos, y de las motivaciones religiosas para limitar el poder estatal. La paradójica ignorancia de estos derechos por parte de la religión decimonónica, prisionera de un tradicionalismo antimoderna, fue la otra cara de su colaboración política con los regímenes absolutistas y con la burguesía liberal triunfante.

En este contexto, que no es posible analizar aquí con detalle, la religión tuvo mucho dificultades para subsistir. Por un lado, se mantuvo la dinámica de las monarquías absolutas que buscaban un control total de las instituciones religiosas, mucho más cuando éstas perdieron su autonomía económica a causa de las confiscaciones estatales, como la desamortización de Mendizabal en España. El clero pasó a depender directamente del Estado, devino funcionario estatal (Constitución civil del clero en 1790), y fue controlado por éste a cambio de las subvenciones estatales. A su vez, la Iglesia ejerció un papel fundamental en el control del pueblo. El concordato napoleónico se convirtió en un paradigma que determinó las relaciones entre la Iglesia y el Estado para la posteridad. El Estado se reservó el nombramiento de obispos, los cuales perdieron también autonomía respecto del Papa, y se declaró laico, aunque aceptó la religión católica como la mayoritaria. Se clausuraron colegios religiosos y seminarios, se instauró la enseñanza laica pública y se eliminó la teología de la universidad. Se buscaba un control absoluto de la religión por parte del poder estatal y una limitación drástica de la influencia de la Iglesia en la sociedad.

Como reacción, las iglesias se pusieron de parte de los regímenes monárquicos absolutistas, estableciendo una alianza entre el trono y el altar, sobre el que se constituyó el poder de los gobiernos conservadores. En el siglo XIX se produjo la desafección popular de la Iglesia, porque el mundo obrero veía en ella una estrecha aliada de la burguesía y la nobleza, un obstáculo fundamental para las reivindicaciones sociales, y un papel legitimador del orden social. El mismo Napoleón supo ver la importancia de la Iglesia para apaciguar al pueblo, mucho antes de que Marx elaborara su teoría sobre la religión como opio del pueblo.

Por otra parte, la Ilustración francesa no sólo dirigió sus ataques a la institución eclesiástica, como hacía Voltaire, sino que inició una crítica frontal de la religión que cristalizó en los maestros de la sospecha del siglo XIX (Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud). La religión se percibía como un mal en sí mismo, una forma de alienación humana y, por tanto, un obstáculo para la reforma social y la promoción del hombre. De ahí la lucha contra la religión en la sociedad civil, acusandola de oscurantismo e irracionalidad. Se pasó de una secularización, entendida como confiscación de bienes eclesiásticos, al secularismo, es decir, a una ideología laicista que veía en la religión un mal a combatir en nombre de la razón, a la que se instauró un templo católico bajo el poder jacobino revolucionario. La muerte de la religión es la que permitiría el paso a una sociedad democrática y mayor de edad, es decir, laica. De ahí los combates contra la Iglesia, especialmente en el terreno de la educación que ha sido el que ha generado mayores batallas ideológicas y políticas en los dos últimos siglos.

Ya no se trataba sólo de separar la Iglesia y el Estado, asegurando la supremacía del segundo, sino de eliminar sus influencias y competencias en la sociedad civil. Esta dinámica que ha sido determinante para la izquierda política, favoreció la alienación la Iglesia con las clases conservadoras de la sociedad, ya que luchaba por su propia supervivencia, viendo la secularización como un intento planificado de descristianización de la sociedad. De ahí el inevitable carácter simbólico del pronunciamiento de Azaña sobre una España que había dejado de ser católica, y el carácter reactivo del anuncio por parte de la Iglesia de una nueva cruzada, contra los enemigos de Dios y de la patria, en nuestra guerra civil. Las raíces de este enfrentamientos remontan al siglo XIX y a los mismos cambios de la revolución francesa. El Dios de la guerra resurge como instancia legitimadora, la religión defiende su supervivencia en la sociedad y la jerarquía eclesiástica sus privilegios institucionales amenazados. Los conflictos sociopolíticos y económicos llevaron a los participantes a buscar la legitimación religiosa y, en caso de no poder obtenerla, a luchar contra la religión y sus instituciones.

Al mismo tiempo, el vacío dejado por la Iglesia en la sociedad se cubrió con otras instancias ideológicas, entre las cuales jugó un papel esencial el nacionalismo, que se convirtió en una auténtica religión desde el siglo XIX. La revolución francesa favorecía tanto una concepción ciudadana del Estado como una populista y nacionalista. La innegable modernización de la nación y la promoción del campesinado, así como las reformas económicas dinamizadoras, vino acompañada de una homogenización de la sociedad, en la que jugó un papel esencial la imposición del francés como lengua nacional única y una politización del concepto de pueblo, equiparado a nación y a Estado. El nacionalismo contemporáneo es mucho más complejo que el mero tribalismo y supone una remitificación de la idea de nación, con elementos novedosos respecto del pasado. El nacionalismo es una ideología que recrea la idea de “Nación” como entidad metafísica. Se margina el universalismo de los derechos humanos y ciudadanos, así como las teorías políticas del contrato social, en favor de la etnia, que se equipara con el pueblo, sobre una base naturalista, histórica y cultural, en buena parte inventada.

El espíritu del pueblo, instancia clave del romanticismo y de los totalitarismos estatales de cuño hegeliano, se contrapuso al universalismo constitucional. Los teóricos conservadores del Estado, como De Maistre, Bonald y Donoso Cortés, se apoyan en esa concepción de la nación contra los constitucionalistas liberales. Este es el marco en el que la colectividad (el pueblo, la nación y el estado) se impuso al individuo; se desarrollaron los totalitarismos imperialistas expansionistas, que en el siglo XIX se repartieron el mundo, y se utilizaron argumentos biológicos, naturalistas y de raza a costa de la cultura democrática y la constitución política. El consenso y la participación política pasaron a segundo plano en favor del nacimiento, el derecho de sangre y la lengua. El nacionalismo político se llenó de contenidos sustancialistas, creandose un patriotismo cultural homogeneizante y populista. La Nación fue un objetivo en sí mismo que necesitaba dotarse de un Estado para afirmarse.

Aquí se dio una nueva manipulación de lo religioso. Por un lado, por la necesidad de legitimación ideológica y afectiva de la Nación-Estado en el contexto de las luchas decimonónicas y luego de las guerras mundiales. Sobre el trasfondo de la voluntad general y con la equiparación entre Nación y Estado surge la idea de Nación como entidad mítica, religiosa, afectiva y sagrada, a la que hay que sacrificar vida y hacienda, como antes a los monárcas absolutos que representaban al mismo Dios. El patriotismo, que inicialmente era la piedad para los ancestros y la ciudad de pertenencia, se traslada a una entidad metafísica sacralizada, en la que se integra el concepto de ciudadanía del liberalismo político. El altar de la patria, la tumba del soldado desconocido, la exaltación de la bandera, la invención de un himno, el desarrollo de para-liturgias militares y la masiva entrada del lenguaje religioso en la política, muestra la nueva contribución de lo religioso al estamento político, y, más en concreto, al orden estatal. El Dios de la guerra surge entre países enfrentados y la religión actúa de nuevo como amalgama legitimadora, motivacional y afectiva, que encubre los intereses económicos e imperialistas subyacentes a las grandes conflagraciones mundiales. Las apelaciones de Rosa Luxemburgo a los proletarios de los países contrincantes para que no entraran en guerras generadas por las burguesías nacionales, no encontraron un complemento en la religión como instancia universal, supranacional, que luchara contra la dinámica guerra. Cada bando se enfrentó al otro, desde la idea de que Dios estaba con la propia nación.

El paso de la nación como unidad prepolítica a la articulación entre ciudadanía, nacionalismo y Estado, no sólo radicalizó los enfrentamientos entre los Estados nacionales europeos tradicionales, sino que avivó la insatisfacción de las Naciones sin Estado. La voluntad de los ciudadanos dejó de ser la instancia legitimadora del Estado en favor de sus raíces populares, étnicas y nacionales. De ahí la necesidad de reescribir la historia para adecuarla a las necesidades del pueblo-nación que necesitaba configurarse como Estado como afirmar su propia identidad. Las dinámicas excluyentes, xenófobas e incluso racistas fueron la contrapartida del esfuerzo de autoafirmación de la identidad étnico nacional con pretensiones estatales, a costa de las minorías internas, inevitables dada las mezclas históricas, la movilidad y relatividad de las fronteras nacionales, y los enemigos externos, en estos casos pueblos vecinos que profesaban la misma religión.

El nacionalismo ha sido la gran religión secularizada del siglo XX, heredera de la capacidad motivacional, afectiva y normativa de las antiguas religiones. La crítica a la religión ha ido acompañada frecuentemente por la sacralización de ideologías y proyectos secualres, entre las que destaca el nacionalismo y el marxismo, que no sólo han sido ideologías políticas sino autenticas cosmovisiones con funciones de sentido, motivación y orientación características de las religiones. Frecuentemente esto ha hecho que los grupos religiosos se suban al carro nacionalista como instancias legitimadoras. Han encontrado ahí una forma de luchar contra el secularismo y la pérdida de funciones de la religión, vinculandose a la lucha nacional y haciendo de los clérigos uno de sus grupos mentores y más comprometidos. El ideal trascendente pasaba de Dios a la Nación, suscitando vocaciones y sacrificios parangonables a los de los mártires y confesores de las religiones tradicionales.

Esta manipulación política de lo religioso favorece también la erosión de las democracias constitucionales. Los conflictos políticos y socioeconómicos devienen religiosos, como ha ocurrido en la antigua Yugoeslavia y en el Norte de Irlanda. La exacerbación maniquea de las diferencias nacionales se impregna de rasgos metafísicos, míticos y religiosos. La lucha por la patria estatal se convierte en un fin absoluto en sí mismo, legitimando todos los medios para obtenerla. Esta búsqueda de plenitud de soberanía estatal adquiere religiosamente un carácter mesiánico, que hace de la religión que la apoya un instrumento providencial para que el pueblo llegue a ser Estado. De ahí, la complicidad legitimadora de las religiones, que teóricamente proclaman los derechos humanos y la fraternidad universal, mientras que en la práctica avalan una concepción política excluyente. Se conjuga el universalismo abstracto y una praxis permisiva con la conculcación de los derechos humanos de los que se oponían al mito pseudo religioso de la Nación Estado. El problema persiste hasta nuestros días.

El héroe rojo que se sacrifica por las generaciones futuras, magistralmente descrito por Bloch, y el mártir que muere por la patria, testimonian cómo hay formas de trascendencia intramundanas que sustituyen a la religiosa. En la medida en que la causa de Dios decae en Occidente, como anunció Nietzsche, más necesarias son causas sacralizadas intramundanas, a las que se consagran sus partidarios con fervor religioso. Desde un punto de vista teológico hay una estrecha conexión entre la muerte del Dios judeo cristiano, que por trascendente siempre permite tomar distancia de los proyectos intrahistóricos, y el surgimiento de los ídolos, a los que los hombres sacrifican vidas y haciendas. La patria sacralizada ha exigido tantas víctimas en los siglos XIX y XX como las religiones tradicionales en los peores momentos de su historia. Desde un punto de vista teológico, ético y político, hay que afirmar, sin embargo, que la opción primordial es siempre la de las víctimas. Ni Dios, ni patria, ni rey pueden servir de justificación para conculcar los derechos humanos. Hay que defender a las víctimas de cualquier ideología totalitaria, incluida la religión y el nacionalismo.

La paradoja está en que el trasvase de funciones de la religión positiva al nacionalismo pseudorreligioso lleva consigo, a medio y largo plazo, la erosión progresiva de la misma religión legitimadora. El declive de la religión cristiana en Occidente, perceptible desde el siglo XIX y claramente constatable en el siglo XX es paralelo al ascenso de un nacionalismo de amplias raíces religiosas. Esta refuncionalización de lo religioso en favor de lo político nacional lleva también consigo la perversión de las creencias religiosas y políticas. Cuanto más ideal es el fin que se pretende (luchar por la patria, defender los valores occidentales, proteger la propiedad individual, etc) y más universal su referencia, más fácil resulta la perversión de las creencias. El fanatismo religioso y el terrorismo político son el resultado de proyectos colectivos, movilizadores de afectos y razones, que no han sido capaces de la autocrítica. En consecuencia han acabado absolutizandose, según el eslogan de que el fin justifica los medios.

En el Islam encontramos de nuevo una situación diferente, tanto desde el punto de vista del nacionalismo como de la religión. El modernismo islámico fue acaudillado inicialmente por Al-Afghani (1838-97) y Muhammad’ Abduh (1849-1905) que fueron los grandes difusor del ideal panislámico, de la unión de todos los musulmanes y de la modernización del Islam, al que buscaban abrir a la ciencia y técnica occidentales. Sin embargo, el nacionalismo modernizante optó por una solución no religiosa bajo Mustafá Kemal, que se renombró Kemal Atatürk (1881-1938) en Turquía. Abolió el sistema otomano y creo un sistema basado en la soberanía popular, con una constitución occidental, una educación laica y la sustitución de la ley religiosa (shari`a) por una ley civil. Se suprimieron las órdenes sufíes, la vestimenta y otros distintivos religiosos como el velo (hijab), así como la poligamia y la escritura arábiga. Es también lo que intentó el Shah de Persia, que abolió las escuelas religiosas, laicizó la educación y emprendió una modernización del país en contra del Islam en base a una férrea dictadura político militar, hasta el derrocamiento en 1979. en ambos casos, hubo un intento de modernización en base a una limitación drástica del papel de la religión en la sociedad, a la que se buscaba secularizar en el marco de un Estado laico. Sin embargo, el peso de la religión en la vida ciudadana era demasiado fuerte y la religión no aceptó subordinarse a la esfera privada, ya que esto iba en contra de la concepción mucho más global del Islam como una cultura y no sólo una religión.

Estos cambios indican que hay una corriente de pensamiento que ve difícil la reconciliación entre la religión islámica y la modernidad industrial, cultural y sociopolítica, lo cual constituye un problema fundamental para el Islam actual. Una corriente opuesta es la Hermandad Musulmana, que busca revitalizar el Islam, con doctrinas neofundamentalistas junto a otras modernas, y luchar políticamente por un Estado islámico. Se trata de un movimiento heterogéneo en el que hay grupos muy extremistas, no sólo occidentales sino también enfrentados a los gobiernos de países musulmanes, como Egipto y Siria. Estos grupos son proclives al Dios de la guerra y buscan restablecer la sharia, una ley con raíces islámicas, en sus sociedades, como ha ocurrido en el Irán chiíta en el que se ha creado una república islámica, dominada por el sector más fundamentalista. En Irán se ha impuesto la vida islámica en todos los sectores de la sociedad, aunque hay una creciente y variada oposición al régimen post-revolucionario, que es un índice de que no se ha encontrado un sistema satisfactorio entre las exigencias de una sociedad moderna y la renovación del Islam Este es el gran reto al que se encuentra enfrentado el Islam en la actualidad y la causa de muchas crisis y divisiones internas, sobre todo en países con presencia de fuertes minorías no mulmanes, como ocurre, sobre todo en Asia.

También en Israel hay una mezcla de nacionalismo y religión, después del distanciamiento entre sionismo y religión anterior de la creación del Estado hebreo. En Israel hay grupos como el “Grupo de los fieles” (Gush Emunim) o los “Guardianes de la Ciudad”(Neturei Karta), que defienden una ortodoxia religiosa extrema junto a un nacionalismo visceralmente antiarabe. En realidad, representa una forma autónoma de autogobierno dentro del Estado de Israel, con reivindicaciones sociopolíticas basadas en la Biblia y que ejercen una clara tutela sobre la sociedad israelita en ámbitos como la familia y la vida civil. En Israel, los ciudadanos musulmanes y cristiano árabes no tienen derecho al voto, lo cual introduce elementos religiosos y raciales en la situación política. Israel se debate entre el Estado laico en el marco de una sociedad secularizada, con amplia libertad y concesiones a la religión judía, y la tendencia a un Estado semiconfesional, en el que la religión sigue siendo la matriz de la sociedad. También aquí hay una manipulación política de la religión que propicia el surgimiento del Dios de la guerra, enfrentando a dos monoteísmos religiosamente emparentados y con muchas categorías semejantes.

4. De la religión privada a las teologías de la liberación

Durante mucho tiempo el marxismo fue la alternativa mayor al nacionalismo europeo y al imperialismo colonial del primer mundo sobre los países en vía de desarrollo. El derrumbe de esa ideología universalista, que también incorporó muchos elementos sacrales de claros orígenes religiosos, ha dejado casi sola a la religión como gran instancia de resistencia de los pueblos a la economía de mercado, al modelo cultural de las sociedades de consumo y a la política neocolonialista. En los países desarrollados se neutraliza ese potencial conflictivo en base a la secularización de la sociedad y con una política de privatización de la religión. La fusión de lo político y de lo religioso es inviable en las sociedades democráticas y secularizadas modernas y es innegable que hay una pérdida de referencias religiosas en amplias capas de la población. Sin embargo, la marginación de la religión al ámbito personal y privado es más un deseo y una política, que una realidad concorde con la religión, al menos tal y como se ha concebido en Occidente. Por el contrario, en el Islam no hay un movimiento en pro de la privatización de la religión, si exceptuamos la ambigua situación turca, sino más bien un movimiento renovador que busca conciliar religión y modernidad, el cual subsiste junto a un tradicionalismo doctrinal y teórico, que se conjuga inconsistentemente con prácticas y estilo de vida occidentales, generandose un dualismo de creencias y prácticas que recuerda al estilo de vida de los cristianos no practicantes.

En el caso del cristianismo, la pertenencia a una iglesia mundial y transnacional, permite que se constituya una instancia que se escapa al control de los Estados y que pueda ofrecer alternativas, motivaciones e inspiraciones con consecuencias políticas, económicas y culturales. Esto es lo que más miedo da a las instancias gubernamentales de distintos signo. Tanto más cuanto que hoy el cristianismo se ha diversificado y ha generado movimientos sociales y políticos de cuestionamiento de las sociedades modernas, que ya han empezado a jugar un papel en los actuales debates de la globalización. Ya no se puede hablar del catolicismo como un bloque uniforme y monolítico, sino que hay que precisar según corrientes y orientaciones. Persiste sin embargo la desconfianza generalizada acerca de los papeles sociales de la religión en la sociedad. Se rechaza un espacio público para lo religioso y se critica la intervención de los líderes religiosos en asuntos políticos, sociales, económicos y culturales. La vieja idea de que la religión vuelva a las sacristías y se centre en el culto es la forma preferente de manipulación de lo religioso por el poder político en las sociedades occidentales.

En el ámbito de la sociedad civil, se ha pasado mayoritariamente del anticlericalismo y la lucha contra la religión a la permisividad y tolerancia, mezclada con la indiferencia religiosa. Ha perdido relevancia la agresividad decimonónica contra las instancias religiosas, aunque subsisten grupos e ideologías con elementos residuales del pasado. La pervivencia mitigada de la hostilidad se manifiesta en la trivialización de la religión y, a veces, en la burla y la acumulación de informaciones que buscan desprestigiar social y culturalmente las religiones. Hay, sin embargo, más tolerancia para la religión popular que para las instituciones eclesiásticas, y concretamente para sus autoridades, a las que se busca limitar en su influencia pública aprovechando cualquier intervención para ridiculizarlas. Paradójicamente hoy hay más facilidad para la crítica y la burla del cristianismo en las sociedades occidentales, que respecto al judaísmo (que automáticamente alude al antisemitismo ante esas manifestaciones) y al Islam (ya que hay conciencia de que mofarse de los sentimientos religiosos islamistas es muy peligroso). La paradoja es que la religión que más ha evolucionado en Occidente en la línea de tolerancia, pluralidad y respecto a la sociedad laica y secular (aunque lo hiciera, en parte a la fuerza y subsistan elementos fundamentalistas en ella) es hoy la más denigrada en los medios de comunicación social.

Esta hostilidad anti religiosa está también basada en el carácter frecuentemente anacrónico de las instituciones eclesiales y de las doctrinas que oficialmente enseñan. También, en la subsistencia de privilegios y concesiones que las iglesias defienden como derechos inalienables y que, en realidad, son residuos del pasado Estado confesional. La proclamación constitucional de un Estado laico y no confesional, que garantice la libertad religiosa aunque reconozca el carácter mayoritario del catolicismo en la sociedad, adolece de serias deficiencias en su realización práctica. Hay privilegios eclesiales que son abusivos e incluso a veces sospechosos de inconstitucionalidad ante los ojos de una gran parte de la ciudadanía española. Los últimos acuerdos entre la Iglesia y el Estado en la época de la transición tienen que revisarse.

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