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Es imposible que tales acontecimientos no hayan marcado profundamente la historia de España, hasta el extremo de seguir condicionando de las maneras más insospechadas nuestro presente.
Ya se han escrito en estas páginas varios artículos referidos a la actividad de la Inquisición Española, distinta de la Inquisición que pudiéramos llamar vaticana, puramente clerical, vigente en muchos países europeos. Hemos insistido en que la fundada por los Reyes Católicos fue muy diferente, fundamentalmente un instrumento del poder político, con las adherencias inevitables derivadas de su estructuración “religiosa”. Los cargos inquisitoriales en la española, por ejemplo, eran nombrados y cesados por los reyes.
Frente a los intentos permanentes de los sectores dominantes españoles de embellecer las páginas más siniestras de nuestra historia, achacando su mala fama a una “leyenda negra” que existió y denunció la gravedad de aquellos desmanes realmente cometidos, hemos de recordar que el formidable instrumento represivo en que consistió el Tribunal del Santo Oficio presentó una serie de características que lo hacían único, y que conllevaron, según Henry Charles Lea, el principal estudioso de su historia, que «… semejante concentración de poder secular y la autoridad espiritual protegida con tan poca limitación y responsabilidad no ha sido confiada nunca, bajo ningún sistema, a la falible naturaleza humana». Cierto que nuestro autor falleció antes de que alcanzara el nazismo el poder.
Los historiadores afectos al ortodoxo “patriotismo” que quieren embellecerla nos hablan ahora de que no quemaron a tantísima gente, que no fue para tanto, que sus procedimientos estaban regulados y dejaban constancia de todo por escrito, como características con las que pretendían restar trascendencia a la extensamente condenada actividad inquisitorial.
Olvidan, como dice Stephen Gilman, uno de sus estudiosos, que lo más temible era la experiencia pavorosa que vivían no solo los condenados, sino también los que resultaban absueltos. A unos y otros, después de ser detenidos, no se les informaba del motivo. Constituía un secuestro que se llevaba en secreto sin avisar ni a sus más próximos familiares, internados en cárceles ocultas, sin especificar las causas del apresamiento, ni de la identidad del denunciante o los testigos de cargo, con intervención y embargo de todos los bienes y derechos del detenido al que se mantenía en el mejor de los casos un considerable período de tiempo entre rejas (recordemos, por ejemplo, los 7 años que un personaje tan destacado como Fray Luis de León estuvo encarcelado, para finalmente ser absuelto), sometidos con frecuencia a torturas, en el llamado procedimiento inquisitorial según el cual los inquisidores exigían al preso que confesara, sin especificarle qué era lo que tenía que confesar, al ocultarle la acusación.
La situación resultaba tan indescriptible, que no era preciso el que se celebraran quemas públicas a diario, en los impresionantes Autos de Fe, de cuidadosa escenificación que simulaban el juicio final y así sembrar un terror que se extendía a amplísimos sectores de la población.
Para que se haga el lector una ligera idea del infierno en que se vivía, recordemos los motivos de muchísimas denuncias: una simple transgresión dietética podía desencadenar el proceso; cenar adafina (popular guiso judío similar al cocido de garbanzos castellano pero sin carne de cerdo); no mostrar extremos signos de devoción durante la misa, acto en el que intervenían buen número de soplones (los llamaban en la época “moscas”), vigilando a los vecinos disimuladamente, a ver cómo eran sus movimientos, sus gestos, sus rezos, para denunciarlos si no les parecían conformes a su fanatismo; cortarle los tendones a los corderos para su guiso… y en definitiva todas las formas habituales de alimentación, vestimenta o aseo, propias de las acendradas costumbres de un segmento social que llevaba siglos practicándolas, y no podía cambiar tales hábitos de un día para otro.
El objetivo esencial de la persecución inquisitorial durante los periodos de máxima virulencia fueron los cristianos nuevos, antiguos judíos que se habían bautizado, de mayor o menor grado, para evitar la expulsión general que habían acordado los Reyes Católicos.
Fueron objeto de persecución también los moriscos, y en general todos los considerados herejes, es decir, erasmistas tras el proceso de tolerancia que durante la primera parte del reinado de Carlos V se les dispensó (Erasmo había sido preceptor del emperador), protestantes, librepensadores, ateos, y en general todos los que fueran denunciados por la presencia de cualquier gesto, por externo o pequeño o irrelevante que fuere, de heterodoxia respecto del dogma oficial.
La otra terrible peculiaridad de la Inquisición radica en que duró cerca de tres siglos y medio, hasta los años 30 del siglo 19, y los carlistas, a lo largo de sus asonadas cometidas durante ese siglo que dieron lugar, no lo olvidemos, a tres guerras civiles, querían reestablecerla.
Todavía en 1.721 el catedrático de Medicina de Sevilla, Juan Muñoz Peralta era procesado por la Inquisición acusado de judaizar por pretender introducir métodos más científicos en el estudio de las enfermedades; años después todavía empapelaba a dos ministros del Rey, Macanaz y Olavide… en plena época de la Ilustración.
Por otra parte, ya hemos visto en otro artículo el asunto, paralelo pero distinto del anterior, de los Estatutos de Limpieza de Sangre, en virtud de los cuales y dada la histeria anticonversa que se generó en el País, se impedía el ingreso en colegio mayores, universidades, cofradías, parroquias, catedrales, llegando incluso a la prohibición de pertenecer a los colegios profesionales y gremios en base a que algunos de sus antepasados pudieran tener la menor parte de “sangre judía”. No era suficiente una supuesta mácula en algún espacio temporal delimitado, sino que bastaba que hubiera ocurrido ésta en cualquier tiempo incluso muy remoto y limitado. En un país en el que desde hacía más de mil años existía una enorme comunidad judía, la mezcla había sido de grandes proporciones entre las personas de diferentes creencias y etnias, y aun así cualquiera podía ser víctima de la fatídica acusación, con las terribles consecuencias profesionales, económicas e infamantes que conllevaba y que alcanzaban no solo al directamente afectado, sino a toda su familia, y se prolongaba a sus descendientes.
Muchos testimonios de la época que nos han llegado consideraban al país totalmente enloquecido.
Mientras que para ser procesado por la Inquisición era preciso cometer alguna herejía, aunque se dedujera simplemente de signos externos totalmente intrascendentes, para ser objeto de expediente sancionador de limpieza de sangre bastaba simplemente la concurrencia de “sangre infectada”.
El asunto de denuncias, comprobaciones, juicios, enfrentamientos, alcanzó tal gravedad que bajo Felipe III y con la aquiescencia del propio Rey se intentó poner coto temporal en la investigación a quienes eran acusados de “infestación”, limitándolo a los ¡cien años anteriores!, para no someter a la gente a testimonios de épocas más remotas. Aun así, no fue posible por la presión de los más fanáticos, fundamentalmente clérigos, que tenían totalmente soliviantada a amplios sectores de la población, que se ufanaban de considerarse cristianos viejos. Para que se evalúe el escándalo que llevaban consigo, no era infrecuente el proceso en que declaraban hasta 200 testigos.
Otra cuestión relacionada con las anteriores fue el de la participación de los conversos en la guerra de las Comunidades, auténtica guerra civil que se produjo tras el acceso al trono de España de Carlos V, al sublevarse varias de las ciudades castellanas ante las consecuencias que enseguida se observaron con el acceso al poder de aquel monarca: gobernantes extranjeros (el propio Rey no hablaba castellano), que venían a enriquecerse descaradamente, enorme incremento de impuestos para sufragar los gastos inimaginables que acarreaba la coronación de Carlos V como Emperador V, para lo que tenía que sobornar a una muy considerable cantidad de prebostes europeos, los llamados grandes electores, además del desplazamiento evidente del centro de gravedad de la política española, que pasaba a ser un apéndice más de las aventuras imperiales del nuevo rey.
Pues bien, destacados investigadores consideran que los conversos jugaron un papel destacado en la sublevación comunera, aun cuando el asunto hoy en día continúa siendo polémico.
Como dice el conocido historiador José Antonio Maravall, la revolución comunera ha de analizarse en el contexto europeo de la época, en el que surgen una serie de insurrecciones de carácter burgués, varias de ella en Inglaterra. Los sectores económicamente emergentes, los burgueses, aspiran a conseguir un poder político acorde a su potencial económico, en el concepto del naciente parlamentarismo, y lo que menos pueden aceptar son imposiciones fiscales que vayan totalmente en contra de los intereses de la ciudad como núcleo del reciente poder.
Destacan Américo Castro y Stephen Gilman que los participantes en el bando comunero eran sobre todo comerciantes, artesanos, administradores municipales, sectores medios del diverso tipo de profesiones del entorno urbano, muchos vinculados a las actividades mercantiles ejercidas en gran parte por judeoconversos. Por ello no puede extrañarnos que varios de sus dirigentes fueran de este grupo, como Francisco de Mercado, como los líderes de la insurrección en Valladolid, tal y como advirtieron varios de los principales gerifaltes del bando imperial, con el Almirante y el Condestable de Castilla a la cabeza, que se dirigieron al rey subrayando el destacado papel de los conversos en la rebelión.
Comentando una de las batallas de la guerra comunera, el escritor satírico Francesillo de Zúñiga, también converso, dijo que entre los muertos “se encontraron gran cantidad de prepucios “.
Es imposible que tales acontecimientos no hayan marcado profundamente la historia de España, hasta el extremo de seguir condicionando de las maneras más insospechadas nuestro presente.