Un Gobierno laico no debe impartir la religión islámica, ni ninguna otra, en la escuela pública
No acaba de estar claro si el Reino de España es, o no, un país abierta y declaradamente laico. Son servidumbres de la transición a la democracia tal y como se hizo. Lo que sí parecía estarlo era la doctrina y programa del Gobierno que alcanzó el poder, tan espectacularmente, el pasado marzo. Fue la victoria de un partido cuyos principios incluían los del laicismo como parte esencial de su programa. Ello entrañaba un respeto activo a todas las religiones, la autorización de que cada una de ellas ejerciera el derecho al proselitismo, la autonomía del ámbito íntimo de cada cual y, sobre todo, la abstención de injerencia estatal en las creencias religiosas y los cultos respectivos.
Ese mismo Gobierno manifiesta ahora, encomendándose, imagino, más a Dios que al diablo, que se imparta la religión islámica en la escuela pública en varios lugares de la península, tal y como viene haciéndose en Ceuta y Melilla. Ello se hará, a no dudarlo, con dineros públicos.
ANTE tales intenciones, cabe formularse alguna pregunta. Por lo pronto, la directora general de Asuntos Religiosos no ha especificado qué rama del Islam será la beneficiada por la munificencia de nuestras piadosas autoridades socialistas. Por su parte, el Gobierno tampoco se manifiesta sobre las intenciones que tiene hacia aquellos conciudadanos que profesan otras religiones distintas a la católica, como los abundantes Testigos de Jehová o los menos numerosos hebreos. Es posible que ni ellos ni los miembros de otras religiones –las evangélicas, por ejemplo– hayan solicitado que el erario público sufrague a los maestros de sus religiones en las escuelas públicas y que les baste con el Salón del Reino a los unos o las sinagogas a los otros para impartir sus respectivas fes entre sus jóvenes secuaces.
Así las cosas, se hace evidente que para que un Gobierno que se dice laico como el que ocupa ahora el poder en España fomente la instrucción religiosa como parte de la instrucción pública –dicho sea de paso, en contra de todo principio laicista– lo decisivo es que una comunidad religiosa determinada, con sus jerarquías al frente, tenga la fuerza suficiente para convencerle. Así, no otra cosa hay, sino la influencia de la Iglesia, tras la vigencia de los Concordatos con el Vaticano que España debe honrar, a menos que los denuncie y declare nulos una de las dos partes. Como de costumbre, nuestra relación con la Iglesia católica, apostólica y romana constituye un caso especial, aunque no debería ser así. Una cosa es que el catolicismo sea un elemento crucial y hasta constitutivo de nuestra cultura histórica –puesto que hasta el anticlericalismo tradicional se definía por oposición a él– y otra muy distinta que deba incluírsele en los presupuestos generales de Reino, en los costes y enseñanzas del sistema educativo público. Conviene que cada comunidad de creyentes se haga cargo de mantenerse a sí misma. Para su propio bien, para no depender del poder secular. ¿Por qué debe financiar el agnóstico el culto del católico, del musulmán o del protestante? O ¿por qué debe financiar el musulmán al católico, o viceversa?
Las intenciones expresadas por el Gobierno de educar públicamente en la religión islámica a los niños y jóvenes cuyos padres así lo deseen plantean una cuestión de fondo mucho más grave, que nada tiene que ver con la naturaleza misma de la religión que proclamó Mahoma, y a la que debemos el mayor respeto, y no sólo porque representa una gran y espléndida civilización, sino por el mero hecho de que tiene sus fieles.
LA CUESTIÓN es otra. Es la de mantener una coherencia mínima con los principios laicos profesados por este Gobierno, elegido por quienes esperan de él una coherencia mínima con sus propios criterios. El laicismo supone un respeto absoluto hacia las creencias de la ciudadanía, así como hacia sus piedades y cultos. Todo ello en nombre de la dignidad de la persona y su inviolable libertad, que incluye la de creer lo que cada cual juzgue conveniente o verdadero. Simultáneamente, el laicismo entraña que se considere la religión como una cuestión privada a la que se le permite toda suerte de manifestación pública.
Cualquier feligresía podrá levantar sus templos y manifestar abiertamente su fe. Los vecinos de las Navas del Marqués hoy, deberán comprenderlo, pues también ellos tienen su parroquia y airoso campanario, como hace aproximadamente un año tuvieron que entenderlo los de Premià de Mar, que igualmente se oponían a la construcción de una mezquita en su pueblo. Vayámonos preparando a que surjan protestas semejantes en otros lugares, y que haya que explicar a los vecinos de las mezquitas que vayan surgiendo en qué consiste la libertad de cultos en un país plural.
El canto del muecín tiene el mismo derecho a sonar desde el alminar que la campana a doblar desde su espadaña. Por igual razón, serán los fieles de cada fe quienes deberían sufragar los costes de impartir la religión que deseen perpetuar o proclamar a los cuatro vientos. No el Gobierno. Al César lo que es del César, y a Dios lo que es suyo. El César no debe financiar religión alguna, ni el Ministerio de Educación incluirla en su obligación de ejercer la instrucción pública de la ciudadanía. Nada mejor para que las cosas vayan bien en este terreno que el manto protector de laicismo. Para esta doctrina, la tolerancia y la convivencia paciente y de buen grado son valores fundamentales. Irrenunciables.
Ante la posición gubernamental cabría preguntarse qué razones de subterránea conveniencia aconsejan que se tomen estas medidas educativas hacia la comunidad musulmana. Qué aconseja exonerarla de que sea ella misma la que se cuide de sus creencias. (Cualquiera podría pensar que el gesto obedece al deseo de apaciguamiento de algunos fanáticos –todas las religiones los tienen– para evitar un nuevo desastre como el de Atocha.) Es poco convincente, pues, el argumento de que la medida propuesta obedece a principios de tolerancia, comprensión y amplitud de miras. Flaco pretexto. Un Gobierno laico, y como tal así elegido, tiene que proseguir en su labor de independizar la vida religiosa de la vida política. Y mostrar así el respeto por la ciudadanía, pertenezca a la religión que pertenezca, o a ninguna, que debería inspirar su política educativa y que proclaman sus manifestaciones públicas. Éstas, laicas, no son.