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¿Educación pública laica con celebraciones religiosas? (I)

Luego del fallo que permite la celebración de fechas religiosas en las escuelas públicas mendocinas, un repaso de por los argumentos de la DGE.

La controversia en torno a la disyuntiva de si se deben seguir realizando o no en las escuelas públicas de Mendoza eventos conmemorativos de índole confesional o religiosa, muy publicitada en estas últimas semanas por la prensa, sigue candente. Ello se debe, en gran parte, al denso trasfondo ideológico que tiene la discusión, y a sus obvias implicancias sociopolíticas en el más amplio sentido de la expresión. Pero también al hecho más circunstancial de que el proceso legal que la ha suscitado sigue abierto, a la espera de un desenlace en la justicia, generando novedades con relativa frecuencia.

Mas no es el propósito de este artículo el brindar una crónica detallada de la cadena de vicisitudes que esta querella, con el paso del tiempo, ha ido forjando dentro y fuera del ámbito forense, sino el de aportar a la opinión pública mendocina, desde una perspectiva laicista, un análisis crítico más o menos exhaustivo del discurso conservador confesionalista, identificando y refutando sus distintos argumentos. He querido con este aporte tratar de enriquecer un debate de ideas que, lamentablemente, hasta ahora ha sido –en el mejor de los casos– sumamente pobre debido a la indolencia intelectual de quienes han asumido la defensa del statu quo, a saber, la Dirección General de Escuelas (DGE), los sectores integristas o fundamentalistas del catolicismo y ciertos estamentos del Poder Judicial provincial.

Del aluvión de falacias ad hominem y ad baculum –elegantes latinismos con los que la ciencia de la lógica alude eufemísticamente al uso canallesco de agravios e intimidaciones en el contexto de una controversia–, he juzgado innecesario ocuparme por ser su invalidez argumentativa una verdad de Perogrullo tan grande que no amerita ningún examen. Sólo merece el repudio, y como él ya ha sido debidamente expresado en otra publicación, no vale la pena incurrir en redundancias. Tampoco le he dedicado espacio a las falacias ignoratio elenchi (demostración de una tesis completamente irrelevante para lo que se está debatiendo), solvitur ambulando (recusación de argumentos contrarios recurriendo a pruebas totalmente improcedentes) y ad verecundiam (apelación a la autoridad) que me parecieron demasiado burdas.

Confieso que esta preocupación por elevar el nivel argumentativo de la polémica me ha obligado más de lo que hubiese querido –y mucho más de lo aconsejable, por los riesgos que siempre entraña–, a tener que ponerme en los zapatos de mis adversarios, y asumir el fatigoso e incómodo papel de abogado del diablo, a los efectos de darle a su discurso apologético una sistematicidad, madurez y transparencia que está lejos de poseer. Dejo en manos del público lector el veredicto de cuán bien o mal hice ese trabajo.

Pero antes de pasar revista a los argumentos que explícita o implícitamente aparecen en el discurso conservador del confesionalismo mendocino, convendría recapitular las causas y los antecedentes de la controversia que aquí nos ocupa, a los efectos de ponerla en contexto. Sin este pequeño rodeo, estimo que no sería posible su adecuada comprensión.

Puesta en contexto

Como es sabido, todos los colegios estatales de nuestra provincia, por disposición expresa de la DGE, están obligados a celebrar, año tras año, los días del Patrono Santiago y de la Virgen del Carmen de Cuyo. En efecto, la víspera del feriado del 25 de julio y el 8 de septiembre –o una fecha aledaña–, respectivamente, las escuelas públicas de Mendoza deben llevar a cabo sendos actos de homenaje con la participación de todos los actores educativos (estudiantes, docentes, autoridades, etc.) en actitud de respeto solemne y reverencia. Hasta qué punto dichos actos escolares remiten a un imaginario de inequívoca referencialidad católica, saturado de fideísmo y devoción, resulta fácilmente verificable consultando la sección “Efemérides” de Mendoza.edu.ar, el portal digital que la DGE ha puesto a disposición de toda la comunidad educativa.

Los sectores progresistas de la sociedad civil, haciendo suyo el horizonte moderno de la democracia pluralista y los derechos humanos, cuestionan dichas prácticas y bregan por su eliminación, debido a que constituyen un grave avasallamiento del derecho a una enseñanza pública laica, consagrado y tutelado tanto por la constitución como por la ley educativa de Mendoza. La importancia que reviste la garantía jurídica de la laicidad en todos los órdenes de la vida social, incluido el de la educación estatal, es inmenso. No es para menos: al no tener  plena vigencia, al estar cercenada en los hechos su efectividad, las minorías no católicas de la provincia ven afectado su derecho a la libertad de conciencia y pensamiento, a la igualdad de trato (no discriminación) y, en suma, al respeto de la dignidad personal y comunitaria; derechos todos que están proclamados y resguardados por diversos tratados internacionales de primerísimo orden que en nuestro país tienen, por fortuna, rango constitucional: la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto de San José de Costa Rica, etc. (www.mdzol.com/opinion/476476). Asimismo, el laicismo mendocino denuncia que ambas celebraciones patronales se basan en sendos decretos de la última dictadura militar, fechados el 6/9/76 (Patrono Santiago) y el 30/8/80 (Virgen del Carmen).

Por su parte, los sectores conservadores ligados al integrismo católico –muy bien representados, por cierto, en el seno de la DGE– pretenden perpetuar el statu quo, esto es, que las antedichas conmemoraciones del santoral sigan estando presentes en el calendario escolar oficial. Partiendo del axioma premoderno según el cual el Estado y la sociedad civil deben desenvolverse bajo la «guía espiritual» de la Iglesia (sus creencias y valores, sus recomendaciones y exigencias, su poder de veto), y asumiendo que la nacionalidad argentina y la identidad mendocina se identifican de forma esencialista y excluyente con la fe católico-romana y la herencia hispano-colonial a ella asociada, alegan que las tradiciones cuyanas ancestrales deben ser respetadas a rajatabla, que el catolicismo es abrumadoramente mayoritario y que la República Argentina es cultural y jurídicamente católica en virtud de su pasado histórico y del art. 2 de la Constitución Nacional. También aseveran con insistencia que las precitadas celebraciones son de carácter estrictamente cívico y opcional, vale decir, aconfesionales y de participación no obligatoria (sic).

A principios de julio del corriente año, y habiendo ya agotado la vía administrativa, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), filial San Rafael, con el patrocinio letrado del Dr. Carlos Lombardi –un jurista de activo compromiso con la causa laicista que es profesor de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la UNCuyo– interpuso en el Juzgado Civil nº 24 de la capital provincial una acción de amparo colectivo solicitando que se declarase inconstitucional la controvertida resolución 2616/12 de la DGE, resolución que ha fijado el calendario escolar oficial de Mendoza para el ciclo lectivo 2013 y que ha incluido en su nómina de actos conmemorativos los del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen. Expresión de un vivo anhelo de justicia que palpitaba desde hacía largo tiempo en muchos corazones, a la vez que dotada de gran solidez en sus argumentos constitucionales y legales, dicha acción de amparo muy pronto alcanzaría una notoriedad que pocos habían imaginado.

A comienzos de septiembre, en un fallo histórico de notable fundamentación jurídica –e inestimable valor jurisprudencial de cara al futuro–, la Dra. Ibaceta hizo lugar a la petición de la ONG sanrafaelina. Asimismo, la jueza dispuso que se suspendiera en todos los colegios de órbita estatal la celebración prevista para el 6 de septiembre en honor a la Virgen del Carmen de Cuyo (no así la del Patrono Santiago, desde luego, por la sencilla razón de que la misma ya había acontecido seis semanas antes). La valiente decisión judicial marcó un gran punto de inflexión en el nivel de visibilidad pública (cobertura de los medios, interés de la ciudadanía, preocupación del gobierno, reacciones del episcopado local y los sectores fundamentalistas, repercusiones periodísticas en el plano nacional, etc.) que han tenido, desde su inicio hasta hoy, las demandas de los grupos laicistas.

Pero la DGE, alineándose de nuevo –como era previsible– con el establishment confesionalista de Mendoza, tomó la decisión de apelar la sentencia judicial. Y lo hizo con una celeridad y diligencia que, desafortunadamente, no suele tener en la resolución de los acuciantes problemas que aquejan al sistema educativo provincial: deterioro de los procesos de enseñanza-aprendizaje, falencias en materia de infraestructura edilicia, precariedad laboral y bajos salarios, bullying escolar, inusual pérdida de días de clase en lo que va del año, etc. etc. La apelación, además, es de una endeblez jurídica y una pobreza de argumentos verdaderamente alarmante, con demasiadas lagunas y errores de concepto.

El miércoles 25 de septiembre por la tarde, la agrupación Cuyanos Amigos de la Virgen y del General San Martín, realizó en la Plaza San Martín de la Ciudad de Mendoza un acto reclamando la preservación de las conmemoraciones patronales en la escolaridad pública de nuestra provincia. De él participaron apenas un centenar y medio de personas, cifra que deja al desnudo la escasa popularidad de dicho reclamo en el Gran Mendoza, incluso al interior del catolicismo practicante. Las presencias de carácter institucional tampoco fueron precisamente abundantes, circunstancia que se debió, seguramente, a que los numerosos colegios privados de confesión católica que hay en la provincia tienen claro que el desenlace del diferendo judicial no los afectará en lo más mínimo, y también a que el baluarte del integrismo católico mendocino está en el Sur, en San Rafael y Malargüe. De cualquier modo, es sabido que dicho sector siempre se ha sentido más a gusto haciendo lobby entre bambalinas que manifestándose en las calles, por lo que no resulta prudente suponer que ha estado inactivo en estas últimas semanas.

Ese mismo día, el Encuentro Laicista de Mendoza (ELM) dio a conocer públicamente, a modo de réplica, su Declaración en defensa de la escuela pública laica, un documento firmado por más de 60 organizaciones de la sociedad civil en el que se respaldaba la acción de amparo colectivo de la APDH-San Rafael y la sentencia judicial de la Dra. Ibaceta, a la vez que se cuestionaba la decisión de la DGE de apelar el fallo y se repudiaba la escalada de violencia discursiva y las malas artes del fundamentalismo católico. Lo más destacable de esta otra campana que se hizo escuchar a través de la prensa y las redes sociales, fue la enorme cantidad y diversidad de adhesiones concitadas en apenas poco más de una semana: sectores de la comunidad judía y del cristianismo evangélico, asociaciones laicistas, fuerzas políticas tanto del oficialismo como de la oposición de centro e izquierda, entidades de derechos humanos, expresiones del movimiento estudiantil, pueblos originarios, organizaciones feministas y LGBT, agrupaciones sindicales, colectivos culturales, etc. (www.mdzol.com/mobile/mobile/ 491196).

El pasado 29 de noviembre, en una jornada aciaga para la libertad y la igualdad, la IV Cámara de Apelaciones en lo Civil revocó el fallo en 1ª instancia de la Dra. Ibaceta. Ninguneando por completo los nutridos argumentos de la amparista, y reciclando algunos de los flacos pretextos esgrimidos por la apelante y la Fiscalía de Cámara Civil, habilitó al gobierno provincial a perpetuar las controvertidas celebraciones religiosas en el ámbito de la educación pública.

Afortunadamente, la APDH-San Rafael, firme en sus convicciones, ha anunciado que apelará este torcido veredicto judicial. Ojalá la Corte Suprema de Mendoza, anteponiendo su deber público de impartir justicia ecuánimemente (conforme a derecho) a toda otra consideración extra-jurídica (atavismo, chovinismo, clericalismo, oficialismo, etc.), deshaga semejante entuerto. Entretanto, la labor de concientización de la opinión pública resulta clave, de importancia estratégica, por lo que no debe cejar. Este artículo se inscribirse en ese quehacer.

Los argumentos confesionalistas a favor del statu quo

1. El argumento tradicionalista. En lógica, se denomina argumentum ad antiquitatem o «apelación a la tradición» a la falacia de pretender legitimar moralmente una determinada institución o costumbre de la sociedad en función de su antigüedad o espesor histórico: dado que A existe desde hace mucho tiempo, A es bueno y debe seguir existiendo. Se trata, sin lugar a dudas, de la piedra angular del pensamiento conservador.

La formulación intelectual más clásica de este paralogismo es la prescriptive constitution de Edmund Burke, el primer impugnador de fuste que tuvo la Revolución Francesa en el campo de las ideas. En su obra Reflections on the Revolution in France (1790), el autor británico la explicó en estos términos: “Nuestra Constitución es una Constitución prescriptiva; es una Constitución cuya única autoridad reside en que ha existido desde tiempos inmemoriales”.

Si echamos mano al método de la reducción al absurdo, rápidamente descubrimos cuán insostenible es este razonamiento. Por ej., en los países del África subsahariana localizados alrededor de los Grandes Lagos (muy especialmente en Tanzania), se halla muy extendida la tradición de segregar, perseguir y asesinar brutalmente a las personas albinas, y de traficar intensamente con sus órganos. Inmemoriales creencias religiosas hacen de la ausencia congénita de melanina un ominoso e infamante estigma de maldición y mala suerte, y de los cuerpos que adolecen de dicha carencia, una codiciada fuente para obtener ingredientes mágicos y ofrendas rituales. Se trata, sin duda, de un caso extremo, pero que, precisamente por ello, facilita la dilucidación de la crítica que aquí se plantea. ¿Ha de permitirse que dicha práctica cultural se perpetúe indefinidamente por los siglos de los siglos, so pretexto de su tradicionalidad? ¿Acaso las sociedades son entes estáticos que no pueden ni deben cambiar jamás? Claro que no. Las tradiciones pueden y deben ser modificadas, sobre todo cuando entrañan violaciones a los derechos humanos. En Argentina, por citar otro ejemplo, hubo un tiempo en que era tradición obedecer a un monarca absoluto de España, importar esclavos africanos y excluir a las mujeres de la política por juzgárselas «incapaces»; y sin embargo, hoy, esas ideas nos resultan antediluvianas, y consideramos su superación histórica como algo muy saludable.

Lo consuetudinario, por sí solo, no puede ser nunca un criterio concluyente o inapelable de eticidad y juridicidad. Es por demás necesario que las tradiciones sean objeto de reflexión crítica. Es preciso, si se quiere de veras que haya avances sustantivos en materia de derechos humanos, que las costumbres sean revisadas periódicamente a la luz de una racionalidad ético-jurídica despojada de falsos esencialismos étnicos, vale decir, inspirada en valores humanísticos de proyección universal. El pluralismo democrático exige discernir entre atavismos que son compatibles con la libertad y la igualdad, y atavismos que no lo son. El argumento tradicionalista, por su misma lógica inmanente (apología acrítica de lo ancestral per se), representa, para la civilidad de los derechos humanos, una caja de Pandora. Es la ominosa antesala del vale todo: racismo, violencia de género, xenofobia, imperialismo, intolerancia religiosa, esclavitud sexual, guerras, antisemitismo, homofobia y muchos otros males sociales.

Por lo tanto, querer preservar las celebraciones religiosas en la escolaridad pública so pretexto de su antigüedad o tradicionalidad resulta intelectual y moralmente insostenible. Puesto que vulneran derechos constitucionales y libertades fundamentales de importancia capital para la dignidad humana, deben ser superadas. En una sociedad democrática y pluralista, ninguna tradición cultural, por muy antigua que ella sea, está por encima de la racionalidad crítica y la ética de los derechos humanos.

2. El argumento esencialista. los sectores confesionalistas de Mendoza alegan también, en defensa del statu quo, que la identidad nacional y la identidad provincial tienen una «esencia», y que esa «esencia» a resguardar está dada por las tradiciones hispano-católicas de raigambre colonial que ellos tanto reivindican. Este argumento pro domo, fuertemente asociado al anterior, e inspirado en el revisionismo histórico de la derecha nacionalista, presenta dos serios problemas.

En primer lugar, ignora o relega el riquísimo aporte cultural de todo un abanico de actores con una presencia muy viva en nuestra sociedad y no poca andadura histórica: los pueblos originarios, la comunidad judía, los partidos liberales, la colectividad siriolibanesa de fe musulmana, las iglesias evangélicas, el feminismo, las logias masónicas, las izquierdas, el laicismo… Pasa por alto la diversidad de tradiciones, su coexistencia en permanente interacción, sus mutuos condicionamientos, sus diálogos y préstamos, sus contradicciones ideológicas y correlaciones de fuerza, sus conflictos e imposiciones…

Y en segundo lugar, y como corolario de lo anterior, congela arbitrariamente el proceso continuo –e inacabado– de configuración de las identidades argentina y mendocina en un determinado momento del pasado por el que siente particular preferencia, negando o devaluando el devenir histórico previo y ulterior. La consagración laudatoria y «fijista» de un hecho o período pretérito como hito fundacional va de la mano, por supuesto, con altas dosis de idealización chovinista. La argentinidad y la mendocinidad no sólo son identificadas de manera excluyente e interesada con el binomio catolicismo-hispanidad, sino además elevadas a la categoría metafísica de un Volksgeist inmaculado e inmutable: el «ser nacional» y el «ser provincial».

El esencialismo, obnubilado con ese espejismo que el historiador Marc Bloch denominó perspicazmente l’idole des origines («el ídolo de los orígenes») –y que en lógica recibe el nombre de falacia genética–, representa una política de la memoria burdamente instrumental, radicalmente ahistórica. Ésta es, en síntesis, la causa de su endeblez argumentativa. Por lo demás, no hay ninguna razón por la cual, en una república democrática y pluralista como la nuestra –en teoría al menos–, se le deba reconocer al integrismo católico la potestad de «custodio de la identidad colectiva» que se arroga sin ningún fundamento jurídico ni apoyo ciudadano.

Las tradiciones no son inocentes ni inocuas. No están objetivamente predeterminadas por la historia lejana de la sociedad. No constituyen una vivienda prefabricada bajo estándares de asepsia ideológica. Somos nosotros quienes, a partir de la materia prima del pasado, las elaboramos subjetivamente desde –y para– una actualidad saturada de creencias, intereses, aspiraciones, problemas, conflictos, necesidades y un sinnúmero de otros condicionantes. Y lo hacemos recordando y olvidando, diciendo y callando, enfatizando y minimizando, idealizando y demonizando, alabando y condenando… en una palabra, eligiendo. Las tradiciones siempre están atravesadas –al decir de la antropóloga norteamericana Joanne Rappaport– por una politics of memory, una «política de la memoria».

El historiador Horacio Tarcus, en su libro El marxismo olvidado en la Argentina: Silvio Frondizi y Milcíades Peña, ha abordado esta cuestión desde una perspectiva teórica muy esclarecedora.

Las tradiciones, claro está, no son meras sobrevivencias del pasado en el presente, sino construcciones hechas desde el propio presente sobre el pasado. No existen per se, perdidas en las brumas del pasado y a la espera de que alguien las reconozca para recuperarlas. Para Raymond Williams la tradición siempre “es algo más que un segmento histórico inerte; es en realidad el medio de incorporación práctica más poderoso”. Por eso el autor de Marxismo y literatura prefiere hablar de tradición selectiva: una versión intencionalmente selectiva de un pasado configurativo y de un presente preconfigurado, que resulta entonces poderosamente operativo dentro del proceso de definición e identificación cultural y social”. En un sentido instrumental del término, puede decirse que no constituye una herencia sino más bien –como ha señalado sugestivamente Hobsbawm– una invención, una modalidad singular de invención que intenta establecer determinada continuidad entre el pasado y el presente, que hace aparecer como necesaria una continuidad deseada.

La pertenencia a una tradición no es algo gratuito o superfluo, sino que constituye un elemento central en la justificación de una ruptura, una refundación, o bien, en términos más generales, en la configuración de una identidad. Su construcción no es, pues, inocente: las tradiciones inventadas, dice Hobsbawm, “utilizan la historia como legitimador de acción y cementador de cohesión de grupo”.

La DGE y los sectores integristas insisten a porfía en enumerar con ampulosa retórica de chovinismo provinciano los antecedentes históricos del culto al Patrono Santiago y la Virgen del Carmen en la región de Cuyo, pero ese empeño resulta completamente inconducente. ¿Por qué? Porque nadie, absolutamente nadie, discute la existencia objetiva de dichas tradiciones religiosas, ni su dilatada antigüedad. Tampoco está en debate la licitud o conveniencia de su conservación en general. Lo que se ha cuestionado es, insisto, su reproducción en el caso específico de la escolaridad estatal. ¿Resulta tan difícil entenderlo?

Hasta aquí, la primera parte de este artículo. En la segunda se abordarán otros cuatro argumentos recurrentes del discurso confesionalista católico: el argumento mayoritista, la exégesis forzada del art. 2 de la Constitución Nacional, la interpretación abusiva de la libertad religiosa y el argumento del «plus» cultural extrarreligioso.

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