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El aborto, de la Grecia Antigua a Gallardón

Podemos gestionar unas relaciones menos procreativas y podemos educar para que hombres y mujeres avancen en un conocimiento de la sexualidad que implique el disfrute, la responsabilidad y la gestión de sus espacios de intimidad

Como profesional de la sexología y miembro de la AEPS (Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología), quiero hacer mi aportación al conflicto social que se ha generado en la sociedad sobre el Proyecto de Ley de la interrupción voluntaria del embarazo.

Observo, no sin tristeza, que vuelven tiempos retrógrados en que lejos del debate que se pueda generar en la sociedad desde el conocimiento, la comprensión, el respeto y la responsabilidad, sobre este tema, prevalecen las posturas moralizantes e impositivas de un gobierno que se ampara en su mayoría parlamentaria.

Si revisamos la historia, e incluso la lejana historia, el aborto voluntario se ha dado en todas las sociedades desde tiempos bien antiguos. Nuestros antepasados, culturalmente hablando, tanto de la Grecia Antigua como de la Roma de antes de Cristo, eran ya conocedores y usuarios de métodos contraceptivos y de medios para interrumpir el embarazo. Sabemos que ya en el año 81 a.c. Tirano de Sila promovió una ley a la que aunque se ha tachado de antiabortista, tenía como pretensión regular la distribución de pociones relacionadas con la virilidad, la fecundidad, la contracepción y el aborto. Se trataba más bien de una Ley higienista que promovía evitar muertes más allá de evitar abortos. Las primeras condenas contra el aborto de las que tenemos referencia escrita datan del siglo IV de nuestra Era y se penaban con la excomunión perpetua; eran por tanto condenas eclesiásticas que con la expansión de la cristiandad y la ampliación de su poder se irían generalizando desde su orden moral al ámbito socio-político.

Nuestra cultura está aún hoy en día plagada de cristiandad aunque nos pese; y le debemos a ella y a la Iglesia, el modelo de sexualidad reproductivista y coitocentrista que hoy tenemos. La iglesia por medio de su fe y de sus brazos políticos, ha promovido a través de barreras morales, el extendido desconocimiento de la sexualidad humana, la creación de mitos erróneos en torno a ella, la confusión y la mala gestión de las relaciones sexuales. Al movilizar una sexualidad coitocentrista ha sobrevalorado estas relaciones por encima de aquellas que no implican eyaculado intravaginal. Le debemos además la contradictoria normatividad que no sólo promueve este modelo de sexualidad sino que además moraliza contra los contraceptivos, que son la mejor medida para evitar el aborto, potenciando así los embarazos no deseados.

Además podemos también responsabilizar a la Iglesia Católica de que a través de su moral castracionista ha obviado realidades sexuales humanas tan evidentes como la atracción erótica, el deseo de los cuerpos y las interacciones que de ellos se generan. No en vano, se encuentra con graves problemas entre sus filas a propósito de la gestión del deseo (léase abusos a menores etc).

Pero los problemas de la ciudadanía se acrecientan cuando la vida política se ve cercenada por esta moral cristiana que lejos de postular mandamientos sólo hacia sus adeptos pretende impregnar la legislación con sus creencias religiosas. La prohibición del aborto debería en todo caso circunscribirse por tanto a los practicantes de la Iglesia, ya que lo que subyace en este intento de colonización moralizante es la cristiandad. Sería de entender que, como ya hicieran en otras épocas penalicen a sus seguidores con la excomunión o lo que decidan según su catecismo. Pero no es de recibo que lo hagan extensivo a una población que no comulga con sus creencias.

Por otro lado, las relaciones de la política con la sociedad en una democracia laica, lejos de caer en las redes de la moral católica, tendrían que poner al alcance de la ciudadanía los medios y el conocimiento para facilitar y mejorar la calidad de la vida sexual, y la libertad individual a la hora de organizar su futuro.

Asistimos a tiempos en que los hijos/as son fruto de la planificación desde el deseo de concebirlos, traerlos al mundo y criarlos, sin olvidar que para el bien hacer de esos cuidados son necesarias la disponibilidad de medios económicos y la dedicación de tiempo, cuestiones básicas y cada vez más escasas. Sería insostenible un mundo habitado por todos los hijos del deseo.

Gracias a los avances de las ciencias, podemos gestionar unas relaciones sexuales menos procreativas y gracias a la Sexología podemos educar para que hombres y mujeres avancen en un conocimiento de la sexualidad que implique el disfrute, la responsabilidad y la gestión de sus espacios de intimidad. Que por supuesto tengan acceso a los recur- sos y a los medios desarrollados desde los avances del saber para decidir responsablemente.

Promover actitudes prohibicionistas y normativizadoras sólo dará lugar a intentar esconder una realidad evidente y una mayor problematización de una situación que podría mejorar muco con la educación de los sexos y con la comprensión del hecho sexual humano.

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