Antes de morir, Charles Darwin habló con la reina Victoria de Inglaterra. La reina había sido una lectora entusiasta del libro de viajes del joven naturalista, hacía medio siglo, y su mecenas cuando le encargó una enciclopedia de los animales que Darwin había registrado en su viaje alrededor de África y Sudamérica, pero llevaba dos décadas irritada con él, desde la publicación de El origen de las especies.
Ella, como todo aquel que leyó El origen…, entendió que se trataba de un libro irreconciliable con la Biblia. O se creía en la Biblia o en la teoría de la evolución de las especies. O bien la fauna y la flora del planeta fueron creadas en seis días, en sus formas inmutables y por Dios, o fueron formándose a través de mutaciones graduales a lo largo de cientos de millones de años, sin un plan y sin intervención de ninguna inteligencia externa a ellos. O bien Dios era el gran creador de las formas perfectas de la vida o las formas de la vida eran un experimento azaroso, repleto de ensayos fatales, y Dios no existía.
La oposición de los dos relatos, el bíblico y el evolucionista, era clara, pero a últimas fechas se había convertido en una guerra cultural de odios desaforados. Los darwinistas, en su mayor parte jóvenes, querían suplir en las escuelas públicas el estudio de la Biblia por el estudio de El origen… Como réplica, los científicos religiosos y los sacerdotes exigían lo contrario, el retiro de las ideas darwinistas de la educación. ¿Qué pensaba Darwin mismo? La reina Victoria quería saberlo de sus propios labios.
La conversación ocurrió en 1882. Sus palabras exactas se han perdido, pero para reconstruirla se cuenta con las notas que una hija de Darwin tomó durante el encuentro, los párrafos donde Darwin en su autobiografía se expresa de la ciencia o la religión y las anotaciones que la reina hizo al margen de esa misma biografía. Y el asunto viene a cuento ahora que en México, 130 años después de esa conversación, resulta que está por reinstaurarse en las escuelas públicas y gratuitas la educación religiosa.
Eso ha sucedido así. Sigilosamente, pasando por abajo del radar de la atención pública, la Iglesia católica presentó el año pasado a la Cámara de Diputados la propuesta de integrar a la Constitución “el derecho a la libertad religiosa”. Sigilosamente, con una discreción de confabuladores, la inclusión de “la libertad religiosa” fue aprobada por 191 diputados de todos los partidos, incluyendo el partido mayor de la izquierda, el PRD, el 15 de diciembre, cuando los mexicanos nos preparábamos para partir a los destinos de nuestras vacaciones. Y sigilosamente de nuevo, mientras ocurre la veda de difusión de los candidatos presidenciables, en el Senado se prepara todo para que sea votada precisamente cuando estalle el ruido del arranque de la disputa electoral, y así la votación pase desapercibida.
Hay que anotarlo. La “libertad religiosa” es un término premeditadamente equívoco. En teoría concede a todas las religiones habidas el derecho a adoctrinar fuera de los templos, por ejemplo en los medios de comunicación y en las aulas del sistema de educación pública, pero traducida a la realidad implica que la Iglesia católica será su única beneficiaria. ¿Qué otra Iglesia puede en México colocar un sacerdote en cada escuela?
A menos que los senadores rechacen la enmienda constitucional, o incluyan en ella la exigencia de que cada alumno tenga la oferta real de estudiar religión con un cura, un rabino, un maestro zen, un pastor protestante o un humanista ateo, en la práctica la así llamada “libertad religiosa” supondrá que cada niño podrá optar entre ser adoctrinados cada mañana por un cura o ser el único, o casi el único, del salón que salga al patio de recreo en la hora de la doctrina.
Pero regresando al asunto de la incompatibilidad de una educación científica y una educación religiosa, regreso a la conversación de la reina Victoria y Charles Darwin. Darwin estaba encamado, con molestias atroces, y sin embargo se preocupó de darle a la reina una respuesta detallada.
Le explicó que él mismo había vivido en su propio cuerpo la batalla entre el relato bíblico y el relato evolucionista. A los 25 años prometió al Dios de la Biblia dedicar su vida “a desentrañar las leyes de su Creación perfecta”. Fue con sorpresa y espanto que al avanzar en sus observaciones de la Naturaleza se le volvió evidente la ausencia de una creación y de un creador. Tardó 20 años en redactar el penúltimo borrador de El origen…, y cuando lo hizo agregó un párrafo loando al creador del universo, para apaciguar a ese Dios en el que ya no creía pero cuya ausencia le aterrorizaba. Siete años de más investigaciones y más remordimientos transcurrieron hasta que redactó el texto publicable, y entonces, el rigor científico le impidió cualquier mención de Dios.
Y es que hay algo más, murmuró Darwin. Hay quienes quieren creer que el abismo entre la religión bíblica y la ciencia puede salvarse con la buena disposición. Que se puede creer en lo que la Biblia dice los domingos y en lo que la nueva biología dice el resto de la semana. Hay quien quiere poder ser religioso con el lóbulo izquierdo del cerebro y científico con el lóbulo derecho. Bueno, posible sí es, pero mi historia es de alguien que lo intentó y descubrió que hacerlo implica renunciar a la coherencia intelectual.
La religión no sólo relata la vida de otra forma, sino con otro método. La religión exige al acólito actos de fe. La ciencia le exige observación. La religión le pide que tome por reales seres y eventos imaginarios –ángeles, arcángeles, demonios, vírgenes que dan a luz, muertos que resucitan, trasmutaciones del agua en vino–. La ciencia le pide que destierre lo imaginario de sus explicaciones del mundo.
Es en esa distinción entre la educación religiosa y la educación científica que estaban pensando los legisladores mexicanos cuando en la Constitución de 1857 describieron a la educación deseable como “laica” y sentaron las bases para construir un sistema de escuelas públicas que le quitara a la Iglesia católica el monopolio de la docencia. Es en la misma distinción que los legisladores de 1946 pensaron cuando describieron en el artículo 3° de la Carta Magna a la ya operante educación pública como obligatoriamente “laica y científica”. Y es esta distinción la que los legisladores que actualmente están dispuestos a aprobar “el derecho a la libertad de religión” parecen desconocer, o quieren olvidar para amistarse con la Iglesia católica.
Imagínese ahora el lector la confusión que se avecina para los alumnos de primaria y secundaria de nuestro país si un cura, desde el mismo pizarrón donde aprenden biología contemporánea, les enseña de milagros, personas aladas, particiones súbitas del mar, y demás hechos imaginarios y no naturales. Imagínese el lector la esquizofrenia que se volverá parte del currículum educativo cuando un cura los examine sobre valores católicos como la abstención sexual excepto por motivos procreativos, el rechazo de la anticoncepción, el repudio a la diversidad sexual, la intolerancia ante otras religiones, mientras el programa de la Secretaría de Educación los entera de lo saludable de una vida sexuada y placentera, la oferta de métodos anticonceptivos, la diversidad ideológica y los derechos de las minorías.
La manera más sencilla de evitar tal esquizofrenia sería que los legisladores que se proponen agradar a la Iglesia aprobando la enmienda, se decidan de una vez también por tachar la palabra “científica” del artículo que versa sobre la educación pública. ¿Qué más da? Para estos laxos legisladores, no importa retroceder al siglo XVII, sino quedar bien hoy con el arzobispo de México, para que a su vez el arzobispo pueda recibir al Papa Benedicto XVI esta primavera con la buena nueva de que México se ha enganchado al vagón de la contrarreforma que recorre el continente.