«El control protestante de la transgresión moral: ¿Disciplina o derecho?»,
Marta García Alonso
Anales de la Cátedra Francisco Suárez 41 (2007)
Resumen
Este artículo analiza los fundamentos doctrinales del derecho penal eclesiástico calviniano, asentado teóricamente en la teología del pecado original y cuyo ejercicio toma forma en la práctica del Consistorio ginebrino. Asimismo, explora las razones de la diferencia entre derecho penal eclesial y civil. y es que, aunque en el calvinismo la Iglesia y el Estado son titulares de un ius gladii, sólo uno de estos sistemas penales puede reivindicar el ejercicio de la pena corporal, el otro tan sólo puede reclamar un castigo espiritual: en esto haremos radicar la diferencia entre derecho y disciplina. El derecho de coacción propiamente dicho pertenece en exclusiva al Estado como tal y ni el individuo ni la Iglesia pueden reclamarlos para sí. Estamos ante una aportación fundamental de la Reforma a la historia del derecho.
Introducción
Es sabido que habitualmente se concibe el libre examen protestante como la libertad individual del cristiano para interpretar y leer la Biblia. Esta lectura individualista del examen, a la que tan acostumbrados estamos hoy fue, sin embargo, la que originariamente hicieron los críticos católicos del protestantismo, encontrando pronta respuesta entre los primeros reformadores 1. y, sin embargo, tal es la interpretación más extendida entre los filósofos políticos y del derecho: v. gr., Jellinek para quien la libre interpretación protestante está en el origen de la libertad de conciencia que defienden tanto las teorías constitucionalistas modernas, como las declaraciones de derechos 2.
Ciertamente, en la medida en que el protestantismo socavó el monopolio del magisterio católico sobre la interpretación de la Escritura, tendremos en él una semilla de la Modernidad. Sin embargo, se olvida que, históricamente, el problema que afrontaron los primeros reformadores fue el de cómo juzgar si la conducta del fiel se adecuaba o no a la Biblia. y es que el principio de la sola fides, que implica la desvalorización de la acción en la consecución de la salvación personal, unido a la libertad del cristiano que proclamaba la independencia de la fe del derecho y de las normas jurídicas (canónicas), plantearon el problema de cómo salvar el hiato abierto entre la conciencia y la acción. No olvidemos que el sentido primigenio de la ética cristiana es la exigencia de una adecuación interna del sujeto a la Voluntad divina.
Sin embargo, no deja de ser cierto que sólo si la Ley moral tiene una dimensión pública puede ser supervisada y controlada la acción del cristiano en un marco protestante, donde la acomodación intencional del sujeto a la norma no puede ser juzgada más que por Dios. Pero ¿cómo y conforme a qué juzgar los actos humanos? ¿Cómo controlar si la conducta de los creyentes se adecua a los preceptos bíblicos sin atentar contra su intimidad religiosa, contra su conciencia? Desaparecida la confesión auricular y el sacramento de la penitencia, el examen no remite simplemente a la adecuación personal del creyente al texto sagrado, sino que debe implicar una dimensión supraindividual.
Forrester afirma que allí donde la Ley moral le sirve a Calvino para dotar a la Escritura de contenido positivo, convirtiéndola en un modelo de acción, Lutero sólo llegará a reconocer su función regulativa 3. A nuestro modo de ver, esta tesis adquiere todo su sentido si aceptamos que, para que este modelo de acción lo sea realmente, los preceptos morales bíblicos tienen que alcanzar una dimensión pública. Y es que, desde el momento en que se defiende que no sólo la conciencia del fiel debe adecuarse a la Voluntad divina, sino también su conducta externa —a ella remite la acción—, la necesidad de que existan leyes acomodadas a los principios cristianos se vuelve una cuestión insoslayable 4. Ahora bien, ¿esa forma jurídica es propiamente derecho, en sentido estricto?
En este artículo, veremos, en efecto, cómo la conciencia reformada se dota de un soporte disciplinario-penal como parte indisociable de la concepción calviniana de la vida comunitaria. y todo ello en base a la positivación de los principios morales que permite la interpretación del tercer uso de la Ley moral (didáctico) como modelo de acción del cristiano. Trataremos, asimismo, de mostrar de qué modo la ética protestante es solidaria de una jurisdicción primeramente eclesiástica y disciplinar pero también estatal que, en su caso, es concebida como derecho en sentido estricto.
EL TERCER USO DE LA LEY MORAL: LOS FUNDAMENTOS
………
DETERMINACIÓN ECLESIAL DE LOS PRECEPTOS DE LA LEY MORAL
……..
EL FUNDAMENTO DEL DERECHO PENAL ECLESIAL: EL PECADO (ORIGINAL) COMO DEUDA
……..
EL PODER JUDICIAL ECLESIAL Y SUS INSTITUCIONES
……..
EL MONOPOLIO DE LA VIOLENCIA
……..
CONCLUSIÓN
En torno a 1970, Michel Foucault reivindicaba la pertinencia de un enfoque genealógico que desvelase de qué modo nuestras prácticas discursivas, generadoras de conocimiento, se articulan con aquellas otras no discursivas que engendran poder. Desde entonces, el concepto de disciplina no resulta extraño en filosofía pues de él se sirvió Foucault en Vigilar y castigar para ilustrar de qué modo las prisiones, la instrucción militar o las escuelas se apoyaban en prácticas disciplinarias distintivamente modernas 61. Con independencia de si constituye un argumento contra el rendimiento de su genealogía, este artículo quizá pueda servir para mostrar que Foucault subestimaba, cuando menos, la articulación premoderna entre la doctrina y el ejercicio de la disciplina. Al menos, si la Ginebra del siglo XVI se admite como ejemplo de ello.
El concepto de disciplina pertenece a la más antigua tradición teológica cristiana, donde aparece asociado a la cuestión del pecado y la penitencia: invocando el privilegio establecido en Mat., 18, la absolución de los pecados se consideraba prerrogativa de la Iglesia. Como ya observó M. Walzer, ante la corrupción de nuestra naturaleza, sólo la disciplina aplicada asegurará la constitución de una auténtica comunidad de santos 62. Pero Walzer centró su atención en el Estado como administrador de la disciplina, cuando en realidad buena parte de la empresa de Calvino en Ginebra consistió en reclamar semejante potestad para la Iglesia.
Calvino continúa y modifica una tradición que se remonta al siglo IV, cuando se instaura el sistema penitencial que distinguiría al catolicismo. Es importante notar que no se trata sólo de una teología sacramental sobre el papel de la Iglesia en la absolución del pecado, sino de un conjunto de prácticas que, al decir de Foucault, engendran poder. No cabe explicar la importancia institucional de la Iglesia en la vida pública del Occidente medieval sin atender al control social que un sacerdote podía ejercer, en virtud de sus atribuciones sacramentales, imponiendo penas a sus feligreses como castigo a sus pecados. Del mismo modo, en el caso calvinista, era necesario depurar la Iglesia de los pecados cometidos por sus fieles y ministros y ello era posible en virtud de una facultad disciplinaria derivada del poder de las llaves. La razón estaba en la necesidad de apartar de la comunidad a quienes llevaban una vida inmoral, no ortodoxa e impía, con el fin de que no contaminasen al resto de los fieles. Para que la Iglesia pudiese ejecutar esta labor, Calvino le concedía el poder de excomunión, el más poderoso de los medios espirituales.
La disciplina puede ser descrita, entonces, como un sistema penal eclesial cuyo fin consiste en controlar el pecado y mantener el orden en la comunidad de fieles y en sus ministros sin coacción física. La potestad coactiva eclesial era exclusivamente de orden espiritual: la Iglesia calviniana estaba facultada para reprender y excomulgar —expulsar momentáneamente de la comunidad de fe al pecador hasta que se rehabilitase—, pero no tenía poder coactivo material o físico para aplicar penas como la tortura, la cárcel, el exilio, la muerte. Estos últimos serán castigos impuestos sólo por el poder civil, en muchas ocasiones, ante los mismos casos juzgados anteriormente por la Iglesia.
Ciertamente, el pecado no es el fundamento del Estado calviniano —aunque sea ocasión para su fundación—, sin embargo, es razón de la potestad de coerción ligada al derecho penal tanto eclesial como civil, cuya finalidad es controlar sus efectos en el cuerpo eclesial y social, respectivamente. De ese modo, los fines del derecho penal civil y el derecho penal eclesial protestante pueden ser los mismos, pero no así sus medios. y en relación a sus medios, así sus penas y castigos. La disciplina calviniana tomó forma jurídica en unas Ordenanzas eclesiásticas y en la práctica del Consistorio. No fue tan diferente el caso de la implantación de la doctrina penal calviniana del Estado, puesto que el reformador tuvo la oportunidad de poner en práctica alguna de sus ideas en la propia Ginebra, a raíz de la elaboración de un proyecto de reglamentación del procedimiento penal para la ciudad que data de 1542 63.
Por tanto, en el calvinismo, la Iglesia y el Estado son titulares de un ius gladii, un derecho penal civil y disciplinar, respectivamente. Pero sólo uno de estos sistemas penales puede reivindicar el ejercicio de la pena corporal, el otro tan sólo puede reclamar un castigo espiritual: en esto radica la diferencia entre derecho y disciplina. El derecho de coacción propiamente dicho pertenece en exclusiva al Estado como tal y ni el individuo ni la Iglesia pueden reclamarlos para sí. Como antes Ockam y Marsilio 64, también Calvino constituye un claro antecedente de las tesis weberianas que reclaman para el Estado el monopolio legítimo de la violencia.
Marta García Alonso
Anales de la Cátedra Francisco Suárez 41 (2007)
Documento completo en PDF