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El debate sobre simbología en la escuela pública

En esta sección incluimos artículos relevantes del ámbito académico con el objetivo de conocer la información o los argumentos que plantean en sus estudios, aunque Europa Laica no comparta las tesis que en los mismos se exponen. 


Publicado en la Revista “Laicidad y Libertades. Escritos Jurídicos”, vol. I, nº 14, diciembre de 2014, pp.117-152.

Sumario: I. Introducción; II. Principios Generales; III. La presencia de símbolos religiosos “estáticos” en los centros educativos públicos; IV. La prohibición del uso de simbología a los educandos; 4.1. Sobre la competencia de los centros docentes de establecer la prohibición del uso de prendas identitarias; 4.2. Sobre los límites de la libertad de creencias.

Resumen: El debate sobre el uso de simbología –generalmente de carácter religioso- en la escuela pública no es extremadamente novedoso pero continúa generando una innegable polémica jurídica. En España, en particular, esta cuestión se refiere principalmente el uso personal de prendas que revelan la identidad religiosa o cultural de pertenencia, especialmente en relación al velo islámico (hijab), denominada “simbología dinámica”. A esta problemática se añade la litigiosidad derivada de la presencia de símbolos propios de la religión dominante en escuelas, tribunales y otros edificios públicos, llamada “simbología estática o institucional”-.

I. Introducción
La transformación cultural que han experimentado los países europeos a raíz del progresivo aumento de la población inmigrante ha comportado la adopción de variados modelos de gestión de la diversidad cultural, siendo las más habituales el multiculturalismo, el asimilacionismo y, de implantación más reciente, el denominado interculturalismo.

Durante los años inmediatamente anteriores al estallido de la crisis económica, las políticas estatales de integración en España se orientaron a su consecución efectiva basada, por lo menos formalmente, en tres principios fundamentales de actuación: igualdad y no discriminación, ciudadanía e interculturalidad. El principio de Interculturalidad implica que la integración se concibe como un “proceso bidireccional, de adaptación mutua” que requiere la participación activa de todos los ciudadanos, inmigrantes y españoles, así como de las instituciones del país de acogida, y que busca la consecución de una sociedad inclusiva que garantice la plena participación económica, social, cultural y política de los inmigrantes en condiciones de igualdad de trato e igualdad de oportunidades. No obstante, en este proceso de integración se exige el respeto a los valores básicos mínimos establecidos por la Constitución española.

Teniendo en cuenta los principios de actuación que presuntamente deben regir la respuesta de los poderes públicos a los posibles conflictos culturales que surjan en el seno de la sociedad, el planteamiento debe partir de la ponderación de los valores, principios y derechos fundamentales consagrados en la Constitución española, desde el prisma del principio de interculturalidad.

El debate sobre el uso de simbología religiosa o ideológica en espacios públicos no es extremadamente novedoso pero continúa generando una innegable polémica jurídica. En España, en particular, esta cuestión se refiere principalmente el uso personal de prendas que revelan la identidad religiosa o cultural de pertenencia, especialmente en relación al velo islámico (hijab), denominada “simbología dinámica”. A esta problemática se añade la litigiosidad derivada de la presencia de símbolos propios de la religión dominante en escuelas, tribunales y otros edificios públicos, llamada “simbología estática o institucional”-.

La controversia más reciente, no obstante, ha sido la originada por la promulgación de la Ley sobre el uso de Símbolos Institucionales de las Islas Baleares, que tipifica como infracción muy grave utilizar o colocar símbolos no permitidos o hacer un uso no autorizado de ellos en los bienes inmuebles o muebles afectos a servicios públicos de la Comunidad Autónoma balear, entre los que se incluyen, lógicamente, los centros docentes públicos.

II. Principios generales
En el ordenamiento jurídico español los términos del conflicto sobre el uso de simbología en la escuela pública se sitúan básicamente en el derecho a la educación, la neutralidad ideológica del Estado y la libertad de convicciones de los educandos, que en el supuesto del alumnado menor de edad incide también en el derecho de los padres a elegir la educación moral o religiosa de sus hijos de conformidad con sus propias convicciones.

El artículo 27 de la Constitución española garantiza un haz de facultades que, desde mi perspectiva, han de ser comprendidas como un todo, precisamente en el sentido apuntado por Aláez Corral cuando afirma que “el derecho a la educación constituye un único derecho fundamental complejo, compuesto por diversas normas orientadas a garantizar su objeto, la recepción de una educación libre, plural y democrática, a través de técnicas normativas que constituyen su contenido, tan variadas como un derecho prestacional a una educación básica gratuita, la libertad de enseñanza y la libre creación de centros docentes o la garantía de la autonomía universitaria”.

Se ha señalado también, y creo que acertadamente, que el tipo de educación que se atribuye al titular del derecho es una educación democrática en libertad, en aplicación del artículo 27.2 CE, que marca como objeto de la educación “el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. Estos objetivos educacionales constituyen, por un lado, un cierto “sustrato ideológico”1 –llamado por Tomás y Valiente “ideario educativo constitucional”2- que debe materializarse en el contexto educativo, y, por otro, un límite aplicable al resto de libertades educativas consagradas en nuestra Constitución. Y, en este sentido, se han manifestado tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional, destacando este último que:

“La educación a la que todos tienen derecho y cuya garantía corresponde a los poderes públicos como tarea propia no se contrae a un proceso de mera transmisión de conocimientos, sino que aspira a posibilitar el libre desarrollo de la personalidad y de las capacidades de los alumnos y comprende la formación de ciudadanos responsables llamados a participar en los procesos que se desarrollan en el marco de una sociedad plural en condiciones de igualdad y tolerancia, y con pleno respeto a los derechos y libertades fundamentales del resto de sus miembros. Este objetivo, complejo y plural, es el que, conforme al artículo 27.2 CE, ha de perseguir el legislador y el resto de los poderse públicos a la hora de configurar el sistema de enseñanza dirigido a garantizar el derecho de todos a la educación”.

El artículo 27.2 CE actúa, en consecuencia, como principio rector del sistema educativo y como elemento configurador del contenido esencial de la educación. El Tribunal Supremo ha distinguido, en este sentido, entre los valores que constituyen el sustrato moral del sistema constitucional, sobre los que considera constitucionalmente lícita su exposición en términos de promover la adhesión a los mismos, y otras concepciones culturales, morales o ideológicas que, más allá de ese espacio ético común, pueden existir en cada momento histórico dentro de la sociedad. En este último caso, se entiende que deberán ser expuestos de manera rigurosamente objetiva.

De las precisiones anteriores creo que puede deducirse que, a excepción de la promoción del ideario educativo constitucional –que no se tilda precisamente de adoctrinamiento-, el contenido de la educación deberá transmitirse, en todo caso, ofreciendo al alumnado una visión plural, debiendo evitarse una “orientación unidimensional” o adoctrinadora, vedadas por el principio de neutralidad ideológica del Estado, que actúa, en este caso, como garantía del derecho a una educación democrática en libertad.

El principio de neutralidad ideológica del Estado deriva, en nuestra Constitución, del reconocimiento del pluralismo, la libertad ideológica y religiosa o la aconfesionalidad estatal. La aconfesionalidad del Estado, proclamada en el apartado tercero del artículo 16 CE, implica, en palabras del Tribunal Constitucional, que el Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia, junto a los ciudadanos, en calidad de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso. Sin embargo, este mismo precepto impone a los poderes públicos la obligación de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y cooperar con la Iglesia Católica y las demás confesiones. El deber de “tener en cuenta” se traduce por parte de un amplio sector doctrinal en “valoración social positiva del factor religioso” y, en interpretación del Tribunal Constitucional, en el sentido en que la configuración del Estado en esta materia se enmarca en la denominada “laicidad positiva”, es decir que, pese a que la aconfesionalidad veda cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales, cabe apreciar una dimensión externa de la libertad religiosa que se traduce en la posibilidad de ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso, asumido en este caso por el sujeto colectivo o comunidades, y respecto de las que se exige a los poderes públicos una actitud positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar asistencial o prestacional (…).

Esta interpretación no implica, inicialmente, una renuncia a la neutralidad del Estado, que se ha de garantizar en todos los ámbitos pero de manera especial, insiste el Tribunal Constitucional, en el ámbito educativo: “todas las instituciones públicas y muy especialmente los centros docentes, han de ser, en efecto, ideológicamente neutrales”, constituyendo un límite de la actividad educativa desempeñada por los poderes públicos, que comporta la renuncia a cualquier forma de adoctrinamiento ideológico del alumnado. Pese a la contundencia de esta afirmación, la interpretación del Tribunal Constitucional del artículo 16.3 CE no ha contribuido precisamente a la preservación de la neutralidad del Estado. La cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones religiosas se ha traducido en la práctica en el compromiso de los poderes públicos de asumir determinadas prestaciones a favor de los colectivos religiosos más relevantes desde un punto de vista sociológico, afectando en no pocas ocasiones en su regulación a la neutralidad del Estado y al principio de igualdad.

El “deber de tener en cuenta y la cooperación del artículo 16.3” deben interpretarse, desde mi punto de vista, desde las exigencias que imponen la neutralidad y, especialmente, la igualdad –valor fundamental del ordenamiento jurídico-, y no al revés. El apartado tercero del artículo 16 CE puede ser comprendido desde el valor del pluralismo religioso –no mencionado expresamente en el artículo primero de la CE-. No se explica, sin embargo, que la promoción del pluralismo se lleve a cabo mediante la adopción de medidas prestacionales a favor de las confesiones de mayor implantación social porque, lógicamente, con ello sólo se obtiene el efecto contrario. Tampoco considero compatible con el principio de neutralidad la opción de la discriminación positiva. En este sentido, comparto plenamente la opinión de Ruiz Miguel cuando afirma que la garantía de una igual libertad de creencias –de orígenes diversos, no exclusivamente religiosos- pasa por seguir concibiendo este derecho como una libertad meramente negativa, de garantía de no interferencia, restringiendo las acciones positivas de “facilitación” –en todo caso- de los poderes públicos a la remoción de los obstáculos que impidan el pleno ejercicio del derecho, en aquellas situaciones en que efectivamente sea necesario algún tipo de acción por existir un verdadero “obstáculo” que impida su ejercicio. Cualquier otra opción supone una intromisión del Estado en un ámbito para el vedado por aplicación del principio de neutralidad.

El mandato de neutralidad debe materializarse en el contexto educativo público con el máximo rigor precisamente por la posición que ocupan los destinatarios de la prestación de este servicio público, generalmente menores de edad. Y precisamente por este motivo, en el análisis de esta materia tenemos que tener también presente el reconocimiento constitucional del derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones (art.27.3 CE). Se trata de una manifestación del derecho de libertad de creencias o convicciones (art.16 CE) que opera en el ámbito educativo con una específica finalidad.

Frente a posiciones doctrinales y jurisprudenciales que en España han tratado de configurar este derecho como un auténtico derecho de los padres, atribuido a éstos en función de su propio interés -como manifestación propia de la libertad de enseñanza o, en su caso, de la libertad de creencias- la Corte de Estrasburgo se decanta por una interpretación que lo sitúa en el epicentro del derecho a la educación del menor. Se trata, en definitiva, de una facultad propia de los derechos-deberes inherentes a la patria potestad. Pese a su conexión con la libertad de creencias prima aquí el interés del menor, correspondiendo a los padres el deber de velar por la educación integral de sus hijos.

El contenido esencial de la libertad del artículo 27.3 debe modularse, por tanto, en función de ese derecho-deber de los padres de asegurar la educación integral de sus hijos. El Tribunal Constitucional español ha afirmado, en este sentido, que frente a la libertad de creencias de los progenitores y su derecho a hacer proselitismo de las mismas con sus hijos (art.27.3 CE), “se alza como límite, además de la intangibilidad de la integridad moral de estos últimos, aquella misma libertad de creencias que asiste a los menores de edad, manifestada en su derecho a no compartir las convicciones de sus padres o a no sufrir sus actos de proselitismo, o más sencillamente, a mantener creencias diversas a las de sus padres, máxime cuando las de éstos pudieran afectar negativamente a su desarrollo personal. Libertades y derechos de unos y otros que, de surgir el conflicto, deberán ser ponderados teniendo siempre en cuenta el “interés superior” de los menores de edad”.

Nuestra norma constitucional atribuye, por tanto, a los padres la posibilidad de formar a sus hijos en las convicciones por ellos elegidas, siempre que no contradigan los principios derivados del sistema democrático ni, por supuesto, los derechos y libertades fundamentales de quiénes se hallan bajo la patria potestad de los mismos. Las convicciones ideológicas en las que los padres decidan formar a sus hijos deben respetar, en consecuencia, el mínimo ético constitucional y no lesionar, de ningún modo, el derecho a la educación del menor ni su libertad de creencias. En consecuencia, en el ámbito de la educación pública este derecho actúa esencialmente como garantía contra las interferencias del Estado en el mundo de las creencias de los menores, es decir, constituye un límite a la actividad del Estado, con la finalidad de proteger a los menores del adoctrinamiento que pueda llevarse a cabo a través del sistema educativo.

Como ha indicado el Tribunal Supremo, “el Estado, en el ámbito correspondiente a los principios y la moral común subyacente en los derechos fundamentales, tiene la potestad y el deber de impartirlos, y lo puede hacer, como ya se ha dicho, incluso, en términos de su promoción. Sin embargo, dentro del espacio propio de lo que sean planteamientos ideológicos, religiosos y morales individuales, en los que existan diferencias y debates sociales, la enseñanza se debe limitar a exponerlos e informar sobre ellos con neutralidad, sin ningún adoctrinamiento, para de esta forma, respetar el espacio de libertad consustancial a la convivencia constitucional”.

Más relevante resulta en este caso por ello la propia libertad de convicciones de los educandos. El Tribunal Constitucional ha mantenido con firmeza, con muy pocas excepciones, la existencia de dos derechos distintos en el artículo 16 CE, la libertad religiosa y la ideológica, en cuanto distinto es su objeto pero que gozan, sin embargo, del mismo nivel de protección jurídica: “el derecho a la libertad religiosa del artículo 16.1 garantiza la existencia de un claustro íntimo de creencias y, por tanto, un espacio de autodeterminación intelectual ante el fenómeno religioso, vinculado a la propia personalidad y dignidad individual (…) junto a esta dimensión interna, esta libertad, al igual que la ideológica del propio artículo 16.1, incluye también una dimensión externa de agere licere que faculta a los ciudadanos para actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros”.

La libertad de creencias garantiza, en consecuencia, tanto la posibilidad de manifestar las propias convicciones como una dimensión negativa, que protege al sujeto frente a intromisiones de terceros en este ámbito, es decir, garantiza la no interferencia en el mundo de las creencias por parte de los poderse públicos o de terceros.

Pese a la distinción formulada por el Tribunal Constitucional –libertad ideológica y religiosa- se puede afirmar que el ámbito de actuación individual de las libertades comprendidas en el artículo 16 CE ha sido garantizado por el ordenamiento constitucional en condiciones de igualdad. De hecho, y específicamente en relación con el uso de simbología, el Tribunal Supremo ha puesto de manifiesto que con independencia de que un determinado símbolo pueda considerarse o no como un deber religioso, no podría negarse su carácter de expresión de una determinada ideología que, “en cuanto libertad constitucional, tiene el mismo tratamiento que la libertad religiosa”.

(…)

Beatriz Souto Galván

Profesora Titular de la Universidad de Alicante

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