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Cartel anunciador de la Semana Santa de Sevilla 2024 (detalle). / Salustiano.

El cuerpo de Cristo · por Javier Céspedes

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Quizá la imposibilidad de muchos de imaginarse un Cristo como el del cartel de la Semana Santa sevillana explique también por qué no son capaces de dejar a otras personas reconocerse en el cuerpo que más deseen

El erotismo y el deseo han sido siempre una de las herramientas más eficaces del cristianismo. La fe y la pasión han ido siempre de la mano. La llamada, el éxtasis, la comunión. Desde Santa Teresa hasta San Sebastián, la experiencia de Dios ha sido una experiencia trascendental, pero afincada en lo más profundo de la fisicidad del cuerpo. A diferencia de otras religiones, en el cristianismo la vivencia divina no ha sido tanto una proyección hacia el exterior como una introspección, una mirada interior hacia las moradas, hacia el Dios o la luz yacente en el alma individual. Encontrar a Dios era representado como una experiencia más cercana a calentarse el cuerpo que a olvidarlo. Es por eso que el cristianismo se ha dibujado como una religión de la corporeidad, de los cuerpos que se juntan y constituyen algo más, de la carne transformada en asamblea, en comunidad.

Los cuerpos, como todos sabemos, se caracterizan por sus límites. Las fronteras que nos impiden serlo todo son también las que definen lo que somos y, por tanto, las que nos permiten ser algo en concreto. Por ello, como algo concreto que somos, podemos ser quebrados, heridos y dañados, pero también podemos ser curados, queridos y besados. Sin nuestro cuerpo no somos nada, y sin el reconocimiento de este como tal, perdemos todo aquello que somos. 

Si somos abstraídos, reducidos, utilizados y disueltos ¿qué nos queda? La destrucción del individuo a lo largo del último siglo ha ido de la mano con la abstracción de las representaciones que hacemos de este. Mientras las personas hemos sido reducidas a bolsas de energía dispuestas al servicio de la producción, mientras las comunidades se han transformado en redes de alcantarillado por las que fluyen los desechos del consumo, mientras toda relación humana ha sido progresivamente racionalizada y reducida a un intercambio económico; mientras todo esto pasaba, hemos dejado de pintarnos. Pareciera que de tanto maltratar el cuerpo nos hemos olvidado de cómo es.

¿Es por ello que escandaliza ver un Cristo semidesnudo? No. Para algunos, la obra que Salustino ha realizado para el cartel de la Semana Santa Sevillana de 2024 puede ser algo kitsch. Otros la podemos ver como una obra de arte total, llena de valores anchos y con toda la complejidad y profundidad dignas de las imágenes que despiertan sentimientos y levantan pasiones por su simple contemplación. Sin embargo, basta ver la recepción que ha tenido en las redes sociales para comprobar que hay cierto sector de la población para el cual el cartel representa una inadmisible homoerotización del cuerpo de Cristo (como si no fueran ya Cristo y sus doce apóstoles suficientemente homoeróticos sin necesidad de la ayuda de Salustino).

Quizá el espíritu de aquellos que, con cincel y martillo, convirtieron en eunucos a todas las estatuas del Vaticano sigue bastante presente

A muchos se les olvida; la iglesia no ha de convencer, sino seducir. El dogma católico ha buscado ser utilizado como anhelo de un mundo mejor, un mundo más justo. El cuerpo de Cristo ha buscado ser el verbo hecho carne, la importancia de la cristalización de las palabras, la efectividad de la justicia prometida, la reafirmación de los cuerpos y el reclamo de su finitud como algo constitutivo. Aquellos que dicen que se ha pervertido el cuerpo de Cristo yo les diría que si no es, más bien, que la única concepción del cuerpo que respetan es la de herramienta y, que como una herramienta, es también como ven a Cristo.

Quizá el espíritu de aquellos que, con cincel y martillo, convirtieron en eunucos a todas las estatuas del Vaticano sigue bastante presente. Quizá la imposibilidad de muchos de imaginarse un Cristo así explique también por qué no son capaces de dejar a otras personas reconocerse en el cuerpo que más deseen. Quizá este rechazo sirva también para iluminar por qué los que aspiran a monopolizar el deseo censuran los pechos y las vaginas como símbolos obscenos. Para ellos el cuerpo no es más que una herramienta en un mundo de fines pasajeros, pero nunca un fin en sí mismo. Algo que utilizar para torcer, apretar y romper, pero no para anhelar, acariciar y cuidar. Quizá no sean capaces de ver a Dios en los aterciopelados ojos del deseo, pero Dios está ahí; está en la prisa de un amor secreto; está en la vergüenza y el escondite así como en el placer y en el mordisco; Dios está en el ligero paño que oculta no por esconder, sino por el milagro de poder descubrir. Puede ser cierto que aquellos que no lo vean no teman a los cuerpos, pero sin saberlo temen un mundo de cuerpos, temen un mundo donde los sujetos reaparezcan como seres que reafirman su identidad en su finitud y, por tanto, exigen ser reconocidos, valorados y protegidos. Temen un mundo hecho por y para los cuerpos.

Frente a ellos, el cuerpo de este Cristo se alza nuevo y resucitado, mostrando doradas potencias sobre un fondo rojo. Provocativo, sí, pero porque la idea de un mundo mejor solo puede provocar. Un Cristo joven, deseado y deseante, porque el deseo es constitutivo del cuerpo, al menos de ese cuerpo que reconoce sus pasiones porque estas son también constitutivas de su finitud. Herido, pero señalando sus heridas sin sangre como algo del pasado. El cuerpo de una víctima más que, serio pero dulce, reclama un mundo sin víctimas, sin personas obligadas a esconderse por como son, sin personas ejecutadas y vilipendiadas por su amor; un mundo de protección de lo físico, porque lo físico se acaba; un mundo de amor a los cuerpos, a todos los cuerpos. Un cuerpo de Cristo que, firme y sereno, reclama el tardío cumplimiento de la justicia y dice que, si hay que elegir entre los cuerpos y el orden establecido, entonces peor para el orden.

El erotismo y el deseo han sido siempre una de las herramientas más eficaces del cristianismo. La fe y la pasión han ido siempre de la mano. La llamada, el éxtasis, la comunión. Desde Santa Teresa hasta San Sebastián, la experiencia de Dios ha sido una experiencia trascendental, pero afincada en lo más profundo…

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