Éste es el relato no ya de un misterio, sino de una estafa histórica, de una colosal y alucinante superchería. Montségur es una peña desolada, hermosa y tenebrosa al mismo tiempo, un bellísimo y sobrecogedor enclave en el Pirineo francés occitano. En lo alto de la roca aparentemente inexpugnable, pero que sin embargo fue violada por el ejército papal en el siglo XIII, hay un sobrio y sólido castillo que parece haber brotado de la misma piedra. Por lo general la gente cree que es el famoso castillo de los cátaros, el bastión final de la herejía, y así suele ser vendido por el sector turístico. Ésta es la primera estafa; la construcción que hoy corona el peñasco fue levantada más de medio siglo después de la caída de Montségur y no tiene nada que ver con los Buenos Cristianos. Es más, los cátaros no tenían castillos, sino castros, es decir, aldeas fortificadas en torno a la torre del señor feudal. Montségur también era así: pequeñas casas apretadas en vertiginosas terrazas sobre la ladera. De todo eso hoy no queda nada, salvo tenues restos arqueológicos: lo más probable es que la Inquisición ordenara derruir por completo el pueblo hereje. De modo que el bonito castillo actual no se parece nada al asentamiento original. Y, para peor, fue construido por un tal De Lévis, descendiente de uno de los sanguinarios enemigos de los cátaros. De uno de sus verdugos.
La casualidad y la mentecatez humana han ido trenzando en torno a los cátaros una infinidad de disparatadas teorías que, por desgracia, han emborronado la verdadera historia del catarismo, que es mucho más emocionante e interesante que cualquiera de las chifladuras esotéricas. En primer lugar, los cátaros no se llamaban a sí mismos cátaros, ni Puros, ni Perfectos. Éstas son las denominaciones con las que intentaban desacreditarlos sus enemigos. Recordemos que los textos herejes fueron destruidos por la Iglesia católica y que lo que hoy sabemos de los vencidos viene principalmente de las actas de la Inquisición y de los escritos de sus perseguidores. Cátaro significa “adorador de gato”, y los papistas les pusieron ese nombre oprobioso porque decían que practicaban “el beso obsceno en el trasero de los gatos”, una imagen típicamente medieval para representar los tratos con Satán. También les denominaron albigenses, porque uno de sus centros geográficos fue la ciudad de Albi, y tejedores, porque eran como los curas obreros del siglo XII, esto es, rechazaban el diezmo eclesiástico y vivían de su propio trabajo, que a menudo consistía en tejer. En realidad, ellos se llamaban a sí mismos simple y modestamente Buenos Cristianos, o Buenos Hombres y Buenas Mujeres.
El siglo XII fue un tiempo asombroso en el que sucedió de todo. Por ejemplo, se inventó el Purgatorio. Además, la Iglesia católica dejó de ser la Iglesia de los pobres y se convirtió en un tremendo poder terrenal; güelfos y gibelinos, partidarios del Pontífice y del emperador, respectivamente, se peleaban por el dominio del mundo, y el papa Inocencio III declaró la “plenitud de poderes de la Santa Sede sobre los soberanos” y se autodenominó “Jefe de Europa”. Era una Iglesia rica, ostentosa y tiránica, y muchos cristianos empezaron a sentirse a disgusto con ella.
Por otra parte, aquella época también trajo una explosión de luz y de progreso. Lo que hoy llamamos Renacimiento en realidad no es sino los restos del naufragio del verdadero renacimiento social y cultural, que se produjo en el siglo XII y principios del XIII en una zona que comprendía el Languedoc francés, el Reino de Aragón y el noroeste de Italia, y que terminó siendo aplastado por las fuerzas retrógradas del Papa y del rey de Francia. Pero mientras el periodo de gracia duró, y duró casi un siglo, sucedieron cosas increíbles. Se repartieron infinidad de cartas de emancipación a los burgos, dando lugar así a las primeras ciudades y a una gestión municipal protodemocrática; la lectura y la escritura salieron de los monasterios y comenzaron a ser habituales entre la nobleza y los burgueses; las actuales nociones de libertad, felicidad e individualismo despuntaron tímidamente en el corazón de los humanos; el papel de la mujer experimentó un enorme avance (es el momento de los trovadores, del Amor Cortés y el enaltecimiento de las Damas); la razón empezó a valorarse y el mundo dejó de ser un valle de lágrimas sometido a los oscuros arbitrios de un Dios incomprensible. Nuestra modernidad, en fin, comenzó ahí.
En aquella época, la religión impregnaba la vida y ser ateo resultaba algo impensable. De manera que todo ese movimiento de progreso, protagonizado por los burgueses y la nobleza provenzal, tenía que tener necesariamente una vertiente religiosa. Y los cristianos que encarnaron esa revolución fueron los cátaros, que eran asombrosamente avanzados para la época. Eran unos herejes muy intelectuales, muy racionales; tradujeron las Escrituras a las lenguas romances, para que todo el mundo pudiera leerlas; consideraban que adorar la Cruz, un instrumento de tortura, era algo perverso y rechazable; abominaban de todas las supersticiones, desde las reliquias (por entonces se vendían por doquier plumas de arcángeles y botellitas de leche de la Virgen) hasta las imágenes sagradas: “¿Por qué te prosternas ante esa estatua? ¿Olvidas que la ha tallado un hombre en un trozo de madera con una herramienta de hierro?”. Tampoco creían en la existencia del Infierno, del que decían que era un invento de la Iglesia para aterrorizar a la gente y mantenerla sometida a su poder. Pensaban que el mal del mundo había sido creado por el Diablo y que Dios era pura bondad, y, por consiguiente, se oponían a todo tipo de violencia; de hecho, los sacerdotes y sacerdotisas ni siquiera se permitían matar animales y eran vegetarianos. Mujeres y hombres eran iguales y ellas también podían convertirse en religiosas, es decir, en Buenas Mujeres, y aplicar el único sacramento cátaro, el consolament o imposición de manos, que servía de bautismo y de extremaunción. Como ya se ha dicho, vivían austera y pobremente de su propio trabajo y, al contrario que los remotos monjes de los poderosos monasterios, convivían en la ciudad con los vecinos, mantenían sus casas siempre abiertas y cuidaban de los pobres, de los ancianos y de los enfermos. Se diría que eran gente amable, sensata y tolerante.
Contra esa gente, contra esos religiosos y esos campesinos y esos burgueses y esos nobles feudales occitanos que creían en el catarismo y en otra forma de vida, Inocencio III convocó una cruzada en 1209. Por primera vez, un Papa decretó que matar cristianos podía ser algo gratísimo a los ojos de Dios y además merecedor de un suculento botín. Durante 20 años, hasta 1229, los ejércitos del Papa y del rey de Francia combatieron contra los condes de Tolosa, Raimundo VI y su hijo Raimundo VII, y contra el joven vizconde de Trencavel, Raymond Roger. Fue una guerra atroz en la que los cruzados escribieron algunas de las páginas más crueles de la historia de la humanidad. Nada más empezar el conflicto, en 1209, las fuerzas papales pasaron a cuchillo a toda la población de Béziers, unas 20.000 personas, niños y mujeres incluidos. La orden partió de Arnaud Amaury, abate de Citeaux y legado del Papa: “Acabad con todos. Dios reconocerá a los suyos”, dijo el buen Arnaud. Y después de la masacre, escribió gozosamente en su informe al Pontífice: “La venganza de Dios ha hecho maravillas: hemos matado a todos”. Luego empezaron las hogueras masivas para quemar vivos a los Buenos Cristianos. Como la de 1211 en Lavaur: abrasaron a 400 personas y tiene el amargo honor de ser la mayor pira del Medievo. El feroz Simón de Montfort, que capitaneaba a los cruzados, era un hombre especialmente aterrador: hizo marchar a una fila de cien hombres desde Bram a Cabaret, a cuarenta kilómetros de distancia. Les había sacado los ojos y cortado los labios y la nariz, de manera que los pobres desgraciados parecían calaveras. Al primero de la fila le había dejado un ojo, para que pudiera guiarles, y los demás caminaban apoyando una mano en el hombro de quien llevaban delante.
La guerra acabó en 1229 con la aplastante victoria de los cruzados, pero esto no pareció suficiente al poder eclesiástico, de manera que el papa Gregorio IX creo la Inquisición en 1231. Cuando los guerreros se marchaban de los pueblos llegaban los inquisidores, monjes dominicos que muy pronto fueron conocidos popularmente como domini canes o perros del Señor. Todos los habitantes occitanos, los chicos desde los 14 años de edad y las chicas desde los 12, estaban obligados a declarar ante los inquisidores, que fueron peinando la región en busca de herejes y cubriendo la tierra de macabras piras. Eran tan odiados como temidos, y el pueblo, desesperado, intentó un par de revueltas contra la brutal opresión. La insurrección más importante sucedió en 1242. El detonante fue el asesinato de dos inquisidores en Avignonet y la destrucción de sus actas. La gente, esperanzada con la muerte de los verdugos, se lanzó a la calle, y el conde Raimundo VII de Tolosa se alzó en armas, creyendo que el rey de Inglaterra le ayudaría en su lucha contra el Papa y el rey de Francia. Pero se equivocó y fue rápidamente vencido.
Y aquí regresamos a Montségur. El castro fortificado era el hogar de Raymond de Pereille, un viejo noble creyente del catarismo. Parecía un lugar imposible de ser tomado por las armas y allí se fueron refugiando a partir de 1230 cuantos albigenses pudieron escaparse de la persecución de los inquisidores, entre ellos el respetado Guilhabert de Castres, el obispo hereje de Tolosa. Pereille había casado a su hija mayor, Felipa, con el fogoso Pierre Roger de Mirepoix, que había sido, precisamente, uno de los caballeros que habían participado en el asesinato de los inquisidores en Avignonet. De manera que el Papa y el rey de Francia organizaron un ejército para acabar de una vez por todas con aquel último nido de herejes. En mayo de 1243, los cruzados sitiaron Montségur. En el castro vivían por entonces unas 500 personas, 200 de ellas Buenos Cristianos. Sólo contaban con 15 caballeros y 50 soldados; el resto eran mujeres y niños, aldeanos y campesinos. Los imagino allí, colgados del cielo, atrapados en su pequeño pueblo fortificado, escuchando el amenazador redoble de los atabales de guerra y contemplando a vista de pájaro, por las noches, el vasto resplandor de las hogueras del enemigo. Tan pocos y tan solos allá arriba. Con esas fuerzas ínfimas, apenas 65 hombres de armas, resistieron durante 10 meses el asedio y el ataque de un ejército de miles de guerreros.
Al fin, el 1 de marzo de 1244, viéndose perdido, Mirepoix negoció con habilidad una tregua de 15 días antes de rendirse definitivamente; pasado ese tiempo, saldrían del castro. Los herejes serían quemados vivos, pero a los demás se les perdonaría la vida, aunque tendrían que declarar ante los inquisidores. Durante esas últimas dos semanas esperaron inútilmente la ayuda imposible del conde de Tolosa. Luego, tres días antes de que acabara la tregua, y viendo que no había salvación posible, se tomaron las decisiones definitivas. Cuatro Buenos Cristianos consiguieron escapar del cerco con el dinero que poseían los herejes, una bolsa probablemente magra de monedas de oro y plata que se envió a los albigenses exiliados en Cremona y que fue el origen del estúpido mito sobre el fabuloso tesoro cátaro. A continuación, una veintena de personas que, por su condición laica, habrían podido salvar la vida pidieron recibir el consolament, para convertirse en Buenos Cristianos y acompañar a los religiosos a la pira. Sobrecoge pensar en la desnuda heroicidad de esa decisión, en su conmovedora solidaridad ante el suplicio. Entre estos héroes estaba Corba, la esposa de Raymond de Pereille, y su hija Esclarmonde, a la sazón muy enferma por los rigores del asedio. Además había cuatro caballeros; seis soldados, dos de ellos con sus esposas; un escudero, un ballestero, dos mensajeros, una señora, una campesina y un mercader. El 16 de marzo, todos ellos descendieron, zarandeados y empujados por los cruzados, la escarpada ladera de la montaña, hasta llegar a un amplio prado situado a los pies de la roca. Allí fueron introducidos en un corralón de madera que los sitiadores habían construido a toda prisa. Como no tuvieron tiempo para levantar tantas piras, les agruparon a todos dentro del cercado sobre la leña. Eran 225 personas. La inmensa hoguera ardió durante muchas horas y cubrió la comarca con su punzante y apestoso olor a sufrimiento y muerte.
Montségur fue el último gran hito de la historia cátara. Lo que no quiere decir que el brutal exterminio a que fueron sometidos se acabara. Los inquisidores prosiguieron con su miserable y eficiente trabajo durante casi un siglo, ayudados por el decreto que el papa Inocencio IV promulgó en 1252 autorizando la tortura para los interrogatorios. Se podía infligir el mayor dolor posible, aunque había que procurar, aconsejaba el Pontífice, que la víctima no acabara con un miembro cortado, que perdiera demasiada sangre o que muriera en el suplicio. En 1310, un Buen Cristiano llamado Pierre Autier fue conducido a la pira. Había resistido diez meses de interrogatorios inquisitoriales, es decir, diez meses de tormento, pero seguía anímicamente tan entero que, al ser atado a la hoguera, pidió que le dejaran predicar a los espectadores, porque estaba seguro de poder convencerlos. Eso era el catarismo: esa apuesta por la razón y por la convicción, la fuerza de la palabra contra el hierro y la tea. Naturalmente, no le permitieron hablar: los achicharraban para silenciarlos. Diecinueve años después, en 1329, fueron quemados vivos en Carcasona los tres últimos Buenos Hombres.
Hasta aquí, la historia. Luego empieza el delirio. El primer culpable de las estrafalarias leyendas sobre los cátaros fue un tal Napoleón Peyrat, un pastor calvinista francés que publicó en 1870 una Histoire des Albigeois (Historia de los albigenses) romántica e imaginaria. Eran los años álgidos de la revolución industrial y, como siempre sucede en todos los grandes cambios sociales, el entusiasmo tecnológico y positivista causó muchos heridos, es decir, provocó en muchas personas un ansia de regreso a lo misterioso, lo esotérico y lo arcaico. Peyrat tuvo el acierto de atinar con un tema que podía inflamar fácilmente a todas esas mentes necesitadas de ardores legendarios e inventó las mentiras fundacionales del mito cátaro. Creó, por ejemplo, a Esclarmonde, gran sacerdotisa y señora de Montségur, confundiendo y uniendo a dos personajes históricos: a Esclarmonde de Foix, que era hermana del vizconde Raymond Roger de Trencavel y fue una gran matriarca cátara, pero que no tuvo nada que ver con Montségur y falleció en 1215, y a Esclarmonde, la hija enferma de Pereille que recibió heroicamente el consolament antes de la hoguera de 1244, y que probablemente ni siquiera había nacido cuando murió la primera. El fantasioso calvinista también inventó un Montségur taladrado de túneles secretos, y un tesoro cátaro fabuloso que no sólo consistía en oro y piedras preciosas, sino también en importantes y misteriosos textos.
Hubo otra coincidencia histórica, otra necesidad de la época que la patraña de Montségur venía a cubrir, y fue la reacción localista contra la consolidación de las grandes naciones-estado que se había producido en el siglo XIX. Y así, el célebre poeta occitano Frédéric Mistral (de quien la chilena Gabriela Mistral sacó el apellido) fundó el grupo Félibrige, que reivindicaba la lengua y la cultura provenzales, y ese movimiento encontró en el cuento adornado de Montségur una leyenda nacionalista muy apropiada.
A partir de ahí, la bola no hizo sino correr e hincharse. El espiritismo estaba de moda con la teosofía de la pomposa y fraudulenta madame Blavatsky, y por lo visto Esclarmonde empezó a materializarse en las sesiones espiritistas de media Europa. Un tal Jules Doinel, otro pirado importante, creó la Iglesia gnóstica universal, un revoltijo de orientalismo y ocultismo, y se denominó a sí mismo Patriarca de París y de Montségur. Josephine Péladan, fundador de una de las múltiples órdenes de la Rosa Cruz, creó en 1896 la revista Montségur e introdujo el tema del Grial, que daría origen a los mayores disparates. En fin, todos los chiflados de la época parecían estar hipnotizados por la fábula cátara.
La llegada del siglo XX no mejoró la cosa. Un notario de Carcasona llamado Déodat Roché, discípulo de Steiner , el fundador de la antroposofía (otro espiritualista iluminado), se obsesionó con el tema cátaro, se convirtió en un especialista en el asunto y fue un gran agitador social de las leyendas. En 1930 apareció en el círculo parisiense de Roché un estudiante alemán llamado Otto Rahn, que se quedó prendado de las lucubraciones esotéricas. Tres años después, Rahn publicó Cruzada contra el Grial: la tragedia del catarismo, la obra que consagró definitivamente la versión demencial de Montségur. Rahn comparaba la historia del castro pirenaico con Parzival, el famoso poema épico medieval de Wolfram von Eschenbach, y sostenía que Montsalvat, el monte del poema, era en realidad Montségur; que Parzival era Trencavel y que quien guardaba el Grial era Esclarmonde, la Esclarmonde inventada. Además, el Grial, decía Rahn, no era el cáliz de la sangre de Cristo, sino una piedra sagrada que cayó del cielo cuando los ángeles fueron vencidos. Cosa que, por cierto, abría la puerta a futuras y estupendas interpretaciones de alienígenas llegados de otro planeta.
A continuación, Otto Rahn regresó a Alemania y se metió en las SS. Y en 1937 publicó La corte de Lucifer, en donde ya destapaba su racismo: “Nosotros, los occidentales de sangre nórdica, nos llamamos cátaros, del mismo modo que los orientales de sangre nórdica se llaman parsis, los Puros”, decía, aludiendo a los iraníes o persas. “Nuestro cielo está abierto sólo a aquellos que no son criaturas de una raza inferior, o bastardos, o esclavos. Está abierto a los arios”. ¡Y pensar que los Buenos Cristianos fueron torturados y quemados vivos justamente por defender ideas de igualdad y de tolerancia! Repugna que su legado haya sido manoseado por el nazismo. La patraña prendió en el imaginario popular y dio origen a multitud de bulos, desde que Hitler pertenecía a una sociedad secreta cátara hasta que unos ingenieros alemanes aprovecharon la ocupación de Francia, encontraron el Grial escondido en Montségur y se lo llevaron.
Como cuenta Stephen O’Shea en su estupendo libro Los cátaros, los disparates no acabaron ahí. Un psiquiatra británico de los años setenta sostuvo que muchos de sus pacientes eran cátaros reencarnados, y que él mismo era el obispo de Tolosa, Guilhabert de Castres. Hay una teoría que asegura, con profusión de mapas, que Montségur es un templo solar (claro que comete el pequeño error de estudiar el castillo posterior y no el castro). Y la terrorífica Orden del Templo Solar, esa secta con implantación en Francia, Suiza y Canadá que provocó un centenar de muertes en los años noventa por medio de suicidios colectivos (niños incluidos), manejaba, entre sus delirios esotéricos, multitud de referencias al catarismo apócrifo e imaginario. En 1982, en fin, se publicó un libro titulado Enigma sagrado y escrito por dos norteamericanos y un inglés, Baigent, Leigh y Lincoln. En él se volvía a retomar el mito del tesoro cátaro de Montségur, y se decía que en realidad el tesoro consistía en la prueba de que Jesús no era Dios, sino el hijo de un rey casado con María Magdalena. Decían que ese secreto había sido entregado a los cátaros y los templarios, y que se había formado una sociedad clandestina encargada de custodiarlo a través de los siglos, sociedad que había sido dirigida, entre otros, por Leonardo da Vinci… ¿Les suena? Sí, en efecto, es el libro que fusiló Dan Brown para publicar, en 2003, su celebérrima novela El código Da Vinci. Las engañifas urdidas en torno a Montségur llegan así de lejos.
Y lo peor es que todas estas necedades supuestamente cátaras siguen circulando. Lo peor es que los dos libros de Rahn han sido reeditados en los últimos años en España y se pueden encontrar en cualquier librería, con sus engañosas y delirantes pretensiones científicas. Multitud de páginas de Internet aseguran, con aplomo total, que Montségur está agujereado por una red de túneles, que Esclarmonde de Foix murió en la hoguera de 1244 o que Von Eschenbach estaba escribiendo en clave sobre Montségur cuando hizo Parzival. Y da lo mismo que el poeta medieval muriera en 1220, mucho antes de que el castro se convirtiera en un refugio cátaro, o que las investigaciones arqueológicas, geológicas e históricas hayan demostrado, sin ningún género de dudas, que no hay ningún túnel en la montaña y que Esclarmonde de Foix era otra Esclarmonde. Resulta desconsolador que la honda y trágica historia de los Buenos Cristianos se haya convertido en esta baratija seudo-esotérica. La estupidez humana es el misterio mayor y más insondable.