Como no hay visos de que se suavice la polémica en torno a la 'Educación para la ciudadanía', sino más bien lo contrario una vez situados en el comienzo del nuevo curso académico, alguien podría pensar que mejor hubiera sido buscar una materia sin tantas aristas, en torno a la cual pudiera haberse creado un sólido consenso. Esa mente privilegiada, entre la candidez y el cinismo, podría proponer, aun a estas alturas y para reconducir la situación, un planteamiento alternativo, que encontraría en torno al consumo el filón tan deseado de convergencia social y aquiescencia política de todas las partes. ¿Quién negaría que todos podríamos estar conformes en educar a nuestro alumnado, hijos e hijas, por lo demás, en las pautas a seguir para ser buenos consumidores? No faltarían actitudes que promover, normas que pactar, criterios para evaluar, tareas prácticas que hacer: de todo lo que exige un diseño curricular aceptable, que contemple incluso el desarrollo de «competencias básicas» y un programa futuro que dé continuidad al necesario «aprender a aprender», para seguir siendo toda la vida consumidores excelentes.
Una hipótesis como la dibujada, además de presentar la ventaja de irrumpir por sorpresa y pillar fuera de juego a los enfrascados en la discusión sobre Educación para la ciudadanía, contaría a favor con el factor añadido de verse respaldada de manera evidente por las estructuras y procesos de una sociedad consumista. Los valores de una educación polarizada alrededor de nuestras prácticas como consumidores no requieren grandes elucubraciones para dotarles de consistencia normativa; basta atender a los hechos, ir a las cosas mismas, es decir, a las mercancías que compramos, para encontrar ahí objetivados los criterios de lo bueno y lo malo, lo positivo y lo negativo. Está clara la ganancia 'pedagógica': sobre cómo ser ciudadanos hay, al parecer, una discusión imposible de zanjar, mientras que sobre cómo actuar en cuanto consumidores todos estamos de hecho de acuerdo, máxime si nos comportamos, como suele ser el caso, al modo de los consumidores compulsivos que una sociedad de consumo como la nuestra necesita y promueve.
LA promoción y difusión gratuita de manuales para ser un buen consumidor, esto es, devotamente consumista, contaría con el apoyo entusiasta no sólo de administraciones públicas que en tal hipótesis estarían comprometidas con tal 'proyecto educativo', sino con el mecenazgo de cámaras de comercio y confederaciones empresariales. Es más, todos los actores que se mueven por el ámbito económico del mercado aportarían sus experiencias, y algunos su saber técnico y hasta sus teorías bien probadas. No habría que hacer frente a sectores eclesiásticos furibundamente en contra, pues bien situados en el mercado de las religiones no tendrían inconveniente en aceptar un currículum con amplia cabida también para la formación en el consumo de servicios religiosos, sobre todo en esos momentos biográficos en los que merece la pena pagar por un rito de paso como algún dios manda. Por lo demás, desde el campo político, dado que los pretendidos ciudadanos tienden a actuar como clientes de los servicios públicos, a elegir entre los programas que se les venden y a votar a candidatos con imagen más atractiva que los competidores en la oferta electoral -si el consumo de ocio, por ejemplo, no prevalece e induce a la abstención-, también se vería con buenos ojos una preparación adecuada para tal consumo necesario. No hace falta insistir en que siendo correlativas la potenciación desmesurada del consumo y el encumbramiento de lo privado, una política bajo tales claves, esto es, tan despolitizada, sería la consonante con la devaluación de lo público que estamos conociendo.
En un mundo en el que todo se compra, por estar todo en venta, desde el suelo hasta el cielo, no hay que andarse por las ramas, y menos en ese duro aprendizaje para la vida real -con su mercado de bienes y servicios, así como con su mercado de trabajo y su flexibilidad laboral- que es el proceso educativo. Tomar el consumismo como eje permitiría, además, una pedagogía interactiva y una educación en red capaz de utilizar todos los recursos tecnológicos disponibles. Niños y niñas tendrían un protagonismo indiscutible, sin zarandajas sobre la necesaria autoridad de los docentes, pues los chicos irían por delante manifestando sus gustos, eligiendo sus marcas preferidas, dejándose llevar sin esfuerzo por las gratas sensaciones de la compra de todo tipo de objetos. Los niños, criaturas codiciadas por el mercado que gravita sobre el consumo, puesto que en ellos está su futuro, cuentan con autoridad poco menos que congénita en estas materias, lo cual es asunto que hasta a los padres amedrenta sobremanera.
EL espíritu del capitalismo contemporáneo no haría falta inocularlo, ya que va asumido por ósmosis en la estructura caracterológica de los 'consumidores consumistas' -redundancia necesaria en nuestra época-. La disciplina y ascesis del capitalismo productivista de épocas pasadas no sólo queda lejos, sino que sería contraproducente. Rasgos de carácter consonantes con la aceleración de nuestro tiempo, con la rapidez de los cambios, con lo efímero de las situaciones, con la obsolescencia de productos y relaciones , son los que resulta imprescindible reforzar, amén de la exaltación del individualismo que el consumismo lleva consigo. Ahí radicaría la función formadora del profesorado, llamada a cubrir ciertas lagunas: cómo hacer frente a las incertidumbres, qué hacer con los residuos que exponencialmente crecen, cuándo poner en práctica estrategias para rentabilizar al máximo un consumo voraz, expansivo y absorbente, etc. El deber quedaría reemplazado por el 'tener que hacer' mandado imperiosamente por la realidad, por lo que los problemas éticos, sin necesidad de ser resueltos, quedarían disueltos. Tal enfoque acallaría las preguntas incómodas sobre qué pasa con quienes quedan excluidos no sólo del mercado, sino de una sociedad estructurada en torno a él, por quedar adscritos a la 'infraclase' de los que no consumen por no alcanzarles su capacidad adquisitiva. Sin la más mínima posibilidad de ostentación, en una sociedad consumista donde no importa el ser, sino el tener, y el tener que permite parecer, el no consumo es vía directa hacia la marginalidad, camino de perdición que los individuos han de evitar a toda costa.
¿Por qué empeñarse, pues, en ser ciudadanos si parece que basta y sobra con ser consumidores? Ésa es la cuestión. La propuesta de la hipótesis que ficticiamente hemos esbozado se atiene a los hechos de nuestra realidad social. Para conformarnos con ella nos bastaría actuar como los consumistas que el injusto y cínico capitalismo de nuestro tiempo quiere que seamos. Pero si, continuando con la ficción, se aceptara tal propuesta para ahorrarnos las dificultades de la educación para la ciudadanía, habría que advertir a padres y alumnos, por si algunos quisieran objetar, que al cursar una tal educación para el consumo (en verdad 'anti-educación' consumista) tendrían que abandonar toda conciencia de dignidad y aparcar las más mínimas dudas sobre la supervivencia futura de la humanidad. Si no queremos situar la educación bajo tal frontispicio más vale que intentemos una educación para la ciudadanía que nos saque del consumismo compulsivo que personal y colectivamente va a ser nuestra perdición. ¿Idealista? No tanto, si pensamos con el sociólogo Zygmunt Bauman que el consumidor compulsivo es un enemigo del ciudadano. Elijamos, pues, sobre aquello que no se compra.
José Antonio Pérez Tapias. Profesor de Filosofía y Diputado Socialista