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El antipríncipe

La ciencia política moderna, escribe José Woldenberg, es una rama autónoma del conocimiento. Desde esta definición se pueden establecer parámetros para diferenciar a la política de la religión y de la moral y, por lo tanto, diferenciar las decisiones de gobierno (las decisiones del Príncipe, diría Maquiavelo) de los sentimientos, pasiones, afinidades, resentimientos y odios. Estos son sentimientos que han estado presentes en la especie humana desde su surgimiento, y sólo desde la Ilustración, es decir, desde la modernidad, han podido ser analizados desde la perspectiva de la ciencia y del conocimiento. Esos sentimientos y pasiones pueden ser estudiados con la sicología. Antes, reitero, sólo eran considerados desde la moral religiosa, desde las supersticiones.

Ahora, con el apoyo del conocimiento científico, sabemos que el odio o el rencor son procesos fisiológicos y sociales que se pueden presentar en individuos, pero también entre grupos o incluso entre sociedades enteras. El odio racial, el religioso, el xenófobo, el homófobo, el de género y otros más, los podemos encontrar con alarmante frecuencia en grandes grupos de individuos que son, en términos generales, socialmente bárbaros, o en sociedades regidas por arcaísmos y costumbrismos.

Es frecuente, por ejemplo, la presencia de un fuerte rencor social que se convierte en violencia colectiva y que puede cubrir a sociedades enteras con largas y oscuras noches de polarización, odio y violencia. Los totalitarismos son, en la historia de la humanidad, testimonios de esos sentimientos primitivos que pueden invadir a los individuos, los gobiernos, las sociedades, los países.

Valga el anterior razonamiento para insistir en que la política no puede llevarse a cabo desde la perspectiva de la moral religiosa, y menos aún desde las creencias y las supersticiones, porque esto es, precisamente, lo que conduce a la confrontación irracional entre las personas, los grupos y, además, al fracaso de los países. En sentido diametralmente diferente, el pensamiento y la acción política deben entenderse desde el laicismo, la ciencia, la razón, la ética pública.

Pondré el ejemplo de la decisión del virtual Presidente electo de nombrar a Josefa González Blanco Ortiz Mena como secretaria de Medio Ambiente y Recursos Naturales. Esta ciudadana ha afirmado públicamente que “los aluxes son duendecillos que cuidan la selva; hay registros históricos de su existencia y de su interés en cuidar los recursos naturales”. Ella puede, en su derecho, creer en esas estupideces, pero es de una enorme irresponsabilidad, por parte del virtual presidente electo, entregarle la responsabilidad de tan importante gestión pública a quien se autositúa cultural, política e intelectualmente en el medioevo.

Lo mismo sucede con el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, en donde nombra como responsable a quien asume la existencia de una ciencia indígena, originaria, a la que hay que impulsar, y que es contradictoria con la ciencia occidental, moderna. Galileo Galilei, Isaac Newton, Kepler, Darwin, Marie Curie, Einstein, Sájarov, Francisco Bolívar, ¿son representantes de esa ciencia occidental a la que, a partir de ahora, hay que menospreciar?

Con el nombramiento de Manuel Bartlett y Octavio Romero como directores de la CFE y de Pemex, respectivamente, y a quienes entrega la operación técnica, política y financiera de las dos grandes empresas públicas, ¿se garantiza el acceso de la población a la energía limpia y renovable?

No, lo que se observa es al Príncipe regido por la moral, por los sentimientos, por los prejuicios, por las lealtades. Todo ello, contrario a la razón, la ciencia, el conocimiento, la política de Estado.

Jesús Ortega Martínez

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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